Telépolis

domingo, 8 de mayo de 2011

Ajedrez


Hace océanos de tiempo, cuando mi hijo Nacho era estudiante de cuarto de la ESO, llegó una tarde del colegio con un grueso tomo que dejó sobre la mesa del salón antes de iniciar el ritual de la merienda. El ejemplar se titulaba “Finales de torres y peones”. 

- ¿De dónde has sacado esta joya?, le dije cuando volvió rumbo a la nevera.
- Me lo ha prestado mi monitor de ajedrez, dijo sin detenerse (ignoraba que tuviera “monitor de ajedrez”).

De vuelta, provisto de un yogurt de vainilla y un bocadillo enorme, le espeté de nuevo:
- ¿Para qué te lo ha prestado exactamente?
- Para que pueda mejorar mi juego.

He sido y soy un padre tolerante pero también inflexible cuando lo requieren ciertas situaciones.

- Lo que tienes que hacer es mejorar tus notas de historia y biología. Devuelve el libro de mi parte y olvídate de los finales de torres y peones. Si quieres ir a jugar los sábados por la mañana, vale, pero ahí termina tu formación ajedrecística.
El monitor, desairado, anunció que para asistir a las sesiones sabatinas era imprescindible embutirse varios tomos. Otra opción era apuntarlo al coro del colegio, lo que aceptó sin rechistar con ánimo impecable de sabio estoico…

Para saber qué campeón se perdía el mundo le invité conciliador a jugar una partida el viernes por la noche. Le gané las dos primeras. A partir de la tercera (y los siguientes viernes), en menos de veinte minutos me quedé sin piezas y
 dignidad. No lo hacía del todo mal. Culpable de autoridad dolosa, me consolé pensando lo listo que era, pero no cedí ni un ápice en mis principios pedagógicos. Ahora practica el tenis, el fútbol y el golf. Deportes al aire libre.      

Lo que no le dejé hacer a mi hijo, sin embargo, lo hice yo cuando fui profesor en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca (el único centro de enseñanza que ha sido mi patria y morada). También los sábados a las once de la mañana quedábamos en un aula pertrechada con Don Fernando M., entonces compañero y años antes temido profesor de matemáticas. Delante del tablero nos hipnotizaba con los pases lentos de sus manos blancas y pequeñas. Félix S., campeón juvenil de Castilla-la Mancha, alumno mío de COU, salpimentaba con sus partidas aplastantes el final de la jornada, un mosaico de luz y de sombras. Sólo conseguí ganarle una vez, justo antes de los exámenes finales.

Nunca fui buen jugador, entre otras cosas por mi tendencia al despiste monumental, aunque siempre me he tenido por un degustador aceptable de partidas magistrales. De soltero, no podía irme a la cama sin sentarme un rato delante del tablero y reproducir una partida entre grandes maestros. Ya no lo hago. Es sorprendente que el ajedrez, una vez que lo arrinconas, no deja secuelas en tu vida. Lo olvidas y a otra cosa, sin añoranzas ni obsesiones.  

Como jugador lo más que hice fue perder un tiempo precioso (nunca mejor dicho) en las inmensas tardes de la primavera conquense. Varios amigos quedábamos en la casa de mi colega Alberto V., situada en la parte alta de la ciudad, en el punto más cercano entre las hoces del Júcar y del Huécar: se ve la segunda por el balcón de la fachada y la primera por las ventanas de atrás. Envueltos en humo, luz de flexo, música barroca y taponcillos de coñac, asumíamos el papel dialéctico de las autoconciencias hegelianas, ansiosas por reconocerse en el espejo quebrado del otro. No puedo entender lo imposible que me resultaría hacer ahora algo semejante.  

Conozco a un fuerte aficionado que pertenece a una veterana asociación de ajedrecistas madrileños. Me invitó hace un par de años a una sesión de simultáneas en la que participaba Alexéi Dmítrievich Shírov (nacionalizado español en 1996), gran maestro y escritor de ajedrez. Al finalizar la demostración (ganó todas, menos unas tablas con mi amigo) me lo presentó, ocasión que aproveché para preguntarle algo que me daba vueltas en la cabeza desde que leí el libro de Víktor Korchnói  Chess is My Life. El apodado “Víctor el terrible” matiza en su autobiografía que había dedicado su vida al ajedrez, pero que en ningún caso el ajedrez era la vida, ni servía para la vida en sus múltiples facetas.

