jueves, 28 de enero de 2010

El caso de la cajera de El Corte Inglés

Me ocurrió hace dos años y es un excelente pretexto para esclarecer ciertos embrollos filosóficos.
Tras finalizar mis compras en el supermercado de El Corte Inglés y tachar el último apunte de la lista que había preparado mi mujer, a la que tenía que atenerme escrupulosamente (si voy sin la lista acabo por comprar unas estupendas pero superfluas tijeras, dos latas microscópicas de paté de marisco a precio de oro y una botella de licor de piña de irresistibles acentos tropicales… entre otras menudencias), decía, me dispuse a saldar mis deudas con abatida resignación en una larga cola, típica de los sábados por la tarde.
Fuera por las prisas, las aglomeraciones o por el cansancio acumulado, la cajera me devolvió bastante más dinero del que le entregué, azar incómodo del que me di cuenta cuando llegué a mi casa para rendir cuentas.
Llegados a este punto, sólo había dos opciones. La primera era quedarme tan ricamente con las vueltas, sin confesar a nadie mi suerte y justificar la decisión, tras susurrarme suavemente al oído, que lo que tenía que hacer la cajera era espabilar y después de todo, quien iba a perder tan poco era la primera firma del ramo.
La segunda, era devolver el saldo a mi favor tras atosigar a mi aturdida conciencia con el séptimo mandamiento de la ley de Dios; además, con toda probabilidad, la realmente perjudicada sería la pobre cajera, quien a fin de mes pagaría con creces su error contable.
Supongamos que al fin opté por reponer con presteza lo que, en ambos casos, no era mío, pese al considerable fastidio de retornar a la cola.
Vista así la situación, diríamos, sin ninguna duda, que estamos ante un caso típico de decisión moral…
¿Moral? Estamos seguros. O se trata más bien de otra cosa: devolví el dinero porque es mi forma de ser, por ciertos rasgos de mi personalidad, de mi carácter, mi temperamento, la educación que he recibido, mis sentimientos de aprobación o desaprobación, mi compasión, mi percepción del motivo más fuerte, mis esquemas cognitivos; todo un complejo entramado psicológico que ha condicionado decisivamente mi conducta.
Además, han influido también las normas culturales sobre la propiedad que tengo interiorizadas, el proceso de socialización global al que he sido sometido desde la niñez, la presión del grupo primario en el que me desenvuelvo, las formas inconscientes de control colectivo, las expectativas que corresponden a mi estatus, mi particular subcultura de clase, etc.
En conclusión, una situación calificada de "específicamente moral" se ha disuelto como un azucarillo para convertirse en un asunto que concierne exclusivamente a la psicología general y a la sociología de la cultura. La supuesta especificidad del hecho moral se transforma así en un residuo especulativo sin contenido empírico corroborado.
Si aceptamos instalarnos en este empirismo radical, no tendremos más remedio que despedirnos de la moral con lágrimas en los ojos y afirmar, como corolario, que el lenguaje ordinario es más conservador de lo que pensábamos.
Esto es lo que ocurre, pero, ¿por qué ocurre esto?
Hagamos una breve historia del problema.
En su obra Genealogía de la moral, Nietzsche aborda la crítica y descomposición de la concepción tradicional de la ética, en sus distintas versiones (platónica, cristiana, kantiana), mediante la utilización del método genealógico, que se basa en la investigación filológica e histórica de la evolución de los conceptos morales.
Según Nietzsche, de la investigación filológica en diversas lenguas se deduce que en todas el término “bueno” significa originalmente “anímicamente noble, aristocrático, elevado”, contrapuesto a “malo”, que significa “simple, bajo, vulgar, plebeyo”. Ambos términos carecen de un sentido específicamente moral tal y como después se ha entendido.
Es preciso recordar que en Grecia y Roma los términos éthos y mores, de los que proceden etimológicamente "ética" y "moral", no tienen un significado moral, sino social y cultural: aluden a los usos, hábitos, costumbres y, en general, normas (nómos) institucionales de una cultura (familiares, religiosas, políticas, jurídicas…). Más tarde, con la aparición, evolución y predominio final del cristianismo, surge, unido indisolublemente a sus supuestos teológicos, un nuevo significado, ahora sí completamente moral, para estos términos. Lo que entendemos por moral, como hecho indiscutible en sentido histórico y actual, es una creación ideológica del cristianismo. Es más, esta nueva visión se enfrentará frontalmente con la anterior, clásica o precristiana, a la que acabará por desplaza y excluir.
El cristianismo, según Nietzsche, invirtió el significado de los términos “bueno” y “malo”: los que eran considerados malos en sentido de “baja condición, plebeyos, vulgares” se rebelaron considerándose a sí mismos como “buenos”, a la vez que todo pensamiento noble y toda moral aristocrática fue rechazada por “mala”. El cristianismo primitivo, como religión de las clases más bajas y de los esclavos, consiguió imponer su concepción específicamente moral en el sentido que hoy le damos; una concepción basada, según Nietzsche, en tres valores:
- El resentimiento, entendido como hostilidad contra toda manifestación individual o social de lo noble y elevado.
- La igualdad, entendida como moral de la mayoría y apología de los valores comunes que igualan a los hombres; como tendencia permanente a la nivelación (mediocritas) y negación del individuo superior.
- La vulgaridad, entendida, en el sentido etimológico, como moral del vulgo, del pueblo en sentido peyorativo, de “la chusma” y sus valores decadentes. Lo que Nietzsche denominó Moral del rebaño.
La consecuencia de la crítica empirista y genealógica  de la moralidad no puede ser más que esta: la moral es, tanto por sus orígenes como por su fundamento, una “segunda marca” de la religión.

miércoles, 27 de enero de 2010

Ansel Adams: la fiesta de la naturaleza


El paisaje es un obstáculo para pensar: es bello y por lo tanto exige ser contemplado.
Franz Kafka


Es evidente que la fotografía no es una “fiel reproducción de la realidad”. Al contrario, lo que caracteriza a este medio es su versatilidad para construir un significado innovador, incluso insólito, de los mismos objetos y situaciones.
En la fotografía, más que en otras manifestaciones artísticas, se pone de manifiesto la intención del autor de transitar por los contornos del llamado “estilo personal”. Todos los elementos técnicos de la fotografía, su carácter icónico, el papel, el encuadre, la repetición del motivo, la facilidad de visualizar con antelación, el tratamiento químico y la edición de la imagen, propician la pretensión de originalidad (cuando no de exclusividad) en los resultados del proceso.
Cualquier manifestación artística, por su propia naturaleza, es perspectivista, siempre nos muestra una de las infinitas caras de un mundo poliédrico; pero es, precisamente, en la fotografía donde la idea de perspectiva alcanza su punto culminante. Su potencia para mostrar nuevos ángulos se debe, sobre todo, a las inmensas posibilidades de un soporte material que propicia el acercamiento a un mundo previamente saturado de oportunidades. Un mundo consolidado y pleno, autosuficiente, una materia prima prefigurada que aguarda la mirada inteligente que sepa iluminar sus rincones más oscuros.
El escaparate de una famosa pastelería, por ejemplo, es una situación elaborada de forma consciente, cargada de intenciones y motivos para el espectador; un entorno lleno de ofertas en el que nada se deja al azar, un mundo de delicias para los cinco sentidos… Sobre este espacio de aspectos no casuales, el fotógrafo busca un sobresentido, un “nuevo enfoque”, superpuesto o excluyente, que cumpla con sus expectativas tanto perceptivas como conceptuales.
El centro de la obra del maestro californiano Ansel Adams (1902-1984) es el paisaje. Con Strand, Imohen Cunningham, Weston y otros fotógrafos profesionales, fundó el activo Grupo f/64, caracterizado por su acusado realismo y la utilización del cierre del objetivo para lograr la mayor definición de imagen.
Sus instantáneas más renombradas las consiguió en los agrestes parajes de los parques nacionales de Estados Unidos, sobre todo en el Parque Nacional de Yosemite. No hay en ellas lugar para el hombre. Si en la pintura romántica de Friedrich, el ser humano ocupa un lugar secundario, asimétrico respecto a la grandeza sublime de la naturaleza, en Adams simplemente desaparece y su ausencia se convierte en una elipsis cargada de sugerencias. Esta posición de partida, antihumanista, fue criticada por la crítica filistea de su época, anclada en unos ideales postizos que la realidad histórica se encargaba de desmentir.
Su fotografía titulada The Tetons and the Snake River, hecha en el Grand Teton National Park, Wyoming, 1942, es una excelente muestra del arte de Adams. El sol brillante del ocaso, la iluminación de las nubes, cargada de simbolismos patrióticos, los claroscuros de las abruptas crestas, los vastos bosques y el curso majestuoso del río, componen una escena en la que se desborda la monumentalidad del paisaje. Una visión única, en la que la simple expresión de admiración perturba la fiesta de la naturaleza. Por muy impresionante que sea el paisaje, Adams lo sublima hasta convertirlo en un espacio mítico, velado por un leve efectismo, un matiz grandilocuente que será reconocible en los estereotipos de las grandes producciones de Hollywood.
Sin duda Adam tuvo presente, al disparar su cámara, el óleo de Albert Bierstad, El valle de Yosemite a la puesta del sol, realizado en 1848.

martes, 26 de enero de 2010

El enigma de la obra de arte


Las preguntas explícitas sobre el sentido permanecen intactas en el arte y las claves que esperamos nunca se alcanzan. No es posible una plena positividad en la contemplación estética; a lo sumo obtenemos una promesa siempre aplazada de plenitud; en palabras de Adorno: La experiencia estética lo es de algo que el espíritu no podría extraer ni del mundo ni de sí mismo, es la posibilidad prometida por la imposibilidad. El arte es promesa de felicidad, pero promesa quebrada. Sólo en la permanente suspensión del juicio sobre el mundo (al revés que la ciencia o la metafísica) salva el arte su momento de verdad, un momento siempre velado de grises. Lo que nos ofrece la obra no es la definición precisa de una idea o la conclusión definitiva de un proceso, sino una inmensa parábola sin clave. Incluso los que creyeron convertir en clave la falta misma de clave erraron, al confundir la tesis abstracta de la obra de Kafka, la oscuridad de la existencia, con el contenido de la obra. Cada frase dice: interprétame, pero nadie quiere hacerlo. Lo que convierte al arte en un misterio sin solución consiste en que es una realidad aparte, autosuficiente, refractaria a la connivencia complaciente con los hechos. El arte sólo existe en el arte, en el cuadro, en la partitura o en las hojas de un libro. El arte y la vida son ámbitos ontológicos irreductibles, sin posibilidad de una comunicación directa y contrastable. No hay ventanas entre el arte y la vida, excepto las impenetrables constelaciones de símbolos. Esta afirmación también es válida para el realismo más estricto y para el naturalismo más crudo.
En el reino de la libertad, dice Adorno, las obras de arte comparten con los enigmas la ambigüedad tensa entre determinación e indeterminación. Son signos de interrogación que no se hacen unívocos por síntesis. La respuesta precisa, aunque oculta, de las obras no se manifiesta a la interpretación de un solo golpe, como una nueva inmediatez, sino a través de todas las mediaciones, tanto las de la misma obra como las del pensamiento, las de la filosofía.

lunes, 25 de enero de 2010

La estética como filosofía del arte


Es preciso concebir la estética como filosofía del arte a la que corresponde comprender el contenido de verdad de la obra, no como una disciplina autónoma dentro del cuadro general de la filosofía académica.
Ya no es posible la consideración de la Estética como una rama especializada del saber filosófico, cuya concepción del arte finalmente se diluye en una variada problemática interna, en la que cabe el ordenamiento de los géneros, las distintas categorías estéticas o las prolijas concepciones de lo bello, sin desvelar para nada el contenido concreto de las obras.
No deja de ser llamativo el permanente abracadabra de ciertos círculos filosóficos que invocan la apertura al sentido del mundo a través del arte, sin que, paradójicamente, sus escritos contengan desarrollos penetrantes ni reflexiones fiables sobre las grandes creaciones literarias, la pintura de vanguardia, la ópera después de Wagner o los orígenes del cine. Una mirada atenta descubre sorprendida que sólo abarcan un compendio autosuficiente de referencias filosóficas, algunas de las cuales son modas intelectuales, ajenas a la presencia de la verdad y con frecuencia inmersas en esas aguas oscuras y poco profundas a las que Goethe caracterizó genéricamente como “el espíritu de la pesantez”.
La primera propuesta de la estética como filosofía del arte debería ser el principio incuestionable de que la verdad no siempre se muestra en los cánones del saber filosófico y que, paradójicamente, hay más amor a la sabiduría en las grandes obras de arte que en ciertos tratados metafísicos, excesivamente venerados como revelaciones de un pretendido espíritu absoluto.
En realidad, la pretensión de una reflexión estética en la que es posible conceptualizar el arte sin entregarse a la obra, como ocurre con muchos autores de la historia del pensamiento, es actualmente una concepción inaceptable en sus premisas y estéril en sus conclusiones. La especulación filosófica que pretende identificar el arte con sus determinaciones más generales está condenada al fracaso, incluso en sus intentos más serios.
La estética es filosofía del arte, pero su función no es recaer una y otra vez en afirmaciones especulativas que terminan por describir círculos en un mundo celeste, sino investigar, hasta donde alcanza el entendimiento, en la plenitud de la obra.
Por lo demás, tampoco hay que dejarse ir al otro extremo y confundir la estética con la crítica de arte, también una reflexión iluminadora de la obra, pero desde supuestos ajenos a la tradición filosófica, incluso cuando se apodera exteriormente de ellos y los utiliza o escamotea. Ni tampoco de la Historia del arte que se centra en la evolución del arte según los distintos autores, estilos, corrientes o escuelas.
Lo que realmente hay detrás del enigma de la obra de arte y a lo cual apunta una estética genuina, no es la mera apariencia de lo bello, que se detiene en el sentido común, ni la esencia del misterio trascendente e insondable, sino la presencia iluminadora del concepto.
Con palabras de Víctor Hugo: Lo ideal no es más que el punto culminante de la lógica, así como la belleza no es más que el punto culminante de la verdad.

domingo, 24 de enero de 2010

Caravaggio, la muerte de la Virgen


Caravaggio, principal representante del naturalismo tenebrista, no practica un arte idealizado, ni siquiera cuando plasma motivos religiosos o mitológicos; incluso algunos retratos, como el de Maffeo Barberinik o el de Alof de Wignacourt, están representados con gesto informal, relajado y divertido, previo a la seriedad de la pose.
En ocasiones, las figuras del motivo central, de tamaño natural, a veces mayores, no ocultan los rasgos vulgares ni los defectos físicos o morales. Elige a sus personajes, de rostros curtidos, arrugados o deformes, entre los habitantes de los barrios bajos de la ciudad... Son frecuentes las alusiones prosaicas a personajes conocidos de la época o las referencias autobiográficas, ciertas o inventadas… De Caravaggio se criticaba que pintaba hasta la suciedad de los pies de sus santos. Un estilo pictórico calificado por el arte oficial de plebeyo.
El naturalismo de Caravaggio supone el perfeccionamiento de una idea latente en el realismo incipiente del Giotto y de Masaccio, una pintura acorde con la observación precisa de la realidad. No se trata de ennoblecer el lienzo, de sublimar la vida, ni de plasmar conceptos abstractos o filosóficos, sino de afrontar un conocimiento cabal de las gentes y las cosas, presentadas en sus relaciones exactas de espacio y luz. El naturalismo de Caravaggio le lleva, por otra parte, a romper con otra de las tesis del idealismo en pintura: la jerarquía de los temas. Sin abandonar las exigencias de la circunstancia histórica, se busca una pintura sin motivos excluyentes, sin sujeto preciso, abierta a la vida, liberada de ataduras dogmáticas, mitos atemporales o códigos éticos.
La muerte de la Virgen, pintura actualmente ubicada en el Museo del Louvre, fechada entre 1605-1606, es la última gran obra de Caravaggio en Roma, ciudad que según se dice tuvo que abandonar tras matar a un muchacho en una reyerta en el juego de pelota y ser perseguido por la justicia. La obra fue un fracaso y constituyó un nuevo escándalo en la agitada vida del pintor, lo que acrecentó más aun la leyenda del autor y del cuadro.
Fue encargado por los carmelitas descalzos para el altar de la segunda capilla en Santa María della Scala en Trastevere en 1605; colocada en el retablo en 1606 tuvo que ser descolgada en 1607 por considerarse poco digna del lugar que ocupaba y una ofensa para las ideas cristianas; tal y como afirma Baglioni, cronista y estudioso del arte de la época: porque había hecho a la Virgen hinchada y con las piernas descubiertas, fue sacada y la compró el Duque de Mantua y la puso en Mantua en su nobilísima galería. Sabemos también que tan pronto como fue rechazada, el embajador de la corte del duque de Mantua, que era nada menos que Rubens, la compró para su señor. El altar en la Scala fue ocupado por La dormición de la Virgen de Carlo Saraceni, imitador de Caravaggio y pintor menor.
La leyenda más conocida sobre el cuadro cuenta la ira y el repudio del clero de la Scalla tras conocer que Caravaggio habría tomado como modelo el cadáver de una mujer ahogada en el Tíber (una variante afirma que se trataba de una suicida, otra que se trataba de una prostituta), pecados terribles para servir de modelo a la representación de la Virgen.
Caravaggio pintó una mujer apagada, yerta sobre el lecho de muerte, con el cabello desordenado, el vientre hinchado (de ahí la hipótesis de la ahogada), los pies descubiertos sin pudor y la piel pálida, sin el aura sagrada. La escena representa un velatorio como tantos otros, con parientes, amigos y allegados, unos desolados, lloran amargamente (La Magdalena), otros, compungidos, lamentan la pérdida (los apóstoles), algunos, al fondo, respetuosos, simplemente hablan entre ellos (los discípulos)… El cuerpo se muestra de un modo completamente real, no en tránsito, como ocurre en la obra homónima de Brueghel, o bien situado en un entorno irreal y sublimado, como sucede con la interpretación que hace Andrea Mantenga del mismo episodio.
La composición posee una especial fuerza expresiva que surge de la presentación profana, de la muerte de la Virgen; traza una imaginaria cruz invertida cuyos brazos están sugeridos por el cuerpo yacente y la base por la diagonal que va desde la Magdalena hasta el fondo del cuadro. Todo ello dentro de las formas tradicionales de la pintura barroca: ausencia de fondos separados, consideración del cuadro como un solo espacio independiente, tenebrismo o iluminación de figuras contra la oscuridad, luz lateral exterior, paleta que acentúa los contrastes cromáticos, composición que introduce –no distancia- al espectador….

sábado, 23 de enero de 2010

Jacob van Ruisdael, Dos molinos de agua y una compuerta abierta


La auténtica pintura paisajista nunca es una mera reproducción fotográfica, de la naturaleza –incluso cuando esta sea la intención subjetiva del artista- sino que trasciende las meras apariencias de la representación y se abre a una interpretación más amplia.
Jacob van Ruisdael (1628-1682) es el máximo representante de la pintura paisajista del Barroco holandés. Pintor de paisajes fluviales, molinos abandonados, torrentes escandinavos, estanques y cascadas, también llevó a sus telas umbríos rincones de invierno y bosques espesos cubiertos de misterio. A partir
de 1660 centró su interés en delicadas marinas, vistas de ciudades y recuerdos de ruinas y camposantos. Esto último, desde una interpretación grandiosa y prerromántica de la naturaleza, con iluminaciones tormentosas y un intenso contenido evocador, que lo sitúan como precursor del paisajismo del siglo XIX. Su obra tuvo una gran aceptación entre sus contemporáneos e influyó en artistas del neoclasicismo o del romanticismo inglés como Gainsborough o el gran Constable.
La composición Dos molinos de agua y una compuerta abierta de 1653 propiedad del J. Paul Getty Museum de Los Ángeles, es una de las más refinadas muestras del arte del pintor. Un estrecho pero caudaloso cauce fluvial, bordeado por un pequeño muro de piedras, divide el cuadro en dos espacios con contenidos simétricos. En primer plano, en la margen izquierda del cauce en la dirección de la corriente, entre la vegetación de la orilla, se adivina la fachada lateral del primero de los molinos. Justo enfrente, en la margen derecha, aparece el segundo, con su sencilla pero atrayente arquitectura de paredes de estuco, deterioradas por el tiempo y las humedades, veteadas de oscuras vigas de madera.
Delante, encerradas, las dos ruedas batidas por la corriente y en el centro de la imagen casi se puede oír el fragor del salto de agua que cae por la esclusa abierta. El cielo ocupa un lugar privilegiado en la composición, creando sutiles efectos de luz mediante la distribución de claros y sombras por todos los rincones del cuadro (en la fachada, en el río, en los árboles). La luminosidad, exquisita, surgida de los filtrados atmosféricos de las nubes, es uno de los efectos más logrados. Se puede sentir en el ambiente el frescor del agua en esa hora única en que el calor de la tarde cede y comienza el tránsito lento hacia el ocaso. A espaldas del segundo molino se extiende un bosque frondoso cuyas lindes hay que imaginar, y, sentada en un lado del sendero que acaba en la casa, se vislumbra una pequeña figura humana, quizás algún encargado de las labores soportables del molino, sentado tranquilamente junto a su perro.

