Pero hoy que todo ha terminado, ahora que no
queda más que el polvo de tanto mal, de
tanto bien, ahora puedo contar su extraña aventura.
El gran Meaulnes
La culminación en Francia de lo que
denominé en la anterior entrada “estética de la escasez” es Le grand Meaulnes, única obra del escritor Alain Fournier. Fue
precisamente su escasez lo que me impulsó a leerla. Cito un fragmento
de la introducción de José María Valverde:
En
efecto, había encontrado fugazmente a una bella muchacha con la que tuvo una
breve conversación a orillas del Sena. La muchacha desapareció, y Alain
Fournier se puso a buscarla ansiosamente a través de los años, mientras
incorporaba su imagen a las páginas de su relato como la señorita Yvonne de
Galais. Ocho años después, por fin encontró a la que sólo podía llamar para sí
“la Belle Jeune Fille”: estaba casada y tenía hijos. Pocos meses más tarde se
publicaba El grand Meaulnes:
podríamos suponer, conociendo estos datos, que, transformada la emoción en
literatura, Alain Fournier proseguiría luego su carrera literaria hasta
redondear su obra. Pero no iba a ser así: unos meses después, estalla la que entonces
se llamó “drôle de guerre”, y luego “Gran guerra”, y hoy, fríamente “Primera
Guerra Mundial”, y Alain Fournier fue uno de los primeros movilizados que
cayeron (en Septiembre de 1914: en vísperas de cumplir veintiocho años).
El
gran Meaulnes
contiene abundantes rasgos de una opera
prima; el más evidente es la proximidad entre elementos biográficos y narrativos: la niñez, la escuela, los amigos, la tierra natal, el primer amor, el viaje... La estructura de la novela es lineal, espontánea, sin trucos; el lenguaje es sencillo (el texto se utiliza con frecuencia en la enseñanza secundaria francesa) y carente de un estilo buscado. Todo parece anunciar lo trivial,
pero lo que surge del crisol es una obra maestra, esa extraña maravilla de la que habla Valverde.
La clave estriba en la
mutación de unos materiales fáciles, sin futuro aparente, en un relato único dónde
lo cercano se torna imprevisible. Uno de los mayores logros de la novela es la
deriva de lo cotidiano hacia lo insólito. Pero la transición no se produce de pronto, desde la primera línea; no se trata de un cuento fantástico o de terror donde resulta lo anormal desde el principio. Al contrario, los cambios son
lentos, graduales, imperceptibles; según pasan los capítulos vamos advirtiendo con sorpresa (con esa
duración que propone el buen gerundio) que las cosas no son lo que
parecen. Lo que se anuncia como un relato de costumbres termina en un cuento de caballeros y princesas.
Uno de los aspectos más
valiosos de El gran Meaulnes es el
crecimiento de la obra. Hasta tal punto que a veces tenemos la impresión de que Fournier no tiene una idea clara del capítulo siguiente.
Augustin Meaulnes, un joven recién
llegado, será la fuerza que quiebre la medida de las normas de Sainte-Agathe, una
aldea rural del sur de Francia. La novela tiene un narrador objetivo, François,
el amigo inseparable de Meaulnes, su alter
ego, pero todo está transfigurado por la acción del personaje. Sus virtudes prosperan en terreno favorable.
El dueño de la escuela, el señor Seurel, padre del narrador, no es el tipo de
maestro autoritario, sino alguien que comprende la edad de sus alumnos, que es capaz
de ponerse en su lugar y sentir con sus cabezas. Seurel se atiene al único
principio que debe dirigir la educación primaria: la curiosidad. Su esposa
Millie es la madre abnegada y silenciosa que todos comparten. Allí Meaulnes se encuentra
en su elemento. La clase no aparece como un grupo de adolescentes aterrorizados por un saber que es brutalidad. Tampoco se martirizan con mezquinas crueldades; sus peleas se asemejan a lides medievales (juegan a desmontar al rival en parejas a caballo). Las cosas suceden en el patio, en el pueblo, en
los alrededores, mientras que la clase es un un ámbito para conversar y hacer
planes. Los enemigos, como Jasmin Delouche o los cómicos del carro, son el contrapunto de la grandeza de Meaulnes, al que abiertamente admiran y, en el fondo, quieren.
El círculo de siete leguas que abarca los pueblos donde acontece la historia, La Motte, Vierzon, Vieux-Nançay,
Les Landes, se transforma en un vasto lugar de proporciones mágicas. Dejan de ser parajes para convertirse en territorio de leyenda. Las aventuras de Meaulnes
son viajes iniciáticos. Su primera salida le lleva hasta un dominio misterioso donde se celebra una
boda. Una fiesta que se rige por reglas especiales: son los niños, por ejemplo,
los que ese día imponen sus deseos. El paseo en barco por el río comarcal
parece una peregrinación a Citerea. El caserón rural, medio abandonado, se
trasmuta en castillo, las habitaciones en estancias, los objetos en epifanías
de un cuento de hadas.
La extraña fiesta a la que Meaulnes se invita disfrazado de un joven de otros tiempos marcará el
resto del relato: una boda que se frustra en el último momento, un banquete nupcial
que se prolonga hasta la noche aunque la novia ha desaparecido y el novio enloquece
en otra parte, unos comensales turbadores que se niegan a considerar el drama: No había ni un solo convidado con el que
Meaulnes se sintiera en confianza y a gusto... Un final de partida abrumador. Pero en este marco melancólico se produce el encuentro de
Meaulnes con su princesa soñada, Yvonne de Galais, la hermana de Frantz, el
novio abandonado que más adelante tendrá un papel misterioso y crucial.
Pero
cuando al fin Meaulnes se atrevió a pedirle permiso para volver algún día a ese
hermoso lugar…
-
Le esperaré, dijo ella sencillamente.
La historia del viaje de Meaulnes desde Sainte Agathe hasta Les Landes es la pérdida del presente como sentido y referencia (igual que la educación sentimental de Fournier). Por fin vuelve a la aldea y recuerda
y actúa, pero el sendero que lleva al viejo caserón se oculta para siempre en
las brumas heladas del invierno y con ellas desaparece la imagen dorada de
Yvonne; será incapaz de encontrarlo y sólo un azar afortunado (y trágico) lo mostrará de nuevo y volverá a unirlos, esta vez en fugaz matrimonio.
Pero no voy a desvelar el desenlace de una historia difícil de imaginar;
tendría que hablar de pecado y redención, de miseria moral y voluntad de poder,
de dolor y muerte… Sólo puedo decirles que la trama permanece fiel al amor cortés y a los pactos de sangre. Lo que
perderá finalmente al gran Meaulnes será, en una misma causa, la culpabilidad morbosa
por otra mujer y la involuntaria deslealtad hacia el amigo, algo sólo reparable
mediante el tercero de los cinco tipos de verdad: el sacrificio esencial del
héroe.
Alain Fournier, El gran Meaulnes. Prólogo de José María Valverde; traducción de
Pilar Gefaell. DE BOLSILLO clásica, Barcelona, 2012.
Alain Fournier, Le grand Meaulnes. Présentation par Tiphaine Samoyault, Interview
de Pierre Michon. Flammarion, Paris, 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario