Telépolis
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sábado, 23 de octubre de 2010
La distracción
Para presentar un análisis de la categoría estética de “distracción” lo mejor es recurrir a un ejemplo sacado del río de la vida. Recuerdo que un viernes sagrado por la tarde mi mujer se desplazó con sus amigas al complejo comercial de Las Rozas Villlage tras las huellas frescas de unas rebajas de leyenda (que, por supuesto, no eran para tanto). Mis hijos se habían marchado a media tarde con su gente y no volverían por casa hasta la madrugada del sábado.
Estaba deliciosamente solo y con el ánimo renovado por el fin de semana en ciernes (como decía Woody Allen “la vida es eso que ocurre mientras hacemos proyectos”). Había comido con parsimonia, dormido la siesta y ordenado mi cuarto ¿Y ahora qué?
Era el momento de rebuscar entre mis películas y dar con la justa a las circunstancias: sin pensarlo, escogí la tercera entrega de El señor de los anillos, El retorno del rey, pues en el caso poco probable de que la viera completa, asistiría al triunfo definitivo del Bien sobre las fuerzas del Averno. Elegí lo que se llama una cinta distraída.
El término “distraído” tiene dos acepciones que se ciñen como un guante a la idea que recechamos: la película es entretenida y, además, la podemos seguir sin excesiva atención.
Por una parte, la épica de Tolkien, su acción trepidante, sus continuas novedades y la intensidad de los estímulos visuales y sonoros, hacen de una sesión improvisada algo realmente divertido para una solitaria tarde del viernes.
Por otra, podemos acomodarnos en nuestro sofá y seguir las aventuras itinerantes de la Comunidad del Anillo sin demasiados sobresaltos (al contrario que esas anticipaciones que hacen los buenos novelistas del futuro imperfecto de un personaje). Además, mientras navegamos con languidez por ese mirar desatento, podemos descabezar un sueño y volver tan frescos a la acción sin habernos perdido nada.
Recuerdo la polémica resonante que se organizó hace años con ocasión del estreno del film Parque Jurásico. Los apocalípticos del momento sostenían sin fisuras la falta de profundidad argumental y valores cinematográficos de la película de Spielberg. Los integrados, que habíamos disfrutado sin complejos, defendíamos su capacidad de distracción, es decir, de pasar un buen rato sin necesidad de preguntarnos otra vez “por qué el ser y no la nada”.
Más tarde, en uno de esos intermezzos relajantes que se hacen necesarios al finalizar la lectura de un maestro, por ejemplo, Robert Walser, leí la novela de Michael Crichton que sirve de guión al film y, la verdad, aquello no funcionaba. Mientras que es imposible hacer una buena película de una gran novela (Belle de Jour de Joseph Kessel no lo es), es frecuente hacer una buena película de una novela mediocre. Para hacer una visita divertida y relajante al Jurásico es preciso ver las distintas especies de dinosaurios (sin duda lo más logrado), los paisajes inabarcables de la isla, el laboratorio donde se clonan los embriones, los vehículos que nos trasportan a las aéreas peligrosas, las alambradas electrificadas que, por supuesto, no valen para nada, y los demás ingredientes multimedia.
Nuestra educación intelectual ha estado llena de confusiones flagrantes entre los conceptos estéticos de “interesante” y “distraído”. Tienen interés artístico las soirées de la duquesa de Guermantes, narradas por Proust en la Búsqueda, las reflexiones de Ulrich sobre la trepidante inacción política y diplomática del Estado de Kakania, en El Hombre sin atributos de Musil, o la experiencia interior de Leopold Bloom, nuestro prójimo, en el capítulo del Ulises de Joyce que transcurre en el cementerio de Dublín. Pero no son propiamente interesantes sino distraídas las batallas inacabables de los ejércitos de la Tierra Media contra los orcos o las dentelladas pavorosas del tiranosaurio Rex.
De jóvenes estábamos reñidos con la categoría de "distracción"; nuestros hábitos exploratorios y, sobre todo, los modelos ilustrados de la época, nos hacían arrastrarnos en hordas selectas a los cine-clubs de la Ciudad Universitaria y tragarnos películas soporíferas (no digo malas) de “arte y ensayo” (una expresión todavía por aclarar) que considerábamos imprescindibles por su alto interés cultural: por ejemplo las de Jean-Luc Godard o Jirí Menzel. O bien oír música dodecafónica para la que no estábamos preparados, leer los libros de Marcuse sin enterarnos de nada o visitar los museos de pintura de forma compulsiva. Recuerdo que llevé medio engañados a mis sobrinos de entre diez y trece años a la GaleríaThyssen con la intención absurda de que conocieran una gran pinacoteca. A los diez minutos de iniciada la ronda los más sinceros me preguntaron: "¿Oye tío (ignoro si con intención parental o coloquial) es todo igual?" Lo suyo era el Parque de Atracciones y allí los llevé el siguiente fin de semana (incluso la montaña rusa para niños me resultó atroz).
Como dije en otro lugar, muchas de estas acaloradas discusiones se habrían solucionado pacíficamente (y sobre todo con brevedad) si se hubiese partido de la distinción entre alta cultura (highcult), cultura media (midcult) y cultura de masas (masscult), términos muy conocidos por los especialistas en sociología del gusto, entre otros Umberto Eco, Gillo Dorfles o Galvano della Volpe.
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