Analizar la gramática del lenguaje político supone
retornar y retomar las ideas realistas en torno al tema de Maquiavelo
(1469-1527), el pensador renacentista que las fijó para siempre.
En primer lugar, si queremos
entender el problema propuesto, debemos centrarnos empíricamente en lo que la
política es, no en lo que debiera o pudiera ser. La primera consecuencia de
este planteamiento es la autonomía del lenguaje político, es decir, su independencia
o desvinculación de otros lenguajes de rango superior.
El lenguaje de
la política, por tanto, no está subordinado a la religión, como pensaban los
teólogos medievales como Agustín de Hipona o Tomás de Aquino, y piensan ahora
los teóricos del fundamentalismo, sean islamistas, budistas o cristianos.
Tampoco está subordinado a la
ética, como afirmaba en la antigüedad Aristóteles y en nuestros días los
honestos pero ingenuos defensores del universalismo cultural, para quienes el
ordenamiento jurídico que vertebra la sociedad civil debe recoger, proteger y
fomentar los derechos humanos que formula la comunidad internacional. No
acaban de reconocer que tales derechos, condenados a superestructura
del liberalismo económico, son el aceite lubricante, el bálsamo del capitalismo
industrial y financiero
Tampoco el lenguaje político está
vinculado a la antropología, como sugería Platón, al defender que el Estado
ideal debe construirse a partir de la división del alma humana en sus partes
constituyentes (racional, emocional e instintiva); y ahora defienden los
partidarios del naturalismo jurídico, quienes mantienen que del análisis
racional de la naturaleza humana se siguen unos principios y normas universales
(derecho natural) que fundamentan el entramado legal de la sociedad
política (derecho positivo). Otra ideología metafísica al servicio de la
propiedad privada y los mercados.
Tampoco el lenguaje político está
supeditado a la utopía, género costumbrista cultivado con profusión durante el
Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon) y actualmente plasmado en ciertos
proyectos tecnocráticos inquietantes a pesar de ser ciencia ficción, o en
los programas de las “izquierdas evanescentes” que especulan con quimeras en la
vieja Europa mientras la derecha gobierna.
Tampoco está
sometido a las reflexiones de la razón práctica. Por muchos argumentos que
aportemos a favor de una determinado tesis política, al final, como dictaminó
acertadamente el emotivismo de Hume, quien acepta la idea y decide la
orientación -es decir vota- son los sentimientos; de ahí que el electorado de
un país sea sorprendentemente fiel a sus afectos. A nadie se le escapa que no
votamos con la cabeza y que las consideraciones que influyen en nuestras
aprobaciones o desaprobaciones políticas son cualquier cosa menos racionales.
El lenguaje de la política ni
siquiera está sujeto a los dictados de la lógica: es perfectamente válido para
un partido político defender unas ideas mientras está en el poder y justamente
las contrarias cuando está en la oposición (con los mismos nombres y
apellidos).
Esto no
significa que la política real, la única que merece tal nombre, deba ser
contraria a los dogmas religiosos, a las normas éticas, a los pilares de la
condición humana, a las aspiraciones irrenunciables de la vida social, al uso
práctico de la razón o a las normas inmutables de la lógica. En absoluto, lo
que debe hacer es utilizarlas para sus fines. El buen político, debe aparentar
respetar, cumplir, seguir, desear, distinguir, adecuarse… si eso contribuye al
buen gobierno de su nación, y si conviene lo contrario hacerlo igualmente y con
la misma firmeza.
Un
príncipe, decía Maquiavelo, puede utilizar a un cruel jefe de policía para
reprimir violentamente una rebelión de campesinos y después de sofocada puede
acusar al jefe de inhumano, juzgarlo y ejecutarlo a fin de aplacar el odio de
los represaliados. Así habrá matado dos pájaros de un tiro.
Asimismo, determinados valores
éticos, como la amistad, no tienen ningún significado político, porque, como
dice Maquiavelo, un político que tenga amigos puede hacerles confidencias que,
en otro momento, pueden publicar por enemistad surgida o por ambición personal,
lo cual es contrario a la eficacia y al buen gobierno de la comunidad.
¿Cuáles son las reglas
específicas del lenguaje político, su gramática universal?
Se pueden
resumir en las siguientes:
- Aspirar al poder sin ninguna limitación o
condición como el fin último de la política al cual se reducen y
subordinan todos los demás.
- Conseguir el
poder, para lo cual todos los medios son lícitos: este es el significado de la
frase “el fin justifica los medios”, que nunca dijo Maquiavelo, pero resume a
la perfección su pensamiento político.
- Mantener el
poder mediante la valía personal (“virtù”) del gobernante y la
utilización sistemática de los lenguajes extrapolíticos tanto en sentido
positivo como negativo
- Extender el
poder, ya que cuanto mayor es el poder acumulado y menores sean las trabas, más
fácil resulta gobernar eficazmente.
- Establecer
el bien común, pues sólo el cumplimiento de las anteriores reglas garantiza el
ejercicio cabal de la política. Dicho con otras palabras, el gobernante que no
las cumple es un mal político. Y si un gobernante no desempeña su cometido, el
resultado es inevitable: antes o después pierde el sillón en favor de
otro.
El amor
ilimitado al poder es la única garantía del buen gobierno.
Sin duda la
degeneración más grave de la política consiste en sustituir el respeto estricto
a las reglas por la ambición. El político ambicioso las usa para alcanzar
la satisfacción de sus intereses personales. En esto consiste precisamente la
corrupción política y su corolario: la creación de una amplia red de
influencias sociales en todas las direcciones, desde repartir puestos de
trabajo, prebendas mercantiles o entradas para el combate de boxeo.
Llevaba razón Platón allá por el siglo V a.C. cuando al exponer en el diálogo de madurez República su concepción de la justicia y del Estado, mantenía que entre las castas que componen la sociedad ideal (los gobernantes sabios, los guardianes armados y los productores de bienes), las dos primeras, las encargadas de la dirección política, debían vivir en un régimen de comunismo total, sin propiedades ni familia, ya que sólo así era imposible la ambición y la corrupción personal, propiciando además la exclusiva dedicación de las clases dirigentes al servicio de la comunidad.
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