Telépolis

lunes, 3 de enero de 2011

Mnemósine 2. La memoria involuntaria


Sólo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y los demás no conocen. (Proust, El tiempo recobrado)

Este verano he terminado de leer por segunda vez los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Espero tener una tercera oportunidad. La serie completa constituye, además de una de las cimas de la literatura universal, una síntesis absoluta, imposible de reconstruir, de la totalidad de la experiencia interior y el ejemplo más logrado de la duración bergsoniana.
El estilo literario de Proust, un engarce de oraciones inagotables, fue comparado por Benjamin con un ancho Nilo cuya inundación generosa fecunda de verdad las tierras por donde fluye. Fue Proust quien llevó a cabo hasta sus últimas consecuencias el planteamiento filosófico de Bergson en torno a la intuición como forma de conocimiento.
En su Introducción a la Metafísica, el pensador matizó esta visión suprema del conocimiento que sólo la creación artística (en especial la literaria) es capaz de realizar. En esta obra compara los conceptos con vestidos confeccionados en serie que le vinieran anchos a los objetos mientras que las intuiciones se ajustarían a las cosas con la precisión de los modelos hechos a medida por diseñadores de alta costura.
En realidad, en la obra de Proust (como sugiere Adorno) están presentes las intuiciones exactas, la racionalidad francesa y el sentido común de la vida mundana. Lo que denominamos “el inequívoco ambiente proustiano”, la lucidez diamantina de su prosa, brota precisamente de la tensión y combinación de estos tres elementos.
Mientras que en Bergson no es posible el acceso directo de la conciencia a la memoria pura, pues la intuición sólo puede desvelar la memoria de la duración y sus constelaciones de sentido (en esto consiste precisamente En busca del tiempo perdido), en Proust, las revelaciones de la memoria pura pueden producirse en contadas situaciones a lo largo de una vida, pero son de crucial importancia para la reconstrucción de la experiencia interior. Es más, tales epifanías suponen el límite del saber humano, el único vestigio de un conocimiento absoluto y el hilo conductor de la memoria de la duración.
Proust denomina a esta actividad superior del espíritu memoria involuntaria. Sus manifestaciones son los únicos axiomas a partir de los cuales es posible abordar con éxito la exposición de la verdad (que siempre es un atributo del dinamismo, heterogeneidad y varianza de la vida). En esta recuperación de la vida (transfigurada en memoria renacida, ya que lo que entendemos por vivencias no es otra cosa que el tejido de la mente), transitamos desde los datos psicológicos a sus representaciones y de estas a la reconstrucción de la duración, cuya piedra angular es la memoria involuntaria: en la consumación de las etapas de este proceso se salva o se pierde lo que entendemos por sujeto.

¡No adviertes –escribía William Blake- que cada pájaro es un mundo de delicias que se pierde para tus cinco sentidos!
El único conocimiento metafísico posible consiste en captar la potencia creadora de los acontecimientos y otorgarles el sobresentido que prometen. Cuando decimos que la metafísica nos traslada a un mundo que está más allá de “lo físico o natural” no queremos abandonar lo impensable, sino resaltar la existencia de un mundo paralelo, una realidad aparte, un lugar de ofrecimientos generosos al que los filósofos han llamado el mundo de la vida.
El tiempo perdido, tal como lo entiende Proust, consiste en el olvido de las palabras exactas que nombran los seres, para perdernos en los acuerdos sociales por los que transcurre ese decir insustancial que cada día reiteramos. Por lo demás, el arte es para Proust el único camino para acceder a ambos tipos de memoria (de la duración y la involuntaria) que, como parece, se alimentan mutuamente.
Es preciso distinguir, por otra parte, entre memoria inconsciente y memoria involuntaria. La primera es un tipo especial de la memoria almacén. El contenido de sus recuerdos y su significado pueden ser evocados a partir de ciertas técnicas (por ejemplo, el psicoanálisis). La segunda es absolutamente azarosa y su presencia únicamente puede ser convocada por el arte, aunque, en el fondo, ningún mecanismo lo garantiza. La memoria involuntaria, una vez propiciada, se da o no se da por la existencia exclusiva de ciertas leyes que desconocemos (inalcanzables para la reflexión e incluso la intuición), previas al funcionamiento de cualquier facultad del espíritu.

Pero a veces, en el momento en que todo nos parece perdido, llega la señal que puede salvarnos; hemos llamado a todas las puertas que no dan a ningún sitio, y la única por la que podríamos entrar y que habríamos buscado en vano durante cien años, tropezamos con ella sin saberlo y se nos abre. (Proust, BTP)

Las impresiones misteriosas de la memoria involuntaria son las claves que nos abren las puertas de la duración. No son propiamente intuiciones estéticas (posteriores), ni mucho menos reflexiones conceptuales (todavía más lejanas), sino imposiciones azarosas, visiones aisladas que proceden de la memoria pura y preceden con su luz al éxtasis del tiempo recobrado. Sólo las podemos expresar con la máxima de Proust:

“Cógeme al paso si eres capaz de ello y procura resolver el enigma de felicidad que te propongo”.

El sabor de la madalena mojada en el té, la sensación de pisar dos losas desiguales, la vista de unos árboles en un recodo del camino, la prestancia de una servilleta almidonada, la frase de la sonata de Vinteuil, las volutas azules del mar mañanero, el sabor de una mejilla… cada una de estas impresiones despierta con su varita mágica un ámbito especial que espera en un rincón de la memoria su momento vivificante. Combray, el lado de Guermantes, el Bautisterio de Venecia, las muchachas de Balbec, los amores de Swann, el retorno a París y sus afanes, el amor de Albertina y los celos.

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