He escrito varios libros para el Ministerio de Educación y participado en la elaboración de los curricula de mínimos nacionales (una forma de hablar) de la asignatura de filosofía. Una mañana temprano recibí una llamada del director de recursos humanos de la empresa de construcción AGFE, una de las más importantes del país. Querían organizar un curso transversal de formación para altos ejecutivos y contar conmigo como experto. Las sesiones se celebrarían en los locales de la empresa, serían por la tarde y mis honorarios suculentos. Acudí a la cita un viernes temprano. Si la filosofía es un saber de la totalidad, también debe serlo de las grandes corporaciones. Después de las presentaciones (él mismo, dos consultores y una secretaria) el director me explicó los objetivos del curso:
- Está dirigido a los altos ejecutivos de la empresa, veinte en total, la crème de la casa, gestores obligados a participar en reuniones internas, nacionales e internacionales. Las primeras importan menos, puesto que los disparates quedan en familia, pero no las otras. En una reunión de negocios se habla de todo, de millones de euros, pero también de política, de coches, de sexo e incluso de pintura. Causa mala impresión a los clientes de gama alta oír a nuestros directivos desbarrar sobre temas culturales. Lo normal es que ciertas “lagunas” pasen desapercibidas, nadie sabe una mierda, pero los equipos orientales están cada vez más enterados. Resulta humillante comprobar cómo se dibuja en los labios de una abogada de la parte contratante de la segunda parte una sonrisa displicente al escuchar a nuestro jefe de ventas decir que Rousseau es una marca de sostenes. Imagínese, una japonesa de poco más de metro y medio poniendo en ridículo a la división acorazada de la empresa. Tampoco vale cerrar el pico. Para los compradores exigentes el silencio sólo demuestra ignorancia; es una evidencia del “no sabe, no contesta”, un anuncio de que va a ser difícil cerrar un trato con patanes. Algunos compradores rusos se dedican directamente a tocarnos las pelotas a los diez minutos de sentarnos. Comienzan sus alegaciones con un "Como dijo Aleksandr Solzhenitsyn: La precipitación y la superficialidad son las enfermedades crónicas del siglo". Los idiotas somos nosotros. Llevan en el grupo algún listillo tapado. Creen que con esta farsa bajarán los precios. No sé a dónde vamos a llegar. ¡Que se jodan! Pero no sé si le queda a usted claro lo que pretendemos.
- Más o menos, contesté. ¿Qué duración tendrá?
- Un semestre prorrogable. Estaría divido en cuatro partes, cada una a cargo de un experto: arte, literatura, historia y filosofía. Tienen ese plazo para pulir a la “clase dirigente”. No pretendemos –me atajó cuando empezaba a decir algo- que los conviertan en filósofos griegos o humanistas de Renacimiento, sería una ruina, pero sí que adquieran un cierto lustre, un barniz ilustrado que adorne sus destrezas reales. Son lobos con piel de cordero. Quiero que balen, no que rebuznen.
- ¿Cada materia tendrá un programa?
- Bueno, no descartamos que los asuntos tratados por cada especialista tengan un orden, un plan, que se presenten con una mínima cronología, pero lo realmente funcional es que, tras un enfoque previo, nos centremos en que los ejecutivos adquieran competencias efectivas para rechazar una divagación molesta sobre... poesía o, mejor, desviarla hacia un núcleo de temas bajo control o, aun más, que sean capaces de adelantarse e imponerlos. Si alguien de su delegación cita a un poeta japonés, "uno de los nuestros" debe contestarle con la canción del pirata completa.
- ¿Quien decide ese repertorio de temas?
- Usted es el experto. Elija qué temas filosóficos son pertinentes en una reunión cuyo final es un contrato para prolongar, por ejemplo, el metro de Buenos Aires. ¿Acaso Marx? (y todos se rieron).
