Los griegos antiguos llamaban a la memoria "Mnemósine". Hesíodo, el más grande de los poetas helenos después de Homero, describe la memoria en su Teogonía mediante un hermoso mito: Mnemósine era hija de Gea (la Tierra) y de Urano (el Cielo). La diosa, que moraba en una gruta de las cumbres del monte Citerón, se unió en amoroso lazo a Zeus durante nueve noches y engendró las nueve musas que se ocupan de las artes: la poesía épica a cargo de Calíope, la historia de Clío, la lírica coral de Erato, la flauta de Euterpe, la tragedia de Melpómene, la pantomima de Polimnia, la comedia de Talía, la danza de Terpsícore y la astronomía de Urania.
En la filosofía clásica posterior, la memoria dejó de evocarse a través del mito y fue explicada teóricamente como una de las facultades del alma; esta inversión disminuida, desvalida, psicologista, hizo que la memoria se desvaneciera prácticamente en la filosofía platónica y fuese desterrada por Aristóteles al cajón de sastre del psiquismo inferior. La teología medieval, el racionalismo continental, la antropología empirista o la filosofía alemana, persistieron en colocar a la memoria en un segundo plano, siempre a la sombra de los sentidos y de la razón; una sombra que terminó por convertirse en permanente ocultamiento.
Las definiciones tradicionales del hombre son una consecuencia de este extravío metafísico y aluden al predominio antropológico de alguna de las facultades… a excepción de la memoria; a saber: el hombre es un animal racional (pensamiento), polifacético (inteligencia), comunicativo (lenguaje), creativo (imaginación), de costumbres (aprendizaje), libre (motivación) o sentiente (afectos). Sólo la definición del hombre como un animal histórico parece mirar a la facultad de los recuerdos.
En el paradigma de la psicología cognitiva, el más valorado por la comunidad científica contemporánea, las viejas facultades anímicas han sido renombradas y sustituidas por los módulos o procesos mentales (específicos, aunque interrelacionados, como las aplicaciones de un paquete informático) que conforman el psiquismo superior, entre otros, la memoria.
El modelo cognitivo más extendido de esta última es la denominada "teoría multialmacén o enfoque estructural de la memoria", un desarrollo teórico que ha originado diversas tipologías funcionales: la memoria sensorial, a corto plazo, a largo plazo; y dentro de esta última, la memoria declarativa y procedimental, episódica y semántica, explícita e implícita… Ninguna de estas clasificaciones tiene una base neurológica, y mucho menos bioquímica, contrastada, por lo que en el fondo se trata de una psicología verbalista y prematura, del mismo modo que la medicina precientífica daba nombres pintorescos (“cólico miserere”) a enfermedades muy conocidas en la actualidad.
Tras esta apresurada (y tendenciosa introducción, lo reconozco), señalamos de pasada otras modalidades de la memoria, menos explicativas pero más sugerentes, que han sido analizadas por la antropología filosófica y el psicoanálisis: entre otras, la memoria biológica o genética, la memoria colectiva o histórica y la memoria inconsciente o profunda… invito al que tenga menos años y más arrestos académicos que yo a que se apunte una tesis sobre el tema.
Llegamos por fin al lugar deseado por nuestra reflexión. Al hablar de la memoria hemos transitado de puntillas del mito al logos, de la psicología cognitiva a las humanidades y de estas (lo haremos) a la filosofía y la literatura. Trataremos de dialogar con dos genios del siglo XX que, mediante un giro copernicano, entendieron conjuntamente la memoria como la principal, incluso la única facultad de la conciencia: Henri Bergson y Marcel Proust. Estas excepcionales interpretaciones de la memoria se denominan en cada caso memoria de la duración y memoria involuntaria. Dedicaremos una entrada a cada cual.
Comenzaremos por Bergson pues su repercusión es decisiva para la posterior concepción proustiana.
Según Bergson (El pensamiento y lo moviente) el hombre es conciencia, es decir, flujo de conciencia o existencia espiritual incesante, una corriente continuada a partir de la cual establecemos la noción misma de vivir. La duración (durée) es el progreso imparable del pasado que se acrecienta a costa del futuro y compone el dinamismo existencial del sujeto.
La memoria, para Bergson, no es una facultad más de la vida espiritual, sino la vida espiritual misma. Lo que llamamos yo consciente, sujeto pensante o identidad personal, son nombres estáticos que recibe (indebidamente) la memoria de la duración. Tampoco cabe distinguir propiamente entre duración y memoria, pues la memoria es la creación permanente del sujeto en el tiempo real de la conciencia.
No hay otra forma de existencia espiritual para el hombre que la memoria de la duración, cuya objetivación es la vida. Cualquier facultad (la consciencia intelectual, la comunicación verbal, la maduración, la adquisición de conocimientos, la motivación o los afectos) es una determinación de la memoria que se modula en función de ciertas capacidades parciales que se dan en el tiempo de la duración. La memoria no es una facultad espiritual, sino que constituye el devenir mismo del espíritu.
Nuestra duración no es un instante que reemplaza a otro instante; no habría entonces nunca más que presente y no prolongación de pasado en lo actual, ni evolución, ni duración concreta. La duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir y que se hincha al avanzar. Desde el momento en que el pasado crece incesantemente, se conserva también de modo indefinido. La memoria…, no es una facultad de clasificar los recuerdos en un cajón o de inscribirlos en un registro. No hay registro, no hay cajón, aquí no hay siquiera, propiamente hablando, una facultad, porque una facultad se ejerce de modo intermitente, cuando ella quiere o cuando puede, mientras que el amontonamiento del pasado sobre el pasado prosigue sin tregua. En realidad, el pasado se conserva por sí mismo, automáticamente. Sin duda, en todo instante nos sigue todo entero: lo que desde nuestra primera infancia hemos sentido, pensado, querido, está ahí, inclinado sobre el presente con el que va a reunirse presionando contra la puerta de la conciencia que querría dejarlo fuera. (La evolución creadora).
No hay ningún sustrato del yo que se distraiga por un instante a la duración. La identidad personal como algo que subyace a los recuerdos es una ilusión de la filosofía. El alma platónica o cristiana, el pensamiento cartesiano, la razón pura kantiana, el yo puro de de Husserl, son meras construcciones abstractas y ficticias.
Es absurda la pretensión de hacer conmensurables el tiempo de la ciencia y el de la conciencia. A la psicología filosófica, es decir, a la metafísica, le interesa analizar el origen, elementos y condiciones de la duración; en este entramado único encontrará la verdad de la vida espiritual… en tanto que la psicología materialista se ocupa en tono menor de clasificaciones, facultades y leyes que no captan la idea del tiempo real (inverso al artificial de la ciencia).
La metafísica distingue en la memoria de la duración tres momentos sucesivos: el recuerdo puro, el recuerdo imagen y la percepción.
El recuerdo puro es la espontaneidad de la memoria en su afán incontenible por almacenar los datos inmediatos de la conciencia; no designa en ningún caso el contenido particular de las vivencias puras, inalcanzables, sino más bien el mecanismo devorador del tiempo, el dios Crono, la consumación inexorable del espíritu en el futuro (único rasgo universal y necesario de la condición humana).
La memoria pura es la totalidad de los recuerdos que la memoria conserva en el tiempo, es decir, el sujeto como despliegue, el yo pienso fluyente, la autoconciencia en tránsito. El recuerdo puro, como la cosa en sí kantiana, es incognoscible. La superposición de los recuerdos en todos los niveles temporales de la memoria (próximos, intermedios o lejanos) hace que su identidad como datos inmediatos de la conciencia se diluya al instante en nuevas constelaciones de sentido, mientras se pierden para siempre como lágrimas en el mar.
La verdad es que jamás alcanzaremos el pasado si no nos colocamos en él de golpe. Esencialmente virtual, el pasado no puede ser captado por nosotros como pasado a no ser que sigamos y adoptemos el movimiento mediante el que se abre en imagen presente, emergiendo de las tinieblas a la luz. En vano buscaremos la huella de alguna cosa actual y ya realizada; sería lo mismo que buscar la oscuridad bajo la luz. (Materia y memoria).
Los recuerdos puros rescatados del océano de la fluencia se reconstruyen como recuerdos imágenes, y sea cual sea la cualidad de su materia prima, su elaboración, es decir, la creación y transferencia del sentido que se otorga al recobrarlos, hará provisionalmente de nosotros individuos menguados o impecables, vulgares o libres, felices o desdichados (en una vertiginosa alternancia, en un equilibrio frágil y a veces insoportable).
La percepción es la capacidad de acción del cuerpo guiada por las imágenes, que se hacen presentes a través de los mecanismos motores del recuerdo. La percepción es la potencia de acción del cuerpo. En todo caso, la vida espiritual va más allá de la corporalidad, de la acción presencial y, por consiguiente, de los perceptos. El cuerpo representa el ámbito parcial de la acción, mientras que la memoria representa la totalidad envolvente del sujeto y de su vida espiritual.
Mientras que la inteligencia es la facultad del conocimiento científico, la intuición es la forma que tiene el espíritu de acceder a la memoria de la duración. La intuición consiste en la visión directa del espíritu por parte del espíritu (El pensamiento y lo moviente). Es, por tanto, el organon o instrumento de la metafísica. La intuición nos desvela la duración real de la conciencia y nos hace precavidos contra los excesos del entendimiento. La intuición tiene como fin último la experiencia de la libertad, afirmación que marca en Bergson el paso de la autoconciencia a la intuición estética.
La intuición estética (la más alta realización del espíritu) prescinde de las exigencias perturbadoras de la acción cotidiana y muestra un mundo escindido de las exigencias prácticas. No se trata de que “arte y vida no tengan que ver”, afirmación fácil, trivial y, por tanto, falsa, sino de que constituyen ámbitos sustantivos, autónomos e independientes, aunque con ventanas abiertas. Significa que sólo el artista es capaz de captar la experiencia interior sin tener en cuenta las necesidades imperiosas de la acción. El problema de la verdad que se muestra a la intuición estética no es en qué consiste la verdad, sino cuánta verdad somos capaces de soportar.
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