Telépolis

miércoles, 15 de enero de 2014

La intrahistoria


Decía Ortega, copiando a Dilthey, que el hombre está situado inevitablemente en un rincón de la historia. La vida del día a día se da impregnada del arduo tejido del tiempo. Somos herederos, sabedores o ignorantes, de las circunstancias que gravitan sobre los pensamientos y las acciones. La razón vital es siempre razón histórica.

Hay muchas maneras de comprender la historia: la providencialista que la concibe como el plan diseñado por una voluntad omnipotente, la positivista como una formidable sucesión de hechos aislados, la personalista como el resultado de las decisiones de los grandes personajes, la economicista como la consecuencia inevitable de los modos de producción…

Siempre he estado en contra la historia, como anuncia el título de un libro de Cioran. De niño, en el colegio, era incapaz de volver al pasado por más de un año. En el instituto, me aburrían mortalmente las dinastías de los Austrias y los Borbones a los que siempre confundía. En la universidad, unos días antes del examen me aprendía de memoria la historia universal con la ayuda de pastillas.

Recuerdo las interminables discusiones en la facultad de filosofía sobre si la historia era o no una ciencia. Por supuesto que no. De entrada, selecciona los hechos relevantes según criterios ideológicos, igual que las memorias de un político. Además, trata de acontecimientos únicos e irrepetibles, como la prensa, no de leyes generales. Por último, no explica mediante causas objetivas e hipótesis comprobables, sino que interpreta, imagina, especula. Las distintas escuelas históricas son la noche donde todos los gatos son pardos.

A mí la única historia que me interesa es la intrahistoria. He aprendido la de Europa en Las memorias de ultratumba de Chateaubriand, la de España en Las memorias de un hombre de acción de Baroja y, sobre todo, en Los episodios nacionales del más grande escritor español después de Cervantes: Don Benito Pérez Galdós.

Me gusta la intrahistoria porque sobre un decorado conocido desfilan los personajes históricos mezclados con los ficticios. ¿Puede haber una versión mejor de la libertad? El resultado es un género literario fascinante. En algunos casos el propio autor se introduce en la trama y seduce a la camarera de la reina, como ocurre en los sueños.

Además,  la historia es, en última instancia, una causa perdida, incluso la de las generaciones sucesivas. En otro lugar aludía a la imposibilidad de recuperar el significado exacto (o siquiera aproximado) de los acontecimientos de la historia y ponía ejemplos de esta aporía del sentido:
“¿Se puede recuperar lo que pensaba y sentía el hoplita ateniense cuando en la batalla de Maratón avanzaba hacia el enemigo persa con el escudo dispuesto y la lanza extendida?
¿Podemos reconstruir la fe del monje benedictino del siglo VI que vivía en el Monasterio de Montecassino cuando acudía a maitines al alba o labraba la tierra en el huerto otoñal?
¿Qué significaban para nuestras bisabuelas las hornacinas en la pared del pasillo, la rejería y los tiestos en los balcones, los fogones de carbón de la cocina, los colchones de lana o los orinales de loza debajo del lecho?
¿Qué pasa por la cabeza de los alumnos cuando consideran que lo normal es aprobar sin condiciones, hablar sin disimulo cuando el profesor expone o recibir una ruidosa llamada de teléfono en medio de la clase?


Puesto que cualquier sentido de la historia es dudoso, lo mejor es elegir una visión imaginaria, novelesca, directamente relacionada con la ópera, el cine y la leyenda. Decía Sartre que la literatura es la única forma válida de captar la vida en su infinita riqueza  de matices, algo inalcanzable para la filosofía cuyos recursos son los conceptos o para la historia que se sirve de personajes invisibles para convertir el pasado en un inmenso columbario.   

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