Completo una de las frases recurrentes de la estupendo western de Sergio Leone El bueno, el feo y el malo: “el mundo se divide en dos… los ordenados y los desordenados”.
Pero no es fácil ajustar el mundo a la fórmula, si es que hablamos de personas. Traigo algunos ejemplos sin más pretensiones que distraer el rato.
Para empezar, uno no es ordenado toda la vida. He sido letalmente desordenado hasta los dieciocho años (es posible que envejeciera antes de tiempo, lo cual es común a mi generación), pero ahora encuentro en el orden una fuente inagotable de ventajas, incluido el orden de los conceptos (como reza el título de un inefable manual de lógica escrito por el teólogo Jacques Maritain).
Tampoco sirve la sentencia para una etapa de la vida. Nadie es ordenado por definición. Orden y desorden conviven felizmente y sin pautas (otra vez la noble ética de circunstancias). Se dan casos (raros) de mujeres ordenadas, pero nunca en todo. Tres contraejemplos: el armario ropero, el mueble del baño y el bolso. Nunca he comprendido qué encuentran las damas al bolso. De acuerdo, son bonitos, elegantes, exclusivos, pero sobre todo son causa de disgustos y discusiones. Suena el móvil de profundis: tras una búsqueda frenética entre invectivas (lo mejor es quitarse de en medio y, si no es posible, evitar lances) aparece al fin… cuando han llamado tres veces; ahora le toca pagar la vuelta. Las llaves del coche están siempre en ignorado paradero, hasta que resurgen (siempre están) del fondo del abismo. Si busca la agenda telefónica, brotan del interior cantidades ingentes de papel caduco: la factura del bautizo de la niña, un comprobante del banco ¡cuando era soltera!, una servilleta de papel con el teléfono y el nombre de una amiga que no conoce, un billete de cien pesetas, una multa del coche anterior (de la que nunca habló), un pendiente huérfano… Todo un derroche de memoria histórica.
Ahora los caballeros: un antiguo amigo y compañero de trabajo, excelente persona, de una inteligencia contrastada, gestor milimétrico de la cosa pública, una cabeza en la que cabe la educación reglada, ¡odiaba a muerte los ordenadores!
Nos matriculamos juntos (por imperativo legal) en un curso a distancia del PNTIC sobre Internet.
- Me meto en esto para no parecer demasiado paleto, dijo sin excesiva convicción, cuando la ironía se pintó en mi rostro.
No le duró mucho el entusiasmo. A la semana siguiente le pregunté si había entregado los ejercicios (dedicados al correo electrónico).
- He mandado el curso a......., estalló indignado. ¡Para decir "Hola" a tu abuela hay que estudiarse dos tomos!
Le persuadimos, le ayudamos, le mimamos y la cosa salió adelante. Recuerdo que una tarde fui a su casa a explicarle como se configuraba una aplicación ftp (el último tema). Cuando abrí el ordenador me caí al suelo rodando de risa (él después). ¡Era un cajón de sastre impenetrable! El escritorio estaba lleno de enlaces a la nada, carpetas repetidas, archivos fantasmas, programas inservibles, pitidos, alertas y errores continuos… Y un pistolón enorme conectado al procesador para matar marcianos.
Pero lo mejor del curso fue la traca final. Una noche estaba con el pijama puesto, dispuesto a tragarme El Larguero, cuando sonó el teléfono.
- No puedo conectarme a la red, me dijo mi amigo angustiado. He hecho todo lo que dice el manual y nada. No puedo enviar el ejercicio final que hicimos el otro día y hoy se acaba el plazo.
Durante una hora repasamos los procedimientos. Todo en orden.
Un relámpago cruzó por mi frente:
- ¿Has conectado el ordenador a la roseta del teléfono?
- ¿Qué teléfono? ¿Es que no basta el navegador? Tengo el Netscape abierto…
Lo último: Internet por telepatía.
Tampoco coinciden necesariamente en la misma persona el orden externo (la conducta) y el interno (la mente): alguien puede repetir a diario un repertorio compulsivo de rituales (al levantarse, al lavarse las manos, al desayunar, al vestirse, etc.) y sufrir un severo desorden mental. Y al revés, uno de mis admirados maestros, el profesor MT, filósofo y catedrático de enseñanza media, siempre ha nadado en un caos de objetos perdidos, situaciones trastocadas, relaciones caóticas, pero es un águila de las cumbres: siempre encuentra todo. Y no me refiero a las camisas; su mente distingue sin vacilar la verdad de la falsedad, la certeza del error, la opinión de la ignorancia, la evidencia de la duda, la lealtad de la mentira.
