Telépolis

lunes, 17 de octubre de 2011

De lo bello y sus formas



Con la debida modestia y todo tipo de reservas, pretendo seguir el rastro al término “belleza”. Una palabra mágica que todo el mundo emplea en múltiples contextos y aplica generosamente a los seres que le circundan (dioses, personas, animales o cosas). Pero como diría un reputado dialéctico: la pregunta no es qué cosas son bellas, sino qué es la belleza en sí misma.

Me enfrascaré en los textos de los maestros pensadores desde los inicios hasta donde considere que la cosa me supera, me aburre o carece de causa; hurgaré curioso en las obras que tratan el concepto de belleza: por ejemplo y para empezar, el Hipias mayor de Platón o la Poética de Aristóteles. Tampoco sé con certeza qué autores están dentro o fuera del círculo de tiza.

Comparto mis notas en el apartado del blog Mis lecturas filosóficas.

La Real Academia Española de la Lengua incluye, entre otras, una definición general y otra con significado estético del término "belleza":


1. Propiedad de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas.


2. La que se produce de modo cabal y conforme a los principios estéticos, por imitación de la naturaleza o por intuición del espíritu.


La primera fue acuñada probablemente en la época en que se fundó la real institución (1713) por iniciativa del ilustrado Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona (Wikipedia). A primera vista, la definición incluye al menos cinco peticiones de principios todavía más complejas que el término definido.


La segunda, más certera a priori, es anterior a la Academia y parece un collage compuesto de las ideas estéticas de la filosofía aristotélica y la escolástica medieval. Nada que objetar: la Real Academia limpia fija y da esplendor y poco más.


Una u otra, las premisas del razonamiento son bastante escuálidas. Provisto de tan ligero equipaje me pongo en marcha y ya veremos, si es que vemos algo. Las pongo por escrito.


Ocurre que el término “belleza” puede ser usado pero no mencionado en un metalenguaje preciso. O sea: con el respeto obligado a su gramática es lícito hacer un uso masivo del término pero no pasarse de listo. El lenguaje natural está bien hecho, por tanto hay que dejarlo en paz y no hacer preguntas que desfiguren sus límites (Wittgenstein). Debemos centrarnos en la función coloquial, en la que nos encontramos a salvo de problemas abstrusos. Todos entendemos lo que quiere decir “un bello vestido, un bello caballo, una acción bella, un cuadro bello o una bella mujer”. Prescindamos de la función metalingüística en la que solo abundan tipos muy raros.


En mi opinión, el término “belleza” es un comodín del lenguaje que a nadie molesta. Tratemos de traducir los ejemplos anteriores a términos empíricos (o técnicos) y veremos lo fácil que resulta. Todo encaja a pedir de boca.

Invito a practicar el juego “un mundo sin colores”: no vale utilizar la palabra bello, belleza y palabras de la misma raíz. Cada vez que se infringe la regla se paga prenda: el culpable debe aportar un “objeto material” (lo espiritual no vale) que considere bello. Por ejemplo, una falda y así sucesivamente. He jugado varias veces y no pasa nada; entre otras cosas, porque utilizamos en su lugar la palabra “bonito”. Pero esta palabra procede del latín bonus cuyo significado original es bien distinto y además su aclaración semántica nos llevaría a otro laberinto similar al que ahora nos atrapa. “Bueno y Bonito”, dos términos inextricables (no “barato”).

Aunque es evidente que un viaje al corazón de la filosofía no debe acabar así. Las palabras (Sartre), Palabra y objeto (Quine), Cómo hacer cosas con palabras J
ohn L. Austin, Las palabras y las cosas (Foucault), cuatro enfoques del mismo problema.

La definición estética plantea problemas todavía más urgentes.

Valgan de aperitivo las palabras de Fernando Zóbel, uno de los pintores más representativos de la pintura abstracta: No sé muy bien lo que es “un cuadro bello”. La palabra belleza se ha vuelto muy sospechosa, y no sabemos muy bien lo que entiende la gente cuando la emplea. Yo por lo menos la utilizo poco para evitar confusiones. La frase “cuadro bello” tiene cierto sentido inconsciente a temática decimonónica: a crepúsculos y desnudos suntuosos, a nocturnos con cipreses y agonías históricas. Perversamente se piensa en el tema y no en el cuadro. Yo diría que un cuadro es bello cuando cumple claramente su intención. En ese sentido, claro que me interesa. Todo cuadro es nueva búsqueda, y cuando culmina es aportación. Cada lienzo nuevo es una aventura, aunque no se trate de ogros y dragones.
Más madera.