Ocupamos durante la presentación una sala de reuniones con mesa alargada. Mucha pompa y circunstancia. Jugaban en su cancha y no me hizo gracia. Venían uniformados con trajes apabullantes, portafolios de cuero y corbatas a lo Kandinsky. La mesa parecía una tienda de Apple. Nadie fumaba. Temía que hablarles de filosofía les resultara poco menos que ofensivo. Tras presentarme y pasar lista del modo más informal que pude, con interrupciones para comentar cualquier cosa, incluido el tiempo, disparé: pueden venir al curso vestidos como quieran; en todo caso, a no ser que les obliguen, un atuendo informal, cómodo, deportivo, les ayudará a liberarse por unas horas de su "rol dominante" y entenderán mejor lo que nos traemos entre manos. Por cierto, sólo sabremos lo que nos traemos entre manos al hilo del curso. Antes de entrar en materia, pueden opinar, hacer las sugerencias que estimen oportunas o preguntar lo que quieran.
- ¿Sinceramente, profesor, piensa (con énfasis) que este montaje académico sirve para algo? susurró un varón de edad indefinida.
- Este curso no tiene carácter académico, créame. ¿Cuándo dice “servir para algo” a qué se refiere exactamente? Le contesté con voz neutral.
- A los objetivos y todo lo demás. Supongo que le habrán informado.
- No conozco bien el mundo de las reuniones de negocios, de sus reglas y trampas, pero si la empresa financia el curso tendrá sus razones. En cualquier caso me dejaré guiar por su criterio: dicho de otro modo, ustedes decidirán qué cosas de las que oigan pueden serles útiles o no para su trabajo. Nos quedaremos con ellas y las demás se perderán en el camino. Aprenderán algo sobre los grandes pensadores y yo sobre las grandes firmas. Quid pro quo. Por lo demás, no es relevante que les interesa la filosofía ni a mí los negocios. Ustedes hacen como que les interesa y yo hago como que me lo creo. Y viceversa. Sería absurdo por mi parte darles lecciones de pragmatismo.
- Dicho de otro modo, resumió una joven de pelo corto y traje gris a cuadros. Tenemos que producir beneficios de la concordia entre capitalismo y filosofía por este orden.
- Algo así, asentí. Pero hay más: al hilo de los pensadores ensayaremos conjuntamente los órganos del pensamiento: lógica, dialéctica y retórica, es decir, razonar, disputar y convencer. Podrán usarlos para desmontar las argucias y espejismos de sus rivales orientales. Aunque supongo que ustedes ya dominan tales recursos al tratarse de profesionales acreditados.
- Una pregunta personal, profesor (levantó la mano un elegante barbado con gafas doradas); por supuesto puede no contestar y entonces le pediré disculpas. ¿No le parece que esta mezcla de negocios y filosofía puede ser una comedia intelectual y una falta de honestidad por su parte?
- Contestaré con la escuela filosófica que abre el curso. (Se hizo un silencio expectante). En la segunda mitad del siglo V surge en Grecia un influyente movimiento intelectual, pedagógico y político: los sofistas; son sabios procedentes de distintos lugares que ofrecían a cambio de dinero enseñanzas prácticas encaminadas a triunfar en la plaza pública. Las causas de su surgimiento son múltiples. La primera y principal es la evolución de la polis ateniense hacia la democracia, lo que supone la aparición de un nuevo valor: el éxito social. Todos los hombres libres pueden aspirar al éxito en virtud de sus méritos. Los sofistas eran maestros, “profesores” capaces de enseñar a los atenienses los medios para lograrlo. No todos podían asistir a sus clases: los honorarios eran caros y prescindían de los alumnos incompetentes. Enseñaban a persuadir, a manejar opiniones e influir en la vida política. Para los sofistas el criterio de la verdad es solamente práctico: debe estar basado en el interés, la fama y el beneficio de la ciudad. Los dos sofistas más célebres son Gorgias (aprox. 490-380 a. de C.) y Protágoras (aