Durante mucho tiempo me interesó la filosofía, después la estética, ahora el arte. Si la vida fuera un poco más larga, algo que pedimos con insistencia a partir de cierta edad, volvería con gusto a la filosofía y acabaría por describir círculos concéntricos. Pero como dijo el filósofo cordobés, "Es mucho el quehacer y la vida breve". Por eso este verano, del 21 de junio al 21 de septiembre, he aparcado cualquier otra ocupación intelectual y me he leído una detrás de otra las seis novelas de Jane Austin. Aunque no en el orden en que fueron escritas: primero acabé Sentido y sensibilidad (la más conocida), después Orgullo y prejuicio (la mejor), Emma (la más compleja), Mansfied Park (mi favorita), Persuasión (imprescindible) y La Abadía de Northanger (la promesa cumplida).
Admiro en Jane Austin el sacrificio esencial de la vida al arte y a sus exigencias absolutas. Para mí, este es el resumen de su biografía, lo demás son chismes y palos de ciego.
Sus novelas tienen un esquema similar. Todas se construyen en torno a una mujer. Cada heroína es ella misma encarnada en las figuras de la conciencia de su siglo y en los arquetipos del eterno femenino. En realidad, la historia explícita, la razón histórica, no forma parte de su obra. Sus personajes simplemente están inmersos en la época que les ha tocado vivir. Alguna alusión al puesto de la Marina en la grandeza de Inglaterra y poco más. La historia implícita, supeditada siempre al reino de la intimidad, apunta en Austin a la inmediatez de las costumbres, a la división en clases, a la educación de la mujer, a los viajes y distancias, a la estructura familiar y al significado universal de los afectos. Sus novelas progresan siempre de dentro afuera, desde los contenidos mentales hasta la conducta individual y ahí siempre se detienen.
Es conocida la afición de la autora por los clásicos del empirismo inglés, especialmente Hume, y sus reflexiones sobre la relación entre impresiones e ideas como elementos originales del conocimiento. Primero, como ella misma sugirió, la vida brota del conjunto de percepciones simples o complejas que recibimos de las personas, del paisaje o del entorno social. Después, en las pausas del pensar, surgen las representaciones, las florescencias de una textura mental que organiza las impresiones según ciertas leyes de asociación. Un flujo inagotable de ideas que recorren el escenario de la mente y cambian a medida que otras más vivaces las desplazan. Austin nunca apuesta por la identidad personal de sus personajes favoritos, forjados en la marea de los hechos y que al acabar su recorrido son algo distinto de lo que creían ser al comienzo y en todo momento.
No hay tampoco planteamientos metafísicos que oscurezcan su obra. Es significativa la ausencia de conceptos “demasiado abstractos”. Las cosas son lo que parecen mientras no se demuestre lo contrario (lo cual ocurre con frecuencia) y el único misterio relevante del mundo es el cambio. Ser es ser percibido y la vida es un recipiente vacío que hay que llenar y vaciar muchas veces. Lo importante pesa mucho pero es lo único que hace. El sentido oculto casi no existe.
El marco social es siempre el mismo: la burguesía rural de los condados ingleses con sus núcleos de población dispersa, casas de campo, fincas adscritas al clero o mansiones señoriales. Y una rígida escala de posiciones que determina las relaciones personales. Unas relaciones limitadas puesto que se dan en aldeas o pueblos con pocos habitantes. La mayoría de las veces adivinamos con antelación con quien se casará la joven, pero lo que cuenta no es el resultado previsto sino la verdad como proceso. Una verdad que, al revés, no admite conjeturas y en la cual experimentamos deliciosos sobresaltos y versiones insólitas de un tema que en otro lugar resultarían tediosas.
Hay en todas sus novelas una iniciación al matrimonio, que una vez celebrado, excepto en Sentido y sensibilidad, donde se adivina el erotismo, deviene institución. Al final, el lector presiente el desinterés de la autora por los acontecimientos futuros. Que todas las novelas acaben en boda es una concesión al clima mental de la época: la ficción narrativa era en sí misma sospechosa; peligrosa si planteaba problemas no resueltos de antemano y prescindible si la escribía una mujer. Por eso Jane Austin ocultó durante mucho tiempo la autoría de sus obras. La literatura de la época -¡qué limitación tan grande y cuánto talento para salvarla!- tenía por definición una intención didáctica. La publicación de amores imposibles y moralmente hallados fue una constante cultural. Pero hay un abismo entre la vulgaridad sensiblera, incluso la profesionalidad del folletín, y el talento de Austin, cuyas creaciones abarcan una fenomenología completa de la educación sentimental.
Se la ha tachado de escritora conservadora, algo que resulta injusto si se comprende que nunca se complace, como el relato edificante de segunda mano, en el ethos de la época. Resulta estéril cuestionar en Austin el papel de la mujer, el trasfondo religioso o la familia patriarcal. Lo que se muestra más bien sobre ese fondo inmutable es un caudal de senderos cruzados que finalmente ponen a cada cual en su sitio: al clérigo arribista, a la amiga desleal, a la madre casamentera o a la coqueta impenitente… Los malvados son depredadores rapaces, figuras de la quietud cuyo único objetivo es cómo hacer bien el mal; también los demasiado honestos, comparsas insulsos, incapaces de aceptar la aventura de la felicidad. El tiempo, el orden de la sucesión de impresiones e ideas (como en Hume), tiene una función moral que separa las personalidades estáticas, inmorales o necias, de las que basan su vida en la alegría del conocimiento (en Austin todavía son impensables las flores del mal).
Los recursos para presentar tal sucesión son muy variados: el enredo familiar, el malentendido galante, la ironía de la heroína, la apología del ausente, la parodia del desencuentro o la frase exacta en el que la supresión de un adjetivo amenaza con quebrar el argumento (la parte que le debe a Shakespeare). Su lenguaje no es pulido sino depurado. Resulta impecable la correspondencia entre la ocasión puntual y los usos del lenguaje; por ejemplo, en los bailes, donde la descripción de los vestidos, las miradas furtivas o el cambio de pareja se tiñen de un intenso realismo lírico que nos sitúa en medio de la fiesta.
En Austin no vale formular la pregunta de si en el principio era la acción o la palabra porque son lo mismo. El diálogo, el principal uso del lenguaje (del que hablaremos más tarde), es a la vez estilo y epifanía permanente.
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