Joris-Karl Huysmans (1848-1907), A contrapelo
Pero lo que más le había llegado a conmover, causándole una dicha inefable, había sido la melodía del canto gregoriano que el organista de la iglesia había sabido mantener haciendo caso omiso de las nuevas tendencias.
Esta forma melódica, considerada ahora como una forma caduca y gótica de la liturgia cristiana, como una curiosidad arqueológica, como una reliquia de los siglos pasados, era, en realidad, la voz de la antigua Iglesia, el alma de la Edad Media, la eterna plegaria cantada y modulada según el ritmo de los impulsos del alma, el himno que de forma permanente se va elevando hacia el Altísimo a través de los siglos.
Esta melodía tradicional era la única que, por sus vigorosos acordes cantados al unísono, su imponente y solemne armonía, parecida a la de las piedras labradas de los muros de sillería, pudo acoplarse y estar a tono con las viejas catedrales, llenando con su ritmo las bóvedas románicas de las que parecía ser la emanación y la voz misma.
¡Cuántas veces Des Esseintes se había sentido sobrecogido y sacudido por un soplo potente e irresistible, mientras el Christus factus est del canto gregoriano se elevaba por la nave de la iglesia cuyas columnas temblaban entre las nubes del humo del incienso, o cuando se oía el gemido del De profundis que sonaba de forma lúgubre, como un sollozo contenido, y desgarrado como una súplica desesperada de la humanidad que llora su destino mortal e implora la misericordia enternecida de su Salvador!
En comparación con este canto magnífico, creado por el genio de la Iglesia, impersonal y anónimo, como el órgano mismo, cuyo inventor resulta desconocido, la demás música religiosa le parecía profana. En el fondo, en todas las composiciones de Jomelli y de Porpora, de Carissimi y de Durante, en las obras más admirables de Haendel y de Bach, no existía la renuncia al éxito y al reconocimiento público, ni el sacrificio del efecto artístico o la abdicación de ese orgullo humano que se escucha a sí mismo cuando reza; como mucho, podría decirse que, en las imponentes misas de Lesueur que se celebraban en Saint-Roch, el estilo de la auténtica música religiosa reaparecía grave y majestuoso, acercándose por su sobriedad a la austera majestuosidad del viejo canto gregoriano.
Con tu permiso (y el de Huysmans) voy a copiar este fragmento como ejemplo de un decadentismo que con el paso de los años me parece mucho más convincente que cualquiera poética realista. ¿Conoces el libro de Juan Carlos Asensio sobre el gregoriano? Lo disfrutarías.
ResponderEliminar