Telépolis

domingo, 20 de marzo de 2011

El libro electrónico


Es curioso lo mucho que me recuerdan los libros electrónicos o E-books a las tablillas de arcilla que se usaban en Mesopotamia para escribir con una caña afilada los caracteres cuneiformes. Según dicen, estos signos representaban sonidos y conceptos, por lo que aprender a leer y escribir resultaba muy difícil. Si alguien quiere saber algo más sobre la apasionante historia del libro, desde las primeras tablillas asirias o los bellísimos papiros egipcios (tengo empapelados los pasillos de mi casa de papiros falsos comprados en un Egipto de pega) hasta los libros digitales, le recomiendo esta aceptable página web…


Lo cierto es que las primeras me interesan más que los segundos. Pero esta vez no quiero hablar de tablillas mesopotámicas sino de libros digitales.
Mi punto de vista -que no es cosa con sustancia- sobre tales plataformas no es propiamente apocalíptico (condeno y sea anatema), ni purista (sólo hay que leer primeras ediciones encuadernadas en cartoné y tafilete) o integrado (se trata de un avance decisivo de las nuevas tecnologías de la comunicación y bla, bla, bla).
No quiero hacer el patético papel de un Savonarola cualquiera que organiza en la plaza pública una hoguera de las vanidades para que los iluminados arrojen a las llamas todo tipo de artefactos con pantalla; tampoco deseo representar la cargante erudición de los bibliófilos (hay un paralelismo evidente entre las elucubraciones que hacen los enólogos pedantes sobre un gran reserva y las de los manieristas del libro sobre un mamotreto de anticuario); ni mucho menos soplar la trompeta de los patricios de telépolis, la sociedad virtual que nos envuelve (y en el fondo, una divertida parodia de La Ciudad de Dios agustiniana).

No pongo en duda que los libros digitales tengan ciertos usos tolerables. Se comprende que un árbitro de golf que vaga por las verdes calles en su buggy para dictar sentencia sobre la posición de una bola hundida en el escote de una dama, lleve las seiscientas páginas de las reglas del Royal & Ancient Golf Club of St. Andrews en un E-book. También que un abogado especialista en derecho penal acuda a la corte con su fárrago embutido en un libro digital. Asimismo, al opositor, que prepara la encerrona en un solitario despacho, posiblemente le resulte más cómodo, y acaso más útil, prescindir de las tres maletas de tostones y llevar el espíritu absoluto encerrado en una nueva versión de la lámpara maravillosa.

En realidad, la única razón por la que me compraría el invento mágico (cuando valga tres veces menos) no es otra que la comodidad de leer en formato doc o pdf los ensayos, relatos y sonetos sin publicar de mis amigos (impredecibles, igual que los míos). También los libros electrónicos me parecen adecuados para leer comics, pero no para disfrutar de pinturas, fotografías o arquitecturas: la pantalla es demasiado pequeña y se pierde calidad y detalle (además, para eso existen otros soportes). Por último, pueden servir para hacer sudokus, crucigramas y jeroglíficos en el metro (el lugar natural de los libros electrónicos).

Conozco dos perfiles de usuario del libro digital.
El primero es el adicto a las plataformas informáticas que se compra, tras ardua comparación entre marcas, el invento más caro del mercado con el único fin de dominarlo: conocer sus utilidades infinitas (una página puede ir en color añil con caracteres góticos), descubrir sus comandos más íntimos (un marcador encriptado de términos eróticos), trastear sus conexiones con otras pantallas (desde la tableta digital hasta el telefonillo de la puerta), bajarse dos mil libros, cambiarlos, craquearlos, ordenarlos por bits… y finalmente hartarse del trasto y arrinconarlo sin haber leído nada, excepto las instrucciones del aparato y las ayudas en línea.
El segundo es el que se siente incapaz de acabar en seis meses una novela de Ken Follett. Creo sinceramente que no pasa nada porque no te gusten los libros; la vida es tan abundante en promesas que puedes partir feliz al otro mundo sin pasar página en este. Pero nuestro perfil no se conforma con menos y espera del libro digital la ocasión de redimir sus carencias mal llevadas. He visto a cierto ingenuo mirar hipnotizado en su ciberpantalla Los miserables de Hugo ¡En francés!... Vanidad de vanidades. Es el mismo que afirma, como premisa de su fatal batacazo, que en un E-book caben más de mil quinientos libros de papel, síntoma infalible de su aversión por las bibliotecas de carne y hueso. Que “pesa poco”, señal de que nunca ha sostenido con placer un libro en sus manos. Que no tiene que llenar la maleta de tomos al salir de vacaciones, rúbrica final de que no sabe leer y cualquier libro le aburre.

Pues bien, mi tesis es que la mayoría de las obras de literatura y filosofía, el tiempo perdido de Proust o las críticas de Kant, fueron escritas para ser leídas exclusivamente en libros editados con tipos móviles según la variedad de modas y estilos de la galaxia Gutenberg. Cualquier otra forma de lectura es inaceptable y en muchos casos aberrante. El argumento manido de la inadaptación generacional de quienes sostenemos tal postura no vale, pues la tesis, fundada en la adecuación entre cultura material y espiritual, prescinde del presente y toma su fuerza de la historia.
Toda obra de arte incorpora un componente contextual. Tom Jones de Henri Fielding, Eugene Oneguin de Alexander Pushkin, El castillo de Kafka no pueden ser leídos en soporte digital sin violentar su significado cultural y su valor estético. Es igual que si colgásemos un cuadro de Rubens en la sala de ordenadores de una multinacional o una escultura de Rodin en el cuarto de torpedos de un submarino. En ambos casos condenaríamos a la obra de arte a un consumo ajeno a su creación y estaríamos en presencia de una nueva modalidad del kitsch. Esto no quiere decir que todas las creaciones literarias sean incompatibles con el libro electrónico. En absoluto. Un ejemplo válido son las excelentes novelas de Paul Auster.
Por lo demás, no me considero un bibliófilo. Cuando me cambié hace unos años de piso regalé más de trescientos libros por cuestiones de espacio e incluso tiré unos cuantos (bastantes) porque no me interesaban o tenía ediciones mejores. También es verdad que cuando presté a regañadientes la Poesía y prosa de Leopardi en la edición bilingüe (y descatalogada) de Alfaguara, cada ocho horas miraba desconsolado el hueco del anaquel y no dormí en condiciones hasta que milagrosamente me lo devolvieron.

Estoy seguro de que a mi amigo Antonio Castellote no le importa que os invite a leer una de sus estupendas bernardinas como ilustración de lo que distingue a un libro real de otro virtual.

1 comentario:

  1. Te escribí un largo comentario que se me fue por algún voluntario sumidero. En resumen, te venía a decir que la diferencia que yo encuentro entre el libro electrónico y el resto de avances técnicos es que estos suelen invalidar con su presencia, cuando no borrar del mapa, las fases anteriores de su desarrollo. Así pasa con el teléfono, con los automóviles, ordenadores, etc. Ha pasado hasta con los bolígrafos. Pero me temo que el libro electrónico no supera, no invalida. Simplemente convive. No es una obligación del progreso sino una opción, en unos tiempos, además, en que la historia es un catálogo de posibilidades que recrear virtualmente en el presente. Solo tienes que fijarte en la bicoca que ha supuesto internet, la más alta tecnología, precisamente para las librerías de viejo, que viven ahora su momento de gloria.
    Eso, y todas las razones y utilidades que tú das, por supuesto.

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