En ocasiones funciona la máxima del film. El caso más espectacular que conozco de armonía perfecta entre desorden interno y externo fue el de mi colega de campus y conocido de primera, el Patas, entrañable ciudadano de la imperial Toledo. Su triángulo parental era un escaleno impresentable. Dos hijos. Su madre, una beata recalcitrante, anclada en supersticiones medievales y babas de segunda mano, adoraba al mayor, un modelo de vida ejemplar al que todo el mundo huía (la gente se cambiaba de acera sólo con pensar en él), mientras que al Patas no le hacía ni puñetero caso. El padre, un tipo autoritario y amargado, dedicaba toda su atención al pequeño… para abrumarlo con sus monsergas, sacarlo de sus casillas y humillarlo. El Patas estudiaba filología inglesa en Madrid y vivía en un piso de sus padres en Aluche. Sólo fui una vez al piso. Ya en el portal sentí el tufillo. Cuando abrió la puerta un olor insoportable me echó para atrás. Entré impulsado por el motivo más fuerte: un empellón del Patas (y la curiosidad malsana). Lo que contemple me dejó tieso. ¡No tiraba la basura en meses! La montaña de desperdicios llegaba al techo (¡no exagero!). Pero el toque maestro del Patas era su modus operandi. Había instalado una tienda de campaña en el salón anclada con tacos al parqué. Allí comía (calentaba las latas de judías con un camping gas) y dormía en un saco mugriento. Finalmente, tras varias semanas, a petición del vecindario atufado, intervino la policía y Sanidad. Su madre, al ver el paisaje, sufrió una crisis nerviosa que duró meses y el padre sencillamente lo echó de casa (como le sucede a Alex, el protagonista de La Naranja Mecánica). Dejó los estudios y entró en el mundo de la hostelería; acabó en Marbella dedicado al “turismo” y me consta que allí ha prosperado y amanece que no es poco…
Para terminar, dos paradojas del orden: se suele asociar la derecha política a la “gente de orden” y la izquierda a la ruptura del orden establecido. Esto es cierto para la vida pública pero no la privada. Los mayores desórdenes morales se dan en la extrema derecha de la clase alta: ludopatías, adulterios, camas redondas, prostitución, alcohol, embarazos no deseados, drogas, corrupción… mientras que la "izquierda real" hace gala de una moral puritana, pacata y austera, en nombre del progreso. ¡Cuanto más a la “izquierda” más “complejo de derechas”!, según la feliz expresión de los psicoanalistas franceses Jean Plumyène y Raymod de la Sèrre, acuñada en un libro tronchante de mismo título.
La misma disonancia sombría que afecta al orden sacerdotal. Por un lado, el rígido sistema de servilismos eclesiales, normas represivas, imposiciones jerárquicas, virtudes teologales; por otro los desórdenes carnales (de los que no quiero hablar) y espirituales (tan sonados los primeros como los segundos; estos últimos, los que denunció Nietzsche).
Para empezar, uno no es ordenado toda la vida. He sido letalmente desordenado hasta los dieciocho años (es posible que envejeciera antes de tiempo, lo cual es común a mi generación), pero ahora encuentro en el orden una fuente inagotable de ventajas, incluido el orden de los conceptos (como reza el título de un inefable manual de lógica escrito por el teólogo Jacques Maritain).
Tampoco sirve la sentencia para una etapa de la vida. Nadie es ordenado por definición. Orden y desorden conviven felizmente y sin pautas (otra vez la noble ética de circunstancias). Se dan casos (raros) de mujeres ordenadas, pero nunca en todo. Tres contraejemplos: el armario ropero, el mueble del baño y el bolso. Nunca he comprendido qué encuentran las damas al bolso. De acuerdo, son bonitos, elegantes, exclusivos, pero sobre todo son causa de disgustos y discusiones. Suena el móvil de profundis: tras una búsqueda frenética entre invectivas (lo mejor es quitarse de en medio y, si no es posible, evitar lances) aparece al fin… cuando han llamado tres veces; ahora le toca pagar la vuelta. Las llaves del coche están siempre en ignorado paradero, hasta que resurgen (siempre están) del fondo del abismo. Si busca la agenda telefónica, brotan del interior cantidades ingentes de papel caduco: la factura del bautizo de la niña, un comprobante del banco ¡cuando era soltera!, una servilleta de papel con el teléfono y el nombre de una amiga que no conoce, un billete de cien pesetas, una multa del coche anterior (de la que nunca habló), un pendiente huérfano… Todo un derroche de memoria histórica.
Ahora los caballeros: un antiguo amigo y compañero de trabajo, excelente persona, de una inteligencia contrastada, gestor milimétrico de la cosa pública, una cabeza en la que cabe la educación reglada, ¡odiaba a muerte los ordenadores!
Nos matriculamos juntos (por imperativo legal) en un curso a distancia del PNTIC sobre Internet.
- Me meto en esto para no parecer demasiado paleto, dijo sin excesiva convicción, cuando la ironía se pintó en mi rostro.
No le duró mucho el entusiasmo. A la semana siguiente le pregunté si había entregado los ejercicios (dedicados al correo electrónico).
- He mandado el curso a......., estalló indignado. ¡Para decir "Hola" a tu abuela hay que estudiarse dos tomos!