Le pregunté a Shirov, tras disculparme por mi curiosidad, si, en su opinión, el ajedrez servía para desarrollar la inteligencia en general o sólo la inteligencia para el ajedrez.
Por la rapidez con que contestó me dio la impresión de que no era la primera vez que le sacaban el tema. 

- Hay muchas etapas, dijo, en la vida de un ajedrecista: el principiante destacado, el aficionado de renombre, el maestro nacional, el gran maestro internacional, más otras fases graduales o intermedias. Es similar a los treinta y tres grados de la masonería. Durante un buen número de peldaños es posible que el ajedrez desarrolle la inteligencia para la vida, pero a partir de un cierto punto sólo desarrolla la inteligencia para el juego (¡brillante movimiento!).   

Un ejemplo de esta escalera de Jacob fue la reacción de Shirov, durante la sesión, al error fatal (propio de un mal jugador de casino) de uno de sus oponentes. Hasta yo mismo advertí que el falso movimiento propiciaba un sencillo mate en tres jugadas. Shirov pensó más de lo normal sospechando la celada; no entendía un lance que no existía para su juego, su cabeza tuvo que retroceder eras en segundos, se quedó atónito… finalmente, se encogió de hombros, le explicó cómicamente el mate a su rival, le dio la mano y le firmó la planilla a modo de autógrafo.

Los ajedrecistas tienen fama de gente rara y faltos de cordura. Recuerdo un par de relatos en los que el personaje principal es un jugador. El más conocido es la Novela del ajedrez de Stefan Zweig, el otro La defensa de Vladimir Nabokov. Más que recomendables. El protagonista de Zweig desarrolla una invencible neurosis reactiva y el de Nabokov una esquizofrenia que lo lleva al suicidio…

También Shirov nos contó (ante este nuevo tópico que desperté con aprensión) que el actual ajedrecista de élite tiene, en periodos de competición, una preparación muy completa: ejercicio físico (tablas de gimnasia, pesas, natación y tenis), psicólogo especializado, sofrólogo (no se qué es exactamente), entrenador personal, grupo de analistas, equipo informático, horas programadas de ocio, etc. Por supuesto guardé un exquisito silencio, pero no me convenció que tal parafernalia fuera un escudo protector contra el síndrome de Ruy López (más bien todo lo contrario).

El ajedrecista más grande de todos los tiempos, el genial Bobby Fisher (1943-2008), al que no me imagino inclinado a tales prácticas, campeón mundial entre 1972 y 1975, no fue precisamente un ejemplo de equilibrio físico y mental. Al contrario que su juego: los diagramas de sus partidas son representaciones bellas en sí mismas, como las partituras de Mozart o los mapas de los bosques canadienses. Cuando todo en la partida parece latente y en calma, Fisher crea desde la nada esa jugada admirable (¡¡¡) que hace temblar el tablero, como el allegro vivace de la sinfonía Júpiter o el viento repentino que agita la superficie de los arces; ese movimiento exacto, único, que Dios mismo hubiera firmado en esa mesa y ante ese rival. 

Reproducir las partidas de Fisher de la mano de algún especialista que lo admire, como Pablo Morán, es contemplar el ajedrez desde sus más altas cumbres. Sólo otro campeón del mundo, José Raúl Capablanca, alcanzó la sencillez y profundidad del gran maestro norteamericano. Bello y verdadero. Falleció el 18 de enero de 2008 a los 64 años (las casillas que tiene el tablero de ajedrez) en Reikiavik (Islandia) a causa de una enfermedad renal. 

Jorge Luis Borges dedicó dos hermosos (y conocidos) sonetos a este juego mayor, síntesis perfecta de la ciencia y el arte, las dos expresiones más logradas del espíritu humano. 

Ajedrez

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada 
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

2 comentarios:

  1. Muy bueno el relato de tu experiencia con el ajedrez, y muy de agradecer también que hayas copiado los dos espléndidos sonetso de Borges que se refieren a ese juego.

    ResponderEliminar
  2. Rodolfo, no tengo palabras para definirte porque me dejas tan sorprendida cada vez que te leo... eres un buen ejemplo a seguir. Me alegro porque tus hijos tengan un padre tan excelente y buena gente como tú.
    Saludos y cuídate amigo.
    Mª Jesús González

    ResponderEliminar