Telépolis

lunes, 5 de septiembre de 2011

Ford Madox Fox, El buen soldado


En su novela El buen soldado, Ford Madox Ford (1873-1939) presenta el sofisticado sistema de reglas que rigen la educación sentimental de la llamada “sociedad internacional” de comienzos del siglo XX (la nobleza terrateniente inglesa y la alta burguesía norteamericana) y el amor desesperado de Leonora Ashburnham por su marido Edward (asimismo, el amor de Edward por Maisie, Basil, Florence, Nancy y, en la práctica, cualquier bella mujer que no sea su esposa). Os propongo un lúcido (y discutible) fragmento de El buen soldado; habla en primera persona uno de los protagonistas de este drama personal y colectivo.

Yo he llegado a hacerme muy cínico en estas cuestiones; quiero decir que es improbable creer en la permanencia del amor del hombre o de la mujer. O, por lo menos, es imposible creer en la permanencia de una pasión temprana. Tal como yo lo veo, con relación al hombre por lo menos, un enamoramiento, el amor por una mujer determinada, está dentro del género de la ampliación de la experiencia. Con cada mujer hacia la que un hombre se siente atraído parece llegar un ensanchamiento de la propia visión o, si lo prefiere usted, parece llegar la adquisición de un nuevo territorio. La configuración de las cejas, el tono de la voz, un extraño gesto característico, todas estas cosas –y son estas cosas las que hacen la pasión amorosa-, todas estas cosas, digo, son, en el horizonte del paisaje, otros tantos objetos que tientan a un hombre para que vaya más allá, para que explore. Quiere llegar, por así decirlo, detrás de esas cejas con un dibujo peculiar, como si deseara ver el mundo con los ojos que protegen. Quiere oír esa voz ensayando todas las afirmaciones posibles, hablando de todos los asuntos imaginables; quiere ver esos gestos característicos delante de todos los fondos.
Sobre el instinto sexual sé muy poco y no creo que signifique mucho en una pasión realmente grande. Puede despertarse por cosas tan insignificantes –un cordón desatado de un zapato, la mirada de unos ojos al pasar-, que creo mejor dejarlo fuera de nuestros cálculos. No quiero decir con todo esto que existan grandes pasiones sin el deseo de llegar a la consumación. Eso me parece que es un hecho sabido y que se trata por tanto de una cuestión que no es necesario comentar. Es una cosa, con todos sus accidentes, que hay que dar por sentado, como en una novela, o en una biografía, damos por sentado que los personajes toman sus comidas con cierta regularidad. Pero la verdadera fiebre del deseo, el verdadero fuego de una pasión largo tiempo mantenida y que termina por agotar el alma de un hombre, es el vehemente anhelo de identidad con la mujer que ama. Desea ver con los mismos ojos, tocar con los mismos órganos del tacto, oír con los mismos oídos, perder su identidad, sentirse envuelto, ser sostenido. Porque se diga lo que se quiera sobre la relación entre los sexos, no hay hombre que ame a una mujer sin desear acudir a ella para renovar su arrojo, para acabar con sus dificultades. Y ése será el manantial del deseo que sienta por ella. Todos tenemos mucho miedo, todos estamos muy solos, todos estamos muy necesitados de alguna confirmación exterior de que merecemos existir.
De manera que, durante algún tiempo, si tal pasión llega a consumarse, el hombre conseguirá lo que desea: logrará el apoyo moral, el aliento, el alivio de la sensación de soledad, la seguridad de su propia valía: pero estas cosas pasan; pasan tan inevitablemente como las sombras atraviesan los relojes de sol. Es triste, pero es así. Las páginas del libro se hacen familiares; hemos tomado demasiadas veces la curva más hermosa del camino. Bien, esta es la parte triste de la historia.
Y sin embargo, creo firmemente que para cada hombre llega al fin una mujer… pero no; esa es la manera equivocada de formularlo. Para cada hombre llega al fin una época de la vida en que la mujer, al poner en movimiento su sello en la imaginación masculina, lo pone definitivamente. Ese hombre no viajará ya en busca de nuevos horizontes; nunca más se echará el macuto a la espalda; abandonará esos excesos. Se habrá retirado. 

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