Le persuadimos, le ayudamos, le mimamos y la cosa salió adelante. Recuerdo que una tarde fui a su casa a explicarle como se configuraba una aplicación ftp (el último tema). Cuando abrí el ordenador me caí al suelo rodando de risa (él después). ¡Era un cajón de sastre impenetrable! El escritorio estaba lleno de enlaces a la nada, carpetas repetidas, archivos fantasmas, programas inservibles, pitidos, alertas y errores continuos… Y un pistolón enorme conectado al procesador para matar marcianos.
Pero lo mejor del curso fue la traca final. Una noche estaba con el pijama puesto, dispuesto a tragarme El Larguero, cuando sonó el teléfono.
- No puedo conectarme a la red, me dijo mi amigo angustiado. He hecho todo lo que dice el manual y nada. No puedo enviar el ejercicio final que hicimos el otro día y hoy se acaba el plazo.
Durante una hora repasamos los procedimientos. Todo en orden.
Un relámpago cruzó por mi frente:
- ¿Has conectado el ordenador a la roseta del teléfono?
- ¿Qué teléfono? ¿Es que no basta el navegador? Tengo el Netscape abierto…
Lo último: Internet por telepatía.
Tampoco coinciden necesariamente en la misma persona el orden externo (la conducta) y el interno (la mente): alguien puede repetir a diario un repertorio compulsivo de rituales (al levantarse, al lavarse las manos, al desayunar, al vestirse, etc.) y sufrir un severo desorden mental. Y al revés, uno de mis admirados maestros, el profesor MT, filósofo y catedrático de enseñanza media, siempre ha nadado en un caos de objetos perdidos, situaciones trastocadas, relaciones caóticas, pero es un águila de las cumbres: siempre encuentra todo. Y no me refiero a las camisas; su mente distingue sin vacilar la verdad de la falsedad, la certeza del error, la opinión de la ignorancia, la evidencia de la duda, la lealtad de la mentira.
En ocasiones funciona la máxima del film. El caso más espectacular que conozco de armonía perfecta entre desorden interno y externo fue el de mi colega de campus y conocido de primera, el Patas, entrañable ciudadano de la imperial Toledo. Su triángulo parental era un escaleno impresentable. Dos hijos. Su madre, una beata recalcitrante, anclada en supersticiones medievales y babas de segunda mano, adoraba al mayor, un modelo de vida ejemplar al que todo el mundo huía (la gente se cambiaba de acera sólo con pensar en él), mientras que al Patas no le hacía ni puñetero caso. El padre, un tipo autoritario y amargado, dedicaba toda su atención al pequeño… para abrumarlo con sus monsergas, sacarlo de sus casillas y humillarlo. El Patas estudiaba filología inglesa en Madrid y vivía en un piso de sus padres en Aluche. Sólo fui una vez al piso. Ya en el portal sentí el tufillo. Cuando abrió la puerta un olor insoportable me echó para atrás. Entré impulsado por el motivo más fuerte: un empellón del Patas (y la curiosidad malsana). Lo que contemple me dejó tieso. ¡No tiraba la basura en meses! La montaña de desperdicios llegaba al techo (¡no exagero!). Pero el toque maestro del Patas era su modus operandi. Había instalado una tienda de campaña en el salón anclada con tacos al parqué. Allí comía (calentaba las latas de judías con un camping gas) y dormía en un saco mugriento. Finalmente, tras varias semanas, a petición del vecindario atufado, intervino la policía y Sanidad. Su madre, al ver el paisaje, sufrió una crisis nerviosa que duró meses y el padre sencillamente lo echó de casa (como le sucede a Alex, el protagonista de La Naranja Mecánica). Dejó los estudios y entró en el mundo de la hostelería; acabó en Marbella dedicado al “turismo” y me consta que allí ha prosperado y amanece que no es poco…
Para terminar, dos paradojas del orden: se suele asociar la derecha política a la “gente de orden” y la izquierda a la ruptura del orden establecido. Esto es cierto para la vida pública pero no la privada. Los mayores desórdenes morales se dan en la extrema derecha de la clase alta: ludopatías, adulterios, camas redondas, prostitución, alcohol, embarazos no deseados, drogas, corrupción… mientras que la "izquierda real" hace gala de una moral puritana, pacata y austera, en nombre del progreso. ¡Cuanto más a la “izquierda” más “complejo de derechas”!, según la feliz expresión de los psicoanalistas franceses Jean Plumyène y Raymod de la Sèrre, acuñada en un libro tronchante de mismo título.
La misma disonancia sombría que afecta al orden sacerdotal. Por un lado, el rígido sistema de servilismos eclesiales, normas represivas, imposiciones jerárquicas, virtudes teologales; por otro los desórdenes carnales (de los que no quiero hablar) y espirituales (tan sonados los primeros como los segundos; estos últimos, los que denunció Nietzsche).
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