Una de las vanguardias de los años sesenta del siglo pasado fue el denominado “arte conceptual”. Se trata de una corriente artística surgida en Estados Unidos con planteamientos estéticos y resultados artísticos muy heterogéneos.
Su fundamento teórico, expresado en 1969 por su revista oficial, The journal of conceptual art, es que el elemento ideológico o eidético del arte (lo que denominaron reiteradamente “los componentes mentales del arte y su percepción”) es prioritario en el proceso completo de la obra, tanto para el artífice o creador como para el destinatario o consumidor del producto.
Los representantes de esta vanguardia demostraron una locuacidad sin precedentes en sus manifiestos fundacionales, visiones históricas, reflexiones críticas, metalenguajes anexos y ocurrencias varias. Asimismo, fueron obligatorias las aproximaciones a ciertos temas recurrentes, como la definición, la fundamentación, la politización, la comercialización o la muerte del arte… Otra línea de influencia consistió en la supeditación de los materiales y contenidos de la obra a los avances actuales de la ciencia, la filosofía o la lingüística.
Lo más original de este entramado intencional fue la separación de la “estructura lógico-abstracta de la obra” de su formato tradicional (al que se consideró como algo manido y de segundo orden) y su sustitución por otros elementos compositivos o expresivos. Esta idea novedosa comportaba la necesidad de imaginar otras formas de presentación, exposición y distribución de la obra. Para ilustrar este leitmotiv o motivo recurrente del arte conceptual vamos a comentar con estrambote tres de las ejecuciones más celebradas en su momento por la crítica y el público.
La primera es la performace titulada Association Area (1970) del artista neoyorkino Vito Acconci (1940). Se trata de una realización escénica en una habitación vacía y acristalada (¿no les suena esto?) a la que asisten los espectadores desde el exterior. La ejecución forma parte de una creación genérica, Instruction Pieces, en la que los actores efectúan acciones corporales según unas reglas previamente establecidas.
Dos participantes con los ojos vendados, los oídos taponados y desorientados tras unas vueltas de despiste, tratan de ponerse en el lugar del otro e imitar sus movimientos y gestos. Los espectadores escuchan a través de la megafonía unas instrucciones acordes con las reglas (que no oyen los actores) y que supuestamente les permiten comprender mejor el espectáculo (que dura aproximadamente una hora).
El concepto de esta realización parece relacionarse con dos aspectos: la corporalidad como máxima expresión del ser humano (Nietzsche ya lo manifestó sin tapujos) y el significado de la libertad individual como indeterminación de la conducta (una idea metafísica a la que todo el mundo se apunta sin pararse a pensar). Puestos ante unos condicionamientos idénticos, las respuestas corporales resultan dispares. Del análisis de esta “disonancia conductual y sus variaciones temáticas” podemos deducir las motivaciones internas o “el mecanismo intrapsíquico” de cada individuo en el mundo…
¿Asistiría usted a este acontecimiento cultural? Sea sincero.
Propongo una alternativa más liviana a este montaje que llamaremos Platero is Back. Se trata de la conocida paradoja del Asno de Buridan (ese agudo teólogo medieval discípulo de Guillermo de Ockham). En el mismo espacio acristalado situamos un pollino y a la misma distancia de su cabeza dos fardos de heno exactamente iguales. El noble bruto, al no tener una inclinación especial para elegir un montón de forraje al otro, termina por morirse de hambre. En el caso improbable (se trata de un animal de carga) de que no ocurra así, los espectadores sacamos la conclusión de que dispone de voluntad propia y libre albedrío.
En su ejecución Singing Sculptures ("Esculturas cantantes"), Gilbert Proesch (1943) y George Passmore (1942), ataviados con un traje gris convencional, camisa blanca y corbata pasadas de moda, se exhibían subidos a una mesa blanca en el Stedelijk Museum de Amsterdam. Llevaban la cara y las manos pintadas con un fuerte bronceado metálico, uno sujetaba un bastón y el otro un guante largo; bailaban y entonaban una melopea, mientras debajo del tablero una grabadora reproducía la balada Underneath The Arches. Cuando la canción terminaba, los artistas-obra bajaban al suelo, rebobinaban la cinta, se intercambiaban el bastón y el guante, y vuelta a empezar…
La performace apunta a la identidad entre el sujeto y el objeto de la creación, es decir, el artista que es a la vez la obra de arte. Esta “corporalidad sin mediaciones” o esculturas vivas suponía una desmaterialización del objeto artístico y la sustitución de la representación por la realidad representada. Además, trataba de romper con la discontinuidad entre las artes plásticas y las mixtas, es decir con aquellas que combinan todos los diferentes medios de expresión: la ópera, la danza, el teatro y el cine. Finalmente, reivindicaba la posibilidad de un arte “antielitista” en el que se han suprimido los costes de producción y el valor en cambio de la obra.
Repetimos la pregunta: ¿Asistiría usted a este acontecimiento cultural?
Dentro de estas coordenadas estéticas, me parece más interesante una ejecución que llamaré In the Underground. Si queremos llevarla a cabo es imprescindible convencer a un violinista de alcance internacional (hay que contar con su sentido del humor, un buen presupuesto o ambas cosas a la vez) para que se disfrace con harapos durante hora y media (lo que dura aproximadamente un concierto), y se desplace por los vagones de la línea 6 del Metro madrileño interpretando diversas sonatas y adaptaciones de obras clásicas, mientras solicita una ayuda para mejorar su precaria condición. Al final de la sesión, las cantidades aportadas se destinarán a la ONG “Poetas sin fronteras”.
Lo cierto es que esto ya ha ocurrido. Lean el siguiente recorte aparecido en la prensa diaria:
Jueves, 12 de abril de 2007
El violinista estadounidense Joshua Bell ha demostrado que, pese a tocar magistralmente, si lo hace en el metro de Washington los pasajeros pasan de largo.
El experimento, planificado por el diario 'The Washington Post' y publicado en su dominical de esta semana, consistía en observar la reacción de la gente ante la música tocada por Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, que aceptó la propuesta de actuar de incógnito en el subterráneo estadounidense.
El 12 de enero pasado, a las 07.51 de la mañana, el artista y ex niño prodigio comenzó su recital de seis melodías de diversos compositores clásicos en la estación de L'Enfant Plaza, epicentro del Washington federal, entre decenas de personas cuyo único pensamiento era llegar a tiempo al trabajo.
La pregunta que lanzó el rotativo era la siguiente: ¿Sería capaz la belleza de llamar la atención en un contexto banal y en un momento inapropiado?
En ese momento, Bell, ataviado con unos vaqueros, una camiseta de manga larga y una gorra, comenzó a emitir magia desde su Stradivarius de 1713 -valorado en 3,5 millones de dólares- ante las 1.097 personas que pasaron a escasos metros de él durante su actuación.
En los 43 minutos que tocó, el violinista (nacido en Indiana en 1967) recaudó en el estuche de su violín 32 dólares y 17 céntimos -donados a la beneficencia-. La cifra es está muy lejos de los 200 dólares que los amantes de su música pagaron tres días antes por asientos decentes (no los mejores) en el Boston Symphony Hall, que registró un lleno completo.
Ian Wilson (1940) llevó a sus últimas consecuencias la tendencia de la vanguardia a la desmaterialización del arte al renunciar por completo a cualquier tipo de “objetividad” y proponer su teoría del “arte hablado” (art spoken). Los objetos artísticos no serán ahora concreciones plásticas, musicales o textuales, sino “meras palabras”. Su serie de realizaciones denominadas genéricamente oral communication consistían en conversaciones informales (ni siquiera sobre un tema previsto) que se celebraban en el museo elegido para su exposición (término que ahora significa "exponer mediante el discurso oral").
Wilson afirmaba: “Prefiero hablar a esculpir; aunque tampoco soy un poeta, para mí la comunicación oral es lo mismo que una escultura”.
Las comunicaciones, dirigidas por el artista, eran abiertas por lo que cualquiera que tuviera algo que aportar sólo tenía que levantar la mano. Se discutían “las preguntas fundamentales del arte”, pero no se excluían otros temas ni derivaciones. Es imposible, por otra parte, realizar juicio alguno sobre el contenido de estas sesiones ya que por principio no se permitió grabarlas y los únicos testimonios que nos quedan son los certificados que el propio Wilson expidió para señalar el lugar y la fecha del suceso (adquiridos en su mayor parte por coleccionistas y galerías).
Los conceptos subyacentes eran, entre otros, la investigación radical de nuevas formas de realización artística (es decir, la ampliación de los medios estéticos tradicionales por otros inventados o excluidos), la inversión del proceso completo de la obra (la trasposición al primer plano de los elementos contextuales) y el carácter público o democrático de la creación (el resultado es un logro colectivo). También se proponía la fugacidad total del arte, ya que “las palabras en el tiempo” se perdían definitivamente después de ser emitidas. Además, se buscaba la desmitificación del arte como forma de conocimiento (un guiño a Duchamp) y su desplazamiento al ámbito de la opinión (una especie de inversión de la dialéctica platónica cuyo recorrido va en este caso de las ideas a la charla).
Insisto en mi pregunta, ¿Participaría usted en estas sesiones?
Una de las “comunicaciones orales” más gozosas que me procura mi memoria histórica son las Jornadas Cinematográficas de Formación, que se celebraron a finales de los años sesenta en el Cine Alegría de Cuenca. El título de las jornadas era absurdo incluso para los censores, pero era una manera de obtener la autorización sin problemas (ya bastante tijera llevaban las cintas).
Sólo una pequeña muestra de aquel evento. En la clausura de las jornadas del año…, se pasó La notte (1961) de Michelangelo Antonioni. A estas alturas de la semana todo el mundo entendía de cine y nadie, tras la proyección, se mordía la lengua en los debates. Habló primero el moderador, un locutor de Radio Nacional de España en Cuenca: lectura rápida de los créditos y unas líneas breves para dar pie a las intervenciones.