Definir la belleza (referida a las artes plásticas, a las que en el fondo se apunta) como “lo que resulta agradable a los sentidos y causa placer” es simplificar en exceso y una visión incompleta. La belleza incorpora elementos sensibles relacionados con la percepción, pero también con el resto de los procesos cognitivos: la imaginación, la memoria, el aprendizaje, las emociones y sobre todo el pensamiento. La belleza es, finalmente, una construcción intelectual. Pero tal construcción no es unívoca sino polifacética. El interés del arte estriba ante todo en su concepción perspectivista. Nunca la belleza es idéntica a sí misma sino singular e irrepetible: por tanto, ajena a la definición y al concepto; la belleza no contiene esencia.

Tremendo.

Otrosí. Cada época histórica ha mantenido su particular criterio de belleza; para simplificar mediante el tópico: la belleza entendida como canon, armonía y orden en el Arte griego; como equilibrio estructural de los elementos en el Arte medieval; como exuberancia ornamental y expresión de intensas pasiones en el Arte Barroco; como proporción equilibrada de formas y volúmenes en el Arte Neoclásico; como sentimiento de lo trágico y lo sublime en el Romanticismo... Cada teoría del arte presenta una idea de lo bello distinta e inconmensurable.

Imposible una síntesis.

Además, no sabemos si la belleza es un valor objetivo o subjetivo. Las teorías objetivistas sostienen que lo que hace bella a una obra son sus propiedades internas. Cuando atribuimos el valor estético, lo atribuimos a la obra de arte en sí misma. La belleza se basa en la constitución de la obra, no en las apreciaciones personales de un eventual consumidor.

Las teorías subjetivistas sostienen al contrario que lo que hace bella a una obra, no son sus propiedades internas sino la contemplación: como cualquier valor, finalmente es el resultado de la estimación de un sujeto. 
Seguimos igual.

Por último, toda obra de arte está constituida por un conjunto de elementos que pueden ser presentados por separado: estilísticos, simbólicos, metafóricos, conceptuales, discursivos, narrativos, poéticos, expresivos, contextuales, etc. Pero entre ellos no aparece la belleza. ¿Es acaso el resultado de la conjunción astral de algunos o todos los elementos?

Más difícil todavía.

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Esto puede sonar algo cínico: no tengo fe en que la expedición concluya con éxito. Es más, no me interesa especialmente lo que sea la belleza en sí misma ni sus derivados. Si algo detesto en este mundo es el esteticismo. Lo que me mueve a seguir es la cantidad ingente de temas asociados, colaterales, anexos, implicados, convergentes o contrarios que puedan salir de los arbustos como perdices en batida mañanera. Por ejemplo, en el Fedro platónico, a propósito de la belleza de amar, hay dos exposiciones dentro de la exposición, una de Lisias y otra de Sócrates, en las que se analizan las desventajas del amor, sus engaños, argucias, intereses y maldades. (O cómo la función latente del matrimonio es tapar este agujero y por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo…)


Deseo embarcarme en “una aventura intelectual” en el sentido que diera Ortega a la expresión: mientras que las ciencias particulares tienen de antemano delimitado su objeto, la filosofía es una búsqueda de lo desconocido como tal. Un filósofo, según Ortega, es un ojeador que inicia su andadura ignorando lo que indaga. Sus hallazgos son espectros que cobran vida subitánea. Filosofar es desvelar lo inhóspito en su acepción radical.


El científico, una vez fijada la fórmula exacta, se dedica a transformar el mundo para bien o para mal, mientras que el filósofo entiende su actividad como un saber con el cual y sin el cual todo sigue siendo tal cual (la cita no es de Ortega sino de mi profesor de filosofía en Cuenca, Don Alberto del Pozo)… Se método es el respeto a la belleza y a la fragilidad de las cosas. El mismo que sostiene Zóbel.

¡Grandes maestros, a fe mía!

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