viernes, 22 de enero de 2010

Brueghel, El país de Jauja


El naturalismo de Brueghel se concentra, sobre todo, en las pinturas dedicadas a la representación de escenas de la vida cotidiana de los campesinos holandeses y los diferentes aspectos de la vida rural flamenca.
Del mismo modo que sus incomparables paisajes se basan en la visión directa de la naturaleza, los cuadros costumbristas se basan en su capacidad de observación de la vida social. El ámbito que le rodea aparece en todos sus aspectos: la alegría (comidas, fiestas, bailes, juegos), la desgracia (pobres, tullidos, vagabundos), las actividades cotidianas de las pequeñas aldeas (juegos, usos, celebraciones y fiestas). Se sabe, por ejemplo, que realizaba minuciosos bocetos de las bodas campesinas.
Siempre se le ha considerado como un seguidor del estilo, la iconografía y los símbolos del Bosco. No obstante, la concepción antropológica del Bosco, pesimista, misantrópica, espejo de una humanidad culpable e irredenta, hunde sus raíces en el purismo religioso y en la exacerbación de la teoría agustiniana de las dos ciudades, la de los justos y la de los impíos, constituyendo la mayor parte de su obra una reflexión original sobre ambas, especialmente la segunda.
Brueghel comparte la concepción del hombre del maestro, aunque no tiene un fundamento teológico sino naturalista. Para Brueghel el extravío de las formas auténticas de religiosidad no es la causa sino la consecuencia de una naturaleza humana caída. Se trata de una visión que profundiza en el difícil terreno de la constitución biológica del ser humano y las costumbres de ciertos grupos ancestrales, la raza de los campesinos.
Se produce en la pintura de Brueghel una inversión del antropocentrismo renacentista. Las figuras que el pintor plasma en el lienzo no son la medida de todas las cosas, sino seres raquíticos, conciencias que no comprenden nada, que ocultan con sus ferias un motivo arquitectónico, que vuelven la espalda a una iglesia o convierten una plaza porticada en un centro de venta, de juego o de disputa. Un mundo de bajas pasiones analizado hasta el más mínimo detalle anatómico o gestual, como la deformación física o la avidez glotona dispuesta a saciarse en las largas noches de los inviernos nórdicos. Personajes impuros, harapientos, de piernas torcidas o lisiados, con rostros de pupilas blancas, símbolos de la tragicomedia humana… Ni siquiera los niños son mejor tratados por Brueghel. Sus gestos inexpresivos, sus miradas vacías, sus juegos y besuqueos, sus rostros mofletudos, anuncian los estigmas infalibles de su aciago destino.
La concesión a la esperanza en Brueghel reside, sobre todo, en la intención pedagógica de su pintura, encarnada en ese desfile incesante de almas perdidas, formas monstruosas que encarnan el pecado, demonios y culpas, pesadillas de contornos animales que nos recuerdan, al estilo del Bosco, nuestras oscuras lacras morales.
Sus cuadros son descripciones, pero también complejos entramados narrativos que requieren de toda nuestra atención, paciencia y buen juicio para desentrañar sus ocultos mensajes; resultan tan densos que necesitamos horas de contemplación y reflexiones solitarias para descifrarlos en todos sus detalles.
También a esa intención admonitoria colabora el paisaje, una naturaleza imaginaria que se percibe a veces como la mezcla de lugares diferentes, reales o soñados; están pintados sobre un exuberante fondo vegetal, contrapunto de la figura humana, escenarios serenos, idealizados, incluso tratados con una cierta vena romántica, con el propósito de hacer aun más patente el triunfo desolador del mal en el mundo. Se trata de una naturaleza secularizada, sola y sin intercambios con lo espiritual, acaso impregnada de ciertos ecos paganos que la envuelven en un halo misterioso, desprovista, a la vez, de cualquier alusión a elementos antropológicos: tan sólo los copos de nieve suspendidos en el aire, los campos de trigo dorados por el sol, las profundas umbrías del bosque en el crepúsculo otoñal, los rincones poblados por figuras humanas impenetrables, abrumadas por la tristeza y el cansancio, ajenas a la vastedad de un mundo de proporciones infinitas. Estamos ante la fiesta de las luces suaves, de la serenidad sin tiempo, del paraíso perdido en el que irrumpe perturbador el desorden de los actos y los pensamientos prohibidos. Nunca antes de Brueghel se había presentado de un modo tan explícito y dramático la escisión entre la naturaleza, que encarna la verdad, y el hombre, que incapaz de humanizarla, de dotarla de un contenido espiritual, simboliza el dolor.
El país de la cucaña o El país de Jauja, pintura actualmente ubicada en la Alte Pinakothek de Munich, fechada y firmada por Brueghel en 1567, representa uno de los mitos más universales de la tradición popular flamenca: los confines maravillosos de Luilekkerland, el lugar de la abundancia. Se trata de una leyenda que procede de los arquetipos populares del Medioevo, nacida de la fantasía de una época en que el hambre cotidiana y las enfermedades mortales (muchas de ellas consecuencia de la mala alimentación) eran las obsesiones crónicas de familias y pueblos enteros. El mito de Luilekkerland surgió en una sociedad estamental profundamente oprimida e inculta, que sólo conocía los interminables trabajos en los campos embarrados y las insalubres aldeas; no es de extrañar que la fantasía popular pusiera su esperanza en la existencia de lugares imaginarios donde no había sufrimiento y donde los placeres carnales eran ilimitados. En esta época, las utopías colectivas basadas en las promesas de un mundo mejor presentan una enorme difusión y variedad: así, en España el lugar se denominó Cucaña, en Alemania Schlaraffenland (tierra o país de Jauja) o Venusberg (monte de Venus), el Paese della cuccagna en Italia, en Francia el Pays de Cocagne… Curiosamente, esta palabra quedó definitivamente incorporada al castellano: la cucaña es un palo largo, untado de grasa, al cual hay que trepar o andar en equilibrio para coger el premio, normalmente un manjar o un gallo colgado en la punta.
También está presente en el Paraíso de Eldorado, que creyera vislumbrar Álvaro Núñez Cabeza de Vaca en tierras de Nuevo México, y que dio lugar al fracasado proyecto político de Lope de Aguirre, o en la ínsula Barataria del Quijote... Actualmente, es obligado pensar, como variante renovada del mito, en la esperanza de los emigrantes que asocian su incierto destino a una nueva tierra de jauja, a la cual, en ocasiones, ni siquiera consiguen llegar o si lo hacen es para descubrir la cruda verdad.
En la pintura de Brueghel, se accede a Luilekkerland excavando un túnel en una montaña de pastel de maíz. Cuando el afortunado mortal consigue llegar a la tierra prometida, comienza la anhelada existencia del ocio y la glotonería. Al fondo, a la derecha del cuadro, podemos observar como el nuevo habitante es depositado suavemente por un árbol en el suelo. Lo primero que se ofrece a sus ojos es el espectáculo de un cactus formado por tortas de pan unidas, un cochinillo horneado que se pasea ante sus ojos con el cuchillo colgando del lomo dispuesto a ser trinchado y un pollo cebado que se posa solícito en la bandeja con mantel. Abajo, en el centro de la imagen, un huevo pasado por agua deambula apetitoso con el cubierto preparado, listo para la sal… Visiones que constituyen el símbolo de lo irracional, de las pasiones ciegas y terroríficas, ya que la forma más esencial del terror lo constituye la presencia de lo antinatural (como si la flor del ramillete nos susurrase al oído un secreto inconfesable).
La extraña vivienda, cuyo escudo heráldico bien pudiera ser un queso, parece hundida en el suelo por el peso generoso de las tartas, debajo de la cual dormita en apacible somnolencia, signo de la ignorancia, un hombre de armas. En el lindero del fondo se adivinan los setos formados por salchichas y en el grueso árbol del centro, a cuya sombra roncan los bienaventurados, cuelgan mesas bien dispuestas, aparejadas para el próximo servicio. ¿Qué decir de los personajes del cuadro? En torno al árbol de la buena mesa, revuelto entre sus armas un soldado duerme profundamente en atrevido escorzo; a su lado, un campesino, grueso como un tonel, yace de espaldas sobre su allegadora; por último, un clérigo tumbado sobre el sayal con las piernas abiertas y la Biblia cerrada, levanta la vista con expresión perdida… Al fin, los tres estados unidos por la indolencia, la saciedad, la pereza y la gula.

Don Giovanni, obertura




Kierkegaard considera al “Don Juan” de Mozart como la más alta realización de la obra de arte clásica. En ella, la figura perenne del insaciable conquistador ilumina con luz propia al resto de los personajes, eternamente unidos a esa idea, tan vieja como la humanidad, de un amor que no puede ser saciado en ningún manantial: È tuto amore! Chia una sola è fedele, verso l’altre è crudele; io che in me sento si esteso sentimento, vo’ bene a tutte quante; le donne poiché calcolar non sanno, il mio buon natural chiamano inganno. Ópera perfecta del genio musical, en la que nada falta y nada sobra, de tal manera que la ausencia de una sola nota supondría la caída del edificio entero.
Dice el filósofo de Copenhague: En este sentido la siempre admirada obertura del Don Juan es una obra maestra totalmente perfecta y jamás lo dejará de ser. Para demostrar el clasicismo de esta ópera no haría falta ninguna otra prueba sino solamente destacar esa cosa única y a la par inimaginable de que su obertura contenga lo central de un modo tan puro que no se le haya quedado prendido nada de lo que es periférico. Esta obertura no es ninguna mezcolanza de temas, ni tampoco es un laberinto formado por diversas asociaciones de ideas. Es una obertura concisa, definida, vigorosamente construida y, sobre todo, impregnada de la sustancia íntegra de la ópera.


El erotismo encuentra su definición exacta en la leyenda del aguerrido español y su expresión formal en la ópera. Según Kierkegaard, la idea donjuanesca del puro erotismo es esencialmente musical. Ni el lenguaje narrativo, ni siquiera la poesía, son capaces de abordar los tonos ambivalentes, los sutiles matices o los delicados estremecimientos del amor erótico. Otros géneros, como la sinfonía o la música de cámara, han reflejado esa idea, aunque no de forma perfecta, sino sólo en sus sensuales contornos. De ahí la impecable unidad operística entre el libreto (el excelso libreto de Lorenzo Da Ponte) y la música de Amadeus, que ciertamente “no es de este mundo”.
Con Don Giovanni ocurre al revés que con otras obras de arte clásicas. Por ejemplo, la idea de la eterna juventud, encarnada en el mito de Fausto: su sustancia no es medularmente musical, sino poética y narrativa, de ahí que ninguna de las versiones operísticas o cinematográficas, ni siquiera las más conocidas de Gounod o Murnau, estén a la altura de la obra de Goethe.


Nikolaus Harnoncourt dirige la célebre obertura a la Zurich Opera House Orchestra

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W.A. Mozart, Don Giovanni
Cesar Siepi, Deszö Grümmer, Anton Dermota, Lisa della casa, Otto Edelmann, Erna Berger, Walter Berry
Chor der Wiener Staatsoper
Wiener Philharmoniker
Wilhelm Furtwängler
Deutsche Grammophon, 2001
DVD video

miércoles, 20 de enero de 2010

Viridiana


Es conocida la anécdota que ha relatado a menudo el veterano director de cine Carlos Saura. En ella se rememora como otro conocido realizador español, Juan Antonio Bardem, apareció de pronto en la reunión, furibundo, agitando el guión de Viridiana en sus manos y arrojándolo con fuerza a la mesa en torno a la cual estaban congregados en informal compañía algunos colegas y amigos del séptimo arte.
Mira lo que ha escrito el anarquista de Buñuel –clamó Bardem- a lo que han podido llegar sus ideas surrealistas...
Es evidente que Buñuel, ni por idiosincrasia personal ni por el contenido de su obra puede, en modo alguno, ser considerado bajo la etiqueta arrojadiza de anarquista. Tampoco puede inscribirse una película como Viridiana dentro del círculo mágico de las construcciones surrealistas, a no ser que se entienda por surrealismo cualquier concepción estética que se aparte decididamente del arte oficial... Pero de esta contraposición entre arte oficial y creación libre, a la vez comprometida y fructífera, entendía mucho Saura, pues gran parte de su producción se había fraguado dentro de estas coordenadas...
La obra tiene dos partes, claramente separadas por el punto de inflexión que constituye el imprevisto suicidio del tío de Viridiana. Aunque un rígido empirismo recorre la presentación y el desarrollo psicológico de los personajes, la desnuda descripción de la realidad alcanza su mayor perfección en la exposición del mundo de los desheredados, del inefable grupo de mendigos y pícaros de la segunda parte del film. Desde su presencia en la mansión que les acoge, se suceden diversos intentos de modificar su conducta habitual: primero están interesados por salvar las apariencias del decoro en su nueva residencia (la anterior era simplemente la calle, la aventura diaria por sobrevivir, la anomia y la marginación); después, forzados por una convivencia que está fundado en normas, horarios y valores religiosos, tratan en vano de sacar lo mejor de sí mismos, la pars sana desconocida, que los acerque al ideal religioso de su protectora; por último, sucumben al mecanismo inexorable de sus bajos instintos, a su terrible educación sentimental y a toda la maldad que la infelicidad enseña y transmite.
Los tres momentos de la evolución social de los mendigos en la mansión -la máscara, la búsqueda y la caída- obedecen a una fenomenología de la conducta rígidamente determinista. Desde el momento mismo en que aparecen con pasos vacilantes en los alrededores de la finca, empujados por el hambre y la enfermedad, simplemente ocurre lo que tiene que ocurrir. No hay, por tanto, un planteamiento moral en el centro de Viridiana, aunque sí un trasfondo de carácter religioso, ya que, en el fondo, asistimos horrorizados a una mera sucesión de catástrofes naturales.
El sobrepeso de las valoraciones morales lo desplaza Buñuel al personaje del tío de Viridiana, en una de las más memorables interpretaciones de Fernando Rey. En este caso, el efecto dramático es contrario, y consiste en la dirección que toma el film hacia un denso universo de valores morales. Este planteamiento proviene de la espesa ambivalencia y las contradicciones insalvables de la figura del tío. Por un lado, su entramado afectivo, convencional, lleno de buenos deseos, necesidades sentimentales y generosas ofertas. Por otro, el turbio mundo de las impenetrables soledades, los recuerdos corrompidos, el desamor, las desviaciones sexuales y finalmente el suicidio.
Se ha dicho, en ocasiones que no hay un pronunciamiento negativo de Buñuel en torno a la religión, de lo cual, al menos en este caso, discrepo abiertamente. Toda la película es una parábola de la inconsistencia del universo cristiano. Asistimos a una mordaz crítica y a una radical inversión de los principios religiosos relativos a la vida, la familia, el prójimo y la vida social… todo ello celebrado por la broma simbólica del retrato final de la orgía, remedo de La Sagrada familia de Leonardo. La doble secuencia de la paloma, bandera de tantos ideales, símbolo del espíritu, atrapada por el famélico mendigo y convertida en un amasijo de plumas flotando en el aire, significa el triunfo del más primitivo principio de placer y de los instintos más elementales… Esta es la auténtica naturaleza humana.
Asimismo el personaje femenino de Viridiana, interpretado por Silvia Pinal siempre de la mano maestra de Buñuel, se construye sobre esta idea. En este caso, el despliegue consiste en la pérdida escalonada, en ocasiones imperceptible, de las múltiples capas de su aura religiosa, desde su inminente profesión de fe mediante los votos, su caritativa salida del convento para visitar a su tío, su severa adaptación a las diversos usos de la vida civil, la verdad traumática de las oscuras intenciones de su tío, la presencia perturbadora de su primo y su compañera sentimental, las consecuencias últimas de sus relaciones con el grupo de indigentes y pícaros, y, por último, en la secuencia final de la película, la evolución inexorable del amor sacro en sensual amor profano.
El hijo ilegítimo del tío de Viridiana, Francisco Rabal, representa la antítesis del cristianismo católico entendido como antinaturaleza, incluso como negación de la idea de progreso material y moral. Por un lado, su salud vital, su concepción serena, no sublimada ni crepuscular del amor, la aceptación sin dramaturgia del carácter fugaz de las pasiones o la alegría sin culpa de una renovada pasión amorosa. Son también patentes sus ideas laicas de transformación, de mejora de la hacienda, de la puesta en marcha de las fuerzas productivas, del aprovechamiento de los beneficios materiales del suelo, del aprecio por los bienes terrenales…

Rafael, La Escuela de Atenas


El cuadro de Rafael, La Escuela de Atenas (1510) recrea la idea del templo de la filosofía, evocada por Marsilio Ficino. Los dos personajes centrales son Platón, que sostiene el Timeo y levanta el dedo indicando el cielo y Aristóteles, con el volumen de la Ética, que tiende la palma de la mano a la tierra. En los gestos de ambos filósofos está simbolizada la idea central de su pensamiento. De los demás personajes, Sócrates, a la izquierda de las figuras centrales, conversa con un grupo de jóvenes entre los que están Alejandro, Alcibíades y Jenofonte. En el extremo izquierdo, Zenón aparece junto a un niño que sostiene un libro que lee Epicuro, coronado de pámpanos. Pitágoras, sentado más abajo, en primer plano, anota mientras Telange le sostiene una tablilla. Detrás, se ve a Averroes, con turbante blanco. Heráclito apoya el codo en un bloque de mármol y Diógenes está echado sobre la escalinata. El hombre en pié junto a Heráclito, que se vuelve señalando unos escritos, ha sido identificado como Parménides. A la derecha, en primer plano, Euclides se inclina entre sus discípulos para medir con un compás una figura geométrica; tras él Zoroastro, de frente, y Ptolomeo coronado como los reyes egipcios, sostienen respectivamente una esfera celeste y un globo terráqueo...

Goya, Caprichos


La serie de los Caprichos consta de 80 grabados realizados por el artista entre 1793 y 1796. Fueron ejecutados empleando aguafuerte y aguatinta. Sus imágenes son una crítica mordaz de todos los sectores de la sociedad: la educación, la religión, la nobleza, la prostitución, entre otros. Asimismo, el título del grabado, "el sueño de la razón produce monstruos", es en sí mismo peligroso ya que en esa época de la historia de España se equiparan razón e ilustración e ilustración con Francia, el país que ha asesinado a sus aristócratas y reyes…
Finalmente intervino la Inquisición. Para eludir las comprometidas imputaciones del Santo Oficio, Goya regaló las planchas y los ejemplares sin vender a Carlos IV a cambio de una pensión para su hijo Javier. El grabado iba a presidir en un principio la serie, relegándose al número 43 en la edición definitiva.
Es compleja y variada la interpretación de este famoso grabado. El pintor cae rendido sobre su mesa de trabajo rodeado de una serie de animales, sus propios monstruos y fantasmas. La interpretación más próxima de la obra alude a la situación mental del autor y a sus visiones tristes y atormentadas; por continuidad, se puede extender el sentido del grabado a la propia psicología melancólica del artista; un paso más allá, en la misma línea, nos lleva a una reflexión estética sobre la imposibilidad de realizar y comprender la obra de arte desde supuestos puramente racionales. Sin duda, van demasiado lejos los que ven en la obra un claro precedente del inconsciente individual o colectivo; todavía parecen menos acertados las que anuncian al grabado como una puerta abierta al surrealismo.

Dalí, La persistencia de la memoria


Como en muchos de sus cuadros, el fondo de La persistencia de la memoria (1931) es la Bahía de Port LLigat. El retrato del pintor, en primer plano, se interpreta como un caracol que se arrastra por la arena con un reloj por caparazón, arquetipo de la vida como un viaje lleno de afanes y trances.
El resto de los relojes son blandos y moldeables; uno cuelga de la rama de un árbol sin hojas y otro del borde de un muro. El cuarto reloj, el único que conserva su consistencia normal, está cubierto de hormigas que parecen devorarlo, un signo amenazador de decadencia (como el árbol desnudo) y la presencia de la muerte. El verdadero protagonista del cuadro es la fugacidad del tiempo. La materia de que están hechos los relojes, el oro y la plata, simbolizan el valor inapreciable de la danza de las horas.
Otra posible interpretación insiste en la divergencia abismal entre el tiempo psicológico de la memoria y el tiempo físico de los relojes.
Por fin, una tercera presenta al cuadro como el triunfo del arte sobre el tiempo, que aparece en la pintura paralizado y vencido.
El autor, en su obra La vida secreta de Salvador Dalí, al referirse al cuadro no admite ninguna interpretación simbólica ni metafísica e insiste en la idea de que ni él mismo lo entendía; como mucho asocia los motivos pictóricos con la textura cremosa del queso Camembert que cenó la noche en que se puso a pintarlo.