Abre el turno de palabra “El Micho”, fontanero conocido por la zona, fiel de las jornadas y espectador propenso a la cabezada intermitente (en este caso justificada); mezcla secuencias (oníricas) de dos o más películas (la condensación, un mecanismo muy conocido por el psicoanálisis); perora sobre los problemas de la monogamia dominante y del matrimonio. Ni siquiera el censor oficial, Don Gabriel, asesor de la diócesis y profesor de religión, se inmuta cuando escucha distraído la retahíla de tópicos y dislates. El Micho se pregunta inquieto si realmente “la protagonista” (Jeanne Moreau) le pone los cuernos a su marido cuando se larga de la fiesta con otro, porque a él por lo menos no “le ha quedado muy claro”. En resumen, la película le ha gustado “pero es un poco lenta en su personificación”. (Primeras risas contenidas).
Juanito Cuevas, propietario de una añeja droguería, se lanza al ruedo para manifestar su acuerdo personal con la defensa de los valores humanos que en el film nos propone… ¡Antoniutti! (el nuncio de la Santa Sede en la España de Franco). Porque Antoniutti por aquí, porque Antoniutti por allá… Empiezan a funcionar los pañuelos para reprimir las bocas restallantes.
Don Basilio Auñón, encargado del área de Cultura de la Diputación Provincial, reclama su turno. Al parecer está informado. La película –dice- forma parte de esas corrientes existencialistas que han venido desde Francia a contaminar las sanas creencias de los países cristianos. El existencialismo es una idiosincrasia disolvente de los pilares firmes de la sociedad: familia, municipio y sindicato. Los ataques del film se dirigen de forma burda y torticera a la primera de estas bases inmutables y bla, bla, bla.
Un silencio antinatural recorre la sala. Incluso don Gabriel, en un gesto difícil de interpretar, baja la cabeza y mira fijamente al suelo.
Intervine después Amadeo Ribas, periodista del Diario de Cuenca (antes Ofensiva): está bebido, cosa que a nadie le extraña. Se le trabuca la lengua: el hospital del comienzo es un símbolo del mal, el matrimonio arruinado es un símbolo de la burguesía, la fiesta en el chalet es un símbolo de la incomunicación (esto no está del todo mal) y el final, con la pareja por el suelo, es un símbolo de la decadencia de Occidente… (Tos bronca, gargajeo y salivazo).
El moderador interviene con un quite torero que pretende ser gracioso. La sala estalla en risas contenidas y desproporcionadas. La gente empieza a desfilar antes de que la cosa vaya a más.
Si hubiera grabaciones de las Jornadas Cinematográficas de Formación las compraría a precio de oro.
Corolarios:
- El arte es siempre conceptual. La expresión arte conceptual es redundante. El carácter discursivo del arte es una consecuencia de su afán forzoso por desvelar el sentido del mundo; o, inversamente, por transferir el sentido desde las palabras a las cosas.
- Las obras del llamado “arte de ideas” son una prueba incontestable de lo mal que le sienta al arte su adscripción por decreto a los conceptos.
- Las obras del “arte conceptuar”, objeto de esta digresión, son las manifestaciones menos conceptuales que han producido las vanguardias del siglo XX.
De todas las propuestas de fin de semana que nos brindas, yo me quedaría con una actuación de Gilbert & George. Me gustan. Son una mezcla de Quentin Crisp, el célebre modelo andrógino, y un concierto de Kraftwerk. ültimamente van más por el lado de la provocación del grito, pero en La escultura que canta, eran los maestros del susurro. Trabajaban con el elemento artístico más antiguo que se puede concebir, el distanciamiento. Eran seres reducidos a una verdad que nacía de la distorsión. Modificaban la velocidad de los movimientos para aislar las posturas, un método sencillo y efectivo de actuar. La idea, el concepto, supongo que era que solo toleramos la realidad si nos desprendemos de ella, si no somos conscientes de nosotros dentro de ella, pero cuando la miramos de cerca nos damos cuenta del rosario de supercherías inconscientes en que consiste.También eran los tiempos del body art, sin el que por ejemplo yo creo que no habríamos tenido alguien tan bueno como Lucien Freud. Quiero decir que ciertos happenings conceptuales eran también una clave metafórica para enfrentar el mundo o cuestionárselo a la luz de la autoconciencia. Y eso era fácil de percibir, tan directo y contundente como meterte en una cámara de silencio y escuchar tu propio corazón.
ResponderEliminarLas otras me resultan graciosas. La de Buridán es una aporía menor, tengo que decir. Los burros no tienen un pelo de tontos.
Creo que el arte conceptual se nutre de lo mismo que lo convierte en ridículo: la facilidad de ejecución, la mera, efímera ocurrencia, esa adolescencia inacabable de buena parte del arte contemporáneo. Gran entrada.
PArece que toda vanguardia y "arte" (siendo estricto y apegándome al concepto más puro) se quedaron con aquellos que no tenían televisión. Ojalá y alguien más invente algo que realmente sea digno de llevar tal calificativo.
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