Telépolis

lunes, 14 de mayo de 2012

Democracia biosocial


¿Cuál es la forma del Estado que hace al hombre más libre y, por tanto, más feliz? Descartamos los Estados autoritarios, totalitarios o integristas. Nos quedan dos modelos: el Estado neoliberal, propio de Estados Unidos y el Estado del bienestar, el sistema extinto de la Unión Europea (ejemplos ambos de una democracia representativa). La llamada “democracia participativa” es una prolongación maquillada, camuflada de nuevas tecnologías, del viejo contrato social. No me convence ninguna y más con lo que está cayendo.

Me quedo con un modelo de sociedad civil que no existe y dudo que se esté gestando. Lo elijo por su carácter imaginario, abierto a la especulación, no sometido aun al desgaste del oprobio; es decir, por su carácter utópico. Son muchas las formas utópicas del Estado, algunas triviales, otras peligrosas, pero, entre todas, propongo la democracia biosocial: precisamente porque no sabemos de qué se trata y porque cada ciudadano puede llenar el molde de la libertad con sus fantasmas antropológicos. Yo también tengo los míos, y aunque contemplo la ficción como un lienzo en blanco, me voy a permitir algunos devaneos.

Sostengo que los puntales de esa sociedad ideal son la familia extensa, el matriarcado y la poliandria.

La familia extensa organiza el parentesco mediante la unión de un conjunto de familias consanguíneas con sus cónyuges e hijos respectivos. Lo característico de la familia extensa es la ampliación de la crianza y la educación filial. Unas veces, la mujer tiene las mismas obligaciones y afectos hacia sus sobrinos y sobrinas carnales que hacia sus hijos. Otras, el hombre se ocupa de los hijos de sus hermanas, mientras los suyos están a cargo de los hermanos de su esposa. (¡Vaya lío!). Dicho de otro modo: de las dos familias a las que pertenecen, tienen más obligaciones y vínculos emocionales con la familia en la que han nacido que con la familia que han creado. La familia extensa consiste en una parentela central de hermanos, hermanas e hijos comunes y una periferia conyugal. ¡No les parece perfecta!

Si quieren entender las razones a favor de la familia extensa, lean la entrada del blog El mal en el mundo. Mi proyecto es de carácter sociobiológico: defendemos que la cultura interactúe con la biología desde otros principios fundacionales. Respaldamos la continua y profunda interacción entre ambas en un proceso único cuya consecuencia sea la aparición de una realidad biosocial eficiente, de un hombre nuevo, evolucionado, adaptado a la vida en las sociedades complejas, dotado para las interacciones primarias y secundarias, capaz de evitar la extinción de la especie.  

El matriarcado, segunda conjetura, se caracteriza por la situación predominante de la esposa frente al esposo. En esta versión del matrimonio, el vínculo conyugal y las alianzas externas se forman a partir de las líneas consanguíneas de la mujer. Además, el matrimonio matriarcal comporta que los cónyuges viven en casa de la esposa, y los hijos son identificados y reciben los privilegios de la herencia por parte de la madre.

Finamente, la familia extensa y matriarcal deberá adoptar la poliandria como forma jurídica del matrimonio: es decir, la normalización del vínculo de una mujer con dos o más hombres... con la red de relaciones sociales, culturales, y sexuales que esto supone. ¿Se imaginan el cambio?

Las razones son también evolutivas. La mujer es más perfecta que el hombre en todos los órdenes (fisiológico, mental, cognitivo, moral, social). El restablecimiento de un ritmo paralelo entre biología (la aparición de una especie renovada mediante mutaciones favorables) e historia (condenada al apocalipsis) es crucial para evitar nuestra desaparición de la faz de la tierra. Esta apuesta pascaliana por la mujer, la única opción de supervivencia posible, exige un cambio radical en los papeles y posiciones adscritos a las diferencias sexuales. ¡Sólo ellas nos harán libres, al revés que en el paraíso terrenal!

Saltamos del Estado al individuo y su soledad constituyente, empeñado en lo que llamamos pomposamente “felicidad personal”. De nuevo mis quimeras miran a la sociogénesis. La autoconciencia, la figura del espíritu libre, debe fundar su causa en cuatro valores supremos: la armonía, la independencia, la compasión y la inocencia. La primera apunta al viejo Platón: sólo un sujeto en el que se ahorman la parte corporal, emocional y racional puede adaptarse con éxito a los rigores del medio ambiente. La segunda apunta a Francis Bacon: la ausencia de ídolos, prejuicios, ataduras ideológicas, religiosas y morales, fomentará la aparición de una sabiduría colectiva que no sea un peligro letal para la especie. La tercera apunta a Rousseau, al sentimiento de la compasión: un impulso generoso que evita el sufrimiento de los demás y la confrontación de todos contra todos. La cuarta apunta a Nietzsche y a su visión del superhombre: Finalmente, la libertad como creación del genio deja paso a la inocencia. El hombre nuevo, libre, feliz, se convierte en un niño. Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, un santo decir “sí”. El niño es el umbral, la puerta luminosa a esas mil sendas que no han sido recorridas, mil formas de salud y mil compensaciones ocultas en la vida

(Armonía, independencia, compasión, inocencia, los valores del eterno femenino).

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