Adriaen van Ostade, El maestro de escuela


El maestro de escuela es un lienzo pintado por Adriaen van Ostade en 1662. La mayor parte de su obra está dedicada al género de costumbres y recuerda la iconografía de Brueghel. Todos los rincones de los entornos rurales están representados en sus cuadros: exteriores de hacendosas cabañas, sofocantes interiores de hogares-establo (de evidentes reminiscencias cristianas), ruidosas tabernas, vinosas celebraciones campesinas, gentes que fuman y beben en las largas tardes de invierno, madres empeñadas en la crianza del último retoño, músicos ambulantes, buhoneros y gentes pintorescas, puestos del mercado al aire libre, talleres artesanales iluminados por el fuego y también la inevitable escuela del pueblo.
El maestro de escuela en su mesa atiende a tres niños. El más próximo a la derecha (con los estigmas de la tosquedad) oculta un gato debajo de la mesa. En el centro una niña (retrato en miniatura de su madre) sostiene un sombrero en la mano, mientras a su lado, otro, más normal, quizás por razones de clase, lee atentamente un hoja de papel.
A los pies del maestro una niña pequeña está interesada en las juegos y labores de los mayores, a los que parece acercarse, mientras estos la miran con aprensión. En la parte alta de la habitación un alumno ha conseguido acceder a un cuarto anexo al “aula” y juega con un cesto, de espaldas al maestro. Otro se escapa por la ventana del fondo, huyendo presuroso del tedio escolar. El resto son escenas propias del aprendizaje cotidiano.

El Bosco, La piedra de la locura


La creencia de que la demencia pudiera extraerse de la cabeza mediante una intervención quirúrgica ya era considerada en 1500 como una práctica de charlatanes. En el cuadro de El Bosco titulado La piedra de la locura aparece un falso médico cubierto irónicamente por el embudo de la sabiduría. La flor extraída del cráneo representa el dinero obtenido con ardides de los necios, lo mismo que la bolsa atravesada por el puñal. La monja, que lleva sobre la cabeza un tratado de medicina, parece meditar sobre las consecuencias de la credulidad humana (sin considerar como ejemplo su propia condición); por su parte, el fraile, con un cántaro de vino en la mano, parece dirigir palabras de consuelo al sufrido paciente; simboliza la vaciedad de las palabras y los vicios del clero.

Joseph Wright, Experimento con un pájaro en una máquina neumática


Experimento con un pájaro en una máquina neumática, de Joseph Wright (1734-1797), autor de cuadros de tema científico, es una de las creaciones más sugerentes de la pintura Rococó. La tela pertenece a la National Gallery of London desde 1863 y ha sido considerada como una de las creaciones más sugestivas de la pintura Rococó y una obra maestra del arte británico.
En los comienzos de la Revolución Industrial, durante la segunda mitad del siglo XVIII, Wright fue amigo de investigadores y fabricantes de nuevos aparatos y quedó fascinado por el impacto de la técnica en la vida humana. Perteneció a la Sociedad Lunar, un club selecto dedicado a la discusión y divulgación científica. En esta época ilustrada, la ciencia se convierte en el logro más alto de la razón: las matemáticas, la experimentación, el método, los descubrimientos. Es el momento de las sociedades científicas, como la Royal Society, de la que fue presidente el propio Newton. La ciencia se considera incluso una afición de la burguesía culta que puede practicarse en los hogares. 
En el lienzo, se aprovecha la fuente luminosa que surge del centro de la composición para crear efectos dramáticos y narrativos. El experimento que lleva a cabo el personaje de larga cabellera se convierte en una estimulante escena de teatro.
El erudito demuestra un principio físico. Con una bomba ha hecho el vacío en la burbuja de cristal en la que una paloma blanca parece respirar por última vez; de ser un símbolo ético o poético pasa a ser un hecho positivo. La niña pequeña mira angustiada, como si estuviera asistiendo a la ejecución de un reo en la plaza pública o al martirio de un santo. Su hermana se tapa la cara transida de aflicción mientras es consolada e instruida por su padre (amigo de los sabios) en los pormenores del experimento desde la fría objetividad. A la derecha, otro investigador, que sin duda ha presenciado en repetidas ocasiones el asunto, mira reflexivo a un recipiente en el que están depositadas en formol unas vísceras. Parece tener en la mente una idea casi teológica: Somos como la paloma, un organismo vivo destinado a morir solo, sin dignidad.
El ayudante, un chico que conoce la situación, sensible al caso, comprende las emociones de las hermanas y cierra la jaula en la que estaba prisionera la paloma. Acaso por el trabajo, por su madurez precipitada, su rostro no parece el de un muchacho.
Dos invitados, a la izquierda, observan curiosos los hechos y más arriba, en el mismo plano, ajenos a las explicaciones, una joven escucha con interés las evidentes insinuaciones de un galán ocasional.
El lenguaje formal del cuadro es de carácter sacro, aunque se aplica a un tema profano, por lo que el experimento científico se eleva así a un acto pararreligioso.

Durero, autorretrato


El autorretrato con pelliza de Alberto Durero, realizado en 1500, es un genuino exponente del individualismo existencial del Renacimiento.
El individualismo es, ante todo, un sentimiento de satisfacción y orgullo fundado en la grandeza de la condición humana, contrapuesto a la condición miserable del género humano propia de la visión religiosa medieval. El humanismo renacentista defiende la confianza en la capacidad del hombre para realizar plenamente su destino. La vida terrenal adquiere un valor decisivo como un fin en sí mismo que justifica el esfuerzo por hacer de ella una obra de arte. Nietzsche, gran admirador de Durero, trasladará esta idea a su concepto de voluntad de poder, entendido como afán individual de superación frente a los instintos gregarios.
En el cuadro, los ojos representan el poder de la observación, tanto en el arte como en la ciencia. La mano de Durero es un símbolo de las habilidades manuales, de la perfección artística que incorpora el cuadro y del poder transformador de la técnica. Sin olvidar la nobleza exterior (frente alta, ojos serenos, cabello embellecido) y la fuerza interior del retratado. De esta última dan noticia las propias palabras del autor: Un buen pintor está siempre lleno de figura. Si fuera posible que viviera eternamente, siempre podría crear algo nuevo. La similitud del rostro de Durero con el de Cristo (señalado por algunos intérpretes) también hay que entenderla en clave renacentista: el hombre es un dios vivo que pisa sobre la Tierra.

Precisiones metafísicas


Corren malos tiempos para la metafísica, denostada profusamente por profanos, que la consideran un residuo arcaico del pasado más oscuro, y entendidos, que la condenan, en un costoso alarde de tolerancia, al limbo de los lenguajes desechables.
Sólo algunos sectores minoritarios (¿sectas, acaso?) de la academia más espesa defienden hoy el lugar tradicional de la metafísica en el conjunto del saber y la consideran todavía ciencia primera (tronco del árbol de la ciencia) y fundamental (sus primeros principios sirven de justificación a las demás ramas). Para estos filósofos impenitentes, la metafísica es una especie de arqueología del saber (o sabiduría de la sabiduría) que indaga de modo holístico o integrador las razones por las que sabemos (o no sabemos) lo que decimos conocer.
Sin embargo la metafísica, pese a sus ecos transmundanos, no se deja expulsar dócilmente del paraíso terrenal. Así, los conceptos más próximos y necesarios para orientar la acción e indagar el sentido de la vida están impregnados de profundas nostalgias metafísicas.
Vamos a referirnos a algunos de estos conceptos orientadores, entre otros (sin ningún orden sistemático) a los siguientes: conciencia moral, voluntad, libertad, valores, persona, ley moral y moral. Primeros los analizamos en su versión metafísica y después los traducimos a un (aproximado) significado no metafísico o empírico; finalmente presentamos la definición que en cada caso propone al Real Academia Española de la Lengua.
En todo caso, la intención de esta reflexión puntual es subrayar la función (sea manifiesta o latente) de la metafísica en el lenguaje cotidiano, así como su presencia permanente en las creencias, usos, ideologías y concepciones que todos tenemos y practicamos.
Adviértase, por último, que tales conceptos son interdependientes y se realimentan entre sí para formar un sistema nominal de significados.

- Conciencia moral. Es la facultad específica de la moralidad que nos permite distinguir subjetivamente el bien del mal.
No es posible hablar en sentido empírico de la conciencia moral, la cual es un concepto especulativo que puede ser disuelto y explicado mediante el lenguaje teórico de la Psicología científica (personalidad, aprendizaje, motivación, afectos) y la Sociología empírica (cultura, moral social, proceso de socialización).
RAE: Conocimiento interior del bien y del mal.

- Voluntad. Es la facultad que nos permite elegir y decidir libremente sobre los fines de la acción que la razón previamente ha analizado.
Como asegura sin vacilar la Psicología científica, la voluntad no es un concepto empírico, por lo que no hay teorías de carácter experimental que traten de la voluntad. Podemos hablar, en sentido empírico, del llamados "proceso cognitivo de la toma de decisiones" o de los motivos que intervienen en la conducta humana, pero el concepto de voluntad, de amplia tradición en la Historia de la Filosofía, es un concepto puramente especulativo.
RAE: Facultad de decidir y ordenar la propia conducta.

- Libertad. Es un concepto metafísico basado en la idea de es imposible aceptar la dimensión moral del hombre y afirmar, a la vez, que no somos libres. Además tenemos una evidencia directa de que somos libres de actuar.
No obstante, las pruebas de la libertad alegadas, la prueba de la libertad a partir de la existencia de la moralidad y la evidencia inmediata de la mente de que somos libres, son ambas criticables.
Por lo que respecta a la primera prueba, hay que decir que de la existencia y aceptación de la especificidad de la moralidad humana (idea metafísica) no se sigue necesariamente el concepto metafísico de libertad (más de lo mismo). En términos empíricos, ¡por fin!, la libertad no es otra cosa que la imposibilidad de controlar las innumerables variables que intervienen en el más complejo de los hechos del mundo: la conducta humana.
La segunda prueba, confunde simplemente la verdad objetiva o científica, verificada tras superar los más exigentes controles de calidad epistemológica, con la certeza psicológica o intuición (de la cual "los infiernos están llenos").
RAE: Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos.

- Valores. Un valor es una cualidad que hace que algo valga (del latín valeo). Posee una propiedad que la hace estimable o apreciable en virtud de la cual lo preferimos. Hay múltiples valores prácticos u orientativos de la acción: morales, religiosos, políticos, estéticos, económicos, educativos o vitales. Según la ética, los valores morales son bipolares (tienen dos polos, el positivo o valor y el negativo o contravalor), bivalentes (en parte proceden de la estimación personal, pero tienen también un fundamento exterior y ajeno al sujeto que los hace valiosos en sí mismos) y jerarquizado (hay valores que valen más que otros, de tal manera que en un conflicto de valores el más valioso predomina sobre el menos valioso). El problema es que el término “valor” es un constructo inobservable y puramente deductivo; nadie ha visto ni se ha encontrado nunca un valor al entrar al ascensor. En todo caso, podemos aligerarlo de contenido metafísico si lo sustituimos por otros términos de carácter empírico, como elección individual, motivo más fuerte, expectativas sociales o normas culturales dominantes…
RAE: Cualidad que poseen algunas realidades, consideradas bienes, por lo cual son estimables. Los valores tienen polaridad en cuanto son positivos o negativos, y jerarquía en cuanto son superiores o inferiores.

- Persona. Se trata de otro constructo metafísico de amplio alcance. Se entiende por persona al ser humano en cuanto, por oposición a los animales y a los objetos, es depositario exclusivo de valores morales y derechos jurídicos. Por tanto, el hombre tiene distintas dimensiones constitutivas, por ejemplo, la biológica, que comparte con el resto de las especies, y de modo inherente y único la dimensión personal. No se trata, por tanto, de un concepto redundante o sobreañadido al de hombre, sino complementario.
Se pueden considerar términos empíricos sustitutivos del concepto especulativo de persona los de sujeto psicológico, personalidad, sujeto jurídico o ciudadano. Algunas escuelas filosóficas pretenden que el término “persona” es equivalente al de “hombre”, en el que debe, sin más cavilaciones, ser resuelto o disuelto. Esto no significa, obviamente, que los hombres puedan no ser personas, sino que es posible un concepto de hombre al margen del concepto de persona.
RAE: Individuo de la especie humana.

- Ley moral. Su idea principal es que la razón humana es capaz de descubrir un orden jerárquico de valores válidos, universales y permanentes. Hay básicamente dos formas de naturalismo ético: el teológico, caso del tomismo y de la ética católica, para el que los valores proceden de Dios, y el antropológico, para el que los valores proceden de un análisis pormenorizado de la naturaleza humana. Ambas formas pretenden desarrollar un ética universalista más o menos abierta, según el margen de interpretación que sus respectivos códigos permiten.
La crítica al concepto metafísico de ley moral se centra en la eliminación o desconocimiento de una de las características esenciales de los valores morales (otro concepto especulativo): su radical historicidad o carácter histórico. Los valores morales -si es que son algo- no son universales y permanentes, sino particulares y cambiantes en función de las circunstancias históricas concretas.
RAE: Dictamen de la recta razón que prescribe lo que se ha de hacer o lo que debe omitirse.

- Moral. Distinguimos, para los menos expertos en temas filosóficos, entre ética y moral. La Ética, en sentido técnico y no coloquial, es una disciplina filosófica que se ocupa de la reflexión sobre la dimensión moral del hombre o ámbito de la acción moral, también llamada moralidad. Esto supone que atribuimos al ser humano entre sus variadas dimensiones constitutivas, psicológica, lógica, biológica, social y cultural, histórica, etc., una específica dimensión moral. Tal dimensión, no obstante, es decididamente nominalista (consiste en la asignación de un nombre a ciertos hechos observables de conducta) puesto que hemos acordado culturalmente denominar “moral” al ámbito de las apreciaciones y decisiones sobre lo que está bien o mal, sin que el término tenga un fundamento empírico corroborado. Se trata, por tanto, de un concepto especulativo o metafísico.
La moralidad humana como ámbito puede ser reducida, en términos empíricos, a psicología (desarrollo de pautas de maduración, aprendizaje individual, motivaciones, sentimientos de aprobación o desaprobación, temperamento, carácter), sociología (normas culturales, mores o moral social, objetivos y expectativas colectivas, pautas de subcultura o incluso modas dominantes) y biología (patrones intraespecíficos de conducta en las especies superiores).
Esta crítica no apunta tanto a que es aceptable la especificidad de la moralidad humana pero no su fundamentación metafísica (es posible una ética sin metafísica), sino a que, desde un punto de vista empírico, no es posible ni valido el concepto mismo de moralidad. Dicho con otras palabras, la moral se puede reducir a psicología, sociología y biología.

RAE: Perteneciente o relativo a las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia.