viernes, 26 de diciembre de 2014

Oratorio de Navidad


Cuenca nevada por Navidad. En mi casa paterna éramos más de belén que de árbol, al revés que mis hijos. Recuerdo a mis doce años el rito de volver a ponerlo. El mismo día que nos daban las vacaciones salía a buscar musgo a la Cueva de la zarza con mis amigos y el abuelo Félix, cachaba de roble, bolsa de bocatas y bota de hidromiel casera. Nosotros bebíamos agua fresca de la fuente. Cada uno llevaba una cesta de mimbre y navaja para sacar enteras las tortas de musgo. Lo buscábamos sobre las rocas calizas y las piedras. Volvíamos al caer la tarde cargados de verde y cepellones, con los pies tiesos y las manos congeladas. Al día siguiente, de buena mañana, los hermanos bajábamos a la leñera a por el tablero y las borriquetas. Lo cubríamos con hule blanco ajustado con cinta adhesiva y unas sábanas servían de faldones para completar el decorado. Después subíamos las cajas de cartón por orden numérico y las desembalábamos.

Primero colocábamos las montañas de corcho alrededor del paisaje musgoso; después el arroyo simulado con espejos: dos puentes, un molino con compuerta, pescadores de caña e hilo de coser, peces en el río,  lavanderas con pila, patos blancos. En lo alto, el castillo del rey judío Herodes protegido por centinelas romanos (no vendían los suyos), acechante, sombrío, alejado del portal. Abajo las casas, altas y bajas como en cualquier aldea; en las callejas, hechas de arena fina, los locales de los oficios, algunos anacrónicos: herrero, panadero, sastre, boticario. En las afueras, una escena campestre con huerto y tierra de labor: aldeana recogiendo tomates y labrador con arado y tiro. Al fondo, el establo del misterio, el buey y la mula recostados a cada lado del pesebre; fuera, acudían a la cita los pastores y sus rebaños de ovejas lanudas (lo más logrado de la artesanía navideña). En fila, por un sendero de montaña, asomaban los reyes magos con su séquito de pajes y camellos tras la estrella de Belén. Paisaje nevado con polvos de talco. 

En realidad todos los nacimientos son iguales, un arquetipo cultural que varía en la cantidad y calidad de la factura (en el doble sentido del término). El mío, según crecía con las figuras compradas en la Plaza Mayor madrileña se hacía más variopinto, multicultural, a pesar de que intentábamos que las piezas nuevas se pareciesen a las rotas o perdidas. Llevábamos muestras a los tenderos de la Plaza pero cada año cambiaban: Esa ya no se hace, pero tengo esta otra… Al final, con veinte años, cada rey mago era de una hornada distinta. El remate era la iluminación. Metros de cable verde muy fino comprados en Chamón, ocultos entre la vegetación real o postiza, con bombillas parpadeantes que iluminaban los rincones. Debajo de las sábanas colocaba el tocadiscos de maleta para poner villancicos conquenses, como el de Federico Muelas que comienza:

Por la Puerta de San Juan,  
que abierta le esperó siempre,
abierta de par en par.
Desde estas ventanas altas
En volandas de cristal.
Desde estos chopos desnudos
que ven las aguas pasar.

La première era en Nochebuena. Vecinos y amigos venían a admirar el conjunto y tomarse una copita de mistela con alajú. Comenzaba con luces, música de iglesia y una grabación magnetofónica que me llevaba la tarde:  

Había en la misma comarca unos pastores que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y su gloria los envolvía con su luz; y se llenaron de temor. El Ángel les dijo: “No temáis pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. 

En Navidad el belén permanecía intacto, pero el veintiséis comenzaban los inventos. Mi hermana jugaba a las cocinitas, mi hermano montaba una pachanga de pastores y villanos con canica de cristal, yo perpetraba una guerra justa. El objetivo era rendir el castillo de Herodes y salvar a los santos inocentes, o sea, impedir que fueran santos. Al terminar, extrañas criaturas poblaban la comarca: superman, un soldadito de plomo, un fusilero del fuerte, Flash Gordon o un extraterrestre y su nave espacial averiada en el río. Después, los regalos de Reyes desplazaban al belén. Lo desmontábamos y vuelta a empezar, a celebrar la historia de un dios que muere y renace. El eterno retorno, símbolo de la Navidad.

Me ha quedado la afición a los nacimientos. Todas las navidades visito alguno: hace dos años fui al Hospital de San Rafael, el más antiguo de la Comunidad de Madrid, con más de 35 metros cuadrados de superficie. El año pasado volví al del Palacio Real, propiedad de Patrimonio Nacional, de gran valor histórico, iniciado por Carlos IV en el siglo XVIII cuando era príncipe de Asturias, con bellísimas figuras genovesas, napolitanas y españolas (mi preferido). Este año he ido al belén de la Casa de Correos en la Puerta del Sol; copio de su web: el montaje rinde tributo al Greco para conmemorar el cuarto centenario de su muerte en Toledo. El belén, con más de 150 metros cuadrados, recrea el ambiente de esta ciudad en el siglo XVI y cuenta con 700 piezas artesanales y numerosos detalles como la herrería con una armadura toledana, el Puente de Alcántara cruzado por los Reyes Magos, el paisaje de molinos o la Catedral que preside el conjunto desde las alturas.

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