Telépolis

miércoles, 1 de enero de 2014

Elogio de los Reyes Magos


A mi madre

No me gusta la Navidad por varias razones: perdí a mi madre a los dieciocho años, soy poco sociable, creo en la familia pero no en la sociedad civil ni el Estado; además, la Navidad es un sistema global de afectos y parabienes detrás del cual hay una red de intercambios comerciales. Tampoco me gustan las celebraciones, los excesos de comida y las rebajas. Esos días envidio la soledad del ermitaño.

Sin embargo, adoro a los Reyes Magos. Son el símbolo de mi niñez, de la imagen de un mundo bien hecho, de la inocencia, de la ausencia del mal, por eso me aferré a su creencia hasta que me creció el bigote. En mi Belén era yo quien sentaba a los Reyes en sus camellos, junto a mis héroes favoritos que los escoltaban al portal, el Capitán Trueno, Flash Gordon, El Príncipe Valiente. Escribía la carta con detalles de orfebre, ponía turrón en los zapatos, pasaba la noche en duermevela, al amanecer saltaba de la cama y abría la puerta del salón estremecido, lo mismo que hago ahora en un gesto que me devuelve al suelo natal de la infancia.  

No me sentía cómodo la noche que íbamos a Galerías Preciados a entregar la carta al rey que tocaba al final de la cola. Cuando me subía en sus rodillas y me acariciaba el pelo con manos rugosas, cuando me interrogaba con voz de tendero, una desagradable sensación de sospecha y desencanto me invadía. Tengo un cuñado que la noche mágica se presentó a las tantas en su casa con tres amigos disfrazados de Reyes. La experiencia fue frustrante: los barbudos callados al ver el miedo de los niños; los niños abrazados en un rincón balando a su madre; el padre, sin el video, fuera del escondite para calmar los ánimos, la madre recién levantada, furiosa al percatarse de la gracia. La cosa terminó mal porque los Reyes Magos no son personajes concretos sino formas universales de la voluntad, arquetipos de la identidad entre la realidad y el deseo.

Los Reyes son las madres y una de las cumbres de la maternidad. La mía tenía el arte de combinar lo esperado con lo insólito. También dominaba la puesta en escena: paquetes enormes, cajas multicolores, globos y serpentinas, villancicos, todo distribuido con un admirable horror al vacío. La habitación se convertía en un retablo barroco. Se sumaba a la fiesta que mis hermanos y yo preferíamos los juguetes capaces de convocar nuevas historias y prolongar cada tarde la ilusión narrativa. Los regalos son un anuncio de que la felicidad todavía es posible. Cuando ya crecidito me asaltaban las dudas sobre los Reyes, mi madre me convencía: ¿En serio, crees que nosotros hemos podido comprar todo esto? Y abarcaba con sus manos la Navidad. La magia no tiene precio.

También mi mujer ha sido los Reyes Magos de mis hijos. Yo me he limitado a jugar en la mañana del seis de enero con el tren eléctrico, el coche con mando a distancia, las construcciones por piezas, mientras que mi hijo escandalizado la armaba porque los dos queríamos el mismo juguete. Al final “él miraba y yo le enseñaba el funcionamiento”. Mi hija se indignaba conmigo, la madre nos miraba con ternura. Los hombres nunca maduramos, por eso seguimos con lágrimas en los ojos el rastro de la estrella de oriente.

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