Splendet dum frangitur
El Romanticismo contrapondrá la razón y la vida como dimensiones antropológicas irreconciliables. Como consecuencia de esta visión, a mediados del siglo XIX surgieron en Europa algunas corrientes filosóficas contrarias al espíritu ilustrado, entre otras el vitalismo. Fue una corriente de pensamiento (incluso una moda intelectual) tan celebrada y extendida que prácticamente todas las manifestaciones de la cultura europea recibieron de un modo u otro la denominación de vitalistas, incluidas la biología, la literatura, la historia o la psicología… Estas variantes ideológicas coinciden en la consideración del mundo de la vida (lebenswelt) como un ámbito de realidad autónomo e irreductible.
El vitalismo filosófico se enfrentó a las escuelas positivistas, mecanicistas y, en general, naturalistas del momento que pretendían explicar la vida en términos rígidamente científicos. La metafísica de la vida exploró las posibilidades del nuevo concepto a través de distintas manifestaciones culturales, como los géneros literarios, la filosofía, la historia, la música o las artes plásticas. El vitalismo, la concepción romántica de la vida, queda plenamente realizada en el pensamiento del primer Nietzsche.
Apolíneo (Apolo era el dios de la luz y el sol, el símbolo de
la razón) y Dionisíaco (Dioniso era el dios de la vid, del vino, del
desenfreno y la orgía, el símbolo de la vida) son los arquetipos de esta nueva
interpretación.
Las ideas apolíneas de la
filosofía (alma, verdad, ser, causalidad, identidad, bien, justicia, Dios)
tienen para Nietzsche la función de detener y fijar el movimiento real de la
vida: la pluralidad, el azar, la dispersión, la diferencia, el carácter fragmentario
de lo real, la inocencia, el devenir amoral del eterno retorno; así como
preservar al sujeto de su sentido trágico: el riesgo, el extravío, el error, la
dispersión, la diferencia, el azar, la disolución, el dolor cósmico, la
voluntad de poder.
El vitalismo, en cuanto pensamiento que busca la soledad agreste de las cumbres, no se pregunta qué es la verdad sino cuánta verdad somos capaces de soportar. Para Nietzsche, sólo el artista trágico, el creador de valores, tiene la osadía de contemplar la vida sin temblor, el instinto de ser un puente y un ocaso, la fortaleza de asomarse, como Empédocles, a la sima ardiente del volcán y trasmutar su visión sobrecogida en amor al destino (amor fati): en no querer nada distinto de lo que es, ni en el futuro ni en el pasado, ni por toda la eternidad.
El arte dionisíaco, en cambio,
descansa en el juego de la embriaguez y del éxtasis. Dos poderes son, sobre
todo, los que, al hombre ingenuo, natural, lo elevan hasta el olvido de sí mismo
que es propio de la embriaguez: el instinto primaveral y la bebida narcótica.
Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium
individuationis queda roto, lo subjetivo desaparece ante la eruptiva
violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural.
Las fiestas de Dioniso no sólo
establecen un pacto entre los hombres, también los reconcilian con la
naturaleza. De manera espontánea la tierra ofrece sus dones, pacíficamente se
acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado
con flores de Dioniso. Todas las separaciones de casta que la necesidad y la
arbitrariedad han establecido desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble
y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En
muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la
“armonía de los mundos”. Cantando y bailando se manifiesta el ser humano como
miembro de una comunidad superior: se ha olvidado incluso de andar y de hablar.
Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en
otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel,
también en él resuena algo divino.
[Friedrich Nietzsche, El
nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo. Madrid, 1973, El
Libro de Bolsillo, Alianza Editorial.]
La metafísica de la vida tuvo su expresión más genial en la ópera de Richard Wagner (1813-1883).
El personaje que da nombre a su obra Tannhäuser y el torneo de cantores de Wartburg, estrenada en París en 1861, presenta, en palabras del autor, “a un artista sediento de vida hasta lo más profundo de su corazón
[Wagner, Tannhäuser, Bayreuther Festpiele, Giuseppe Sinopoli. 1DVD, 2006, EuroArts Music.]
Las escenas I y II del primer
acto se sitúan en la gruta de Venusberg, la morada de la diosa, donde se
suceden las delirantes bacanales mientras suenan los motivos arrebatadores de
la obertura. Un ardiente cuadro de desenfreno en el que un coro de bacantes
invita a los placeres sensuales a un cortejo de ninfas, faunos, jóvenes,
gracias y cupidos. En Venusberg permanece desde hace tiempo el noble
Tannhäuser, embriagado por el dulce yugo del amor, retenido por el hechizo de
la más bella de las diosas… Favorito de la vida, el poeta y trovador canta
agradecido las estrofas del himno a su inmortal amante, en las que finalmente
se vislumbra el funesto destino de Tannhäuser, la maldición divina, el pecado
original al que ningún hombre puede escapar: el ansia de dolor, la añoranza de
finitud, la voluntad de aflicción para la que no existe remedio; al fin, elige
la traición a la diosa, el abandono de su celeste palacio, el tránsito aciago a
la religión cristiana.
¡Qué suenen tus alabanzas! ¡Loado
sea el milagro
de tu poder que me hizo dichoso!
¡Mi canción se eleva jubilosa
por el dulce placer que tu favor
me otorga!
Mi corazón ansiaba la alegría,
¡ay!,
mis sentidos deseaban el gozo más
encendido.
Lo que en otros tiempos se
concedía sólo a los dioses
me lo diste graciosamente a mí,
que soy mortal.
Pero ¡ay!, mortal sigo siendo,
Y tu amor me resulta excesivo;
Aunque un dios pueda gozarte sin
pausa,
yo soy mortal y estoy sometido al
cambio;
no solo el placer me llena el
corazón
sino que mientras gozo, suspiro
por el dolor.
He de huir de tu reino,
¡oh reina, diosa, déjame partir!
El talento poético de Tannhäuser, que le permitió traspasar los umbrales del templo de la vida, se desvanece abrumado por los ropajes sombríos de la teología y le lleva a la negación de sí mismo y de la verdad dionisíaca del arte. La verdadera naturaleza de este cambio de rumbo en el personaje se percibe al comparar el Tannhäuser de Wagner con una de sus fuentes principales, el poema que Heinrich Heine había publicado en 1837, Espíritus elementales. En esta irónica versión de la leyenda, Heine presenta a un Tannhäuser que pasa felizmente siete años en el Venusberg hasta que siente un anhelo de “lágrimas y espinas” (un aspecto fundamental que Wagner retomaría con el “ansia de dolor” de su protagonista). En la versión de Heine, cuando Tannhäuser acude a Roma, le describe al Papa los placeres vividos en compañía de la dulce Venus y, como ocurre en la ópera de Wagner, el Papa le condena para toda la eternidad; sin embargo, Heine permite que Tannhäuser regrese tranquilamente a los brazos de Venus, quien lo recibe con una sopa caliente mientras él le trae los saludos del pontífice y le cuenta las aventuras que ha tenido en su viaje. La opción de Heine es clara: su Tannhäuser no necesita redención alguna. El conflicto entre el universo pagano de Venus y el cristiano de Roma se resuelve sin mayores problemas a favor del primero, en una perspectiva muy propia del vitalismo de la Joven Alemania.
[Rosa Sala Rose, Tannhäuser y el arte, Teatro Real, Ópera, Patronato de la Fundación Teatro Real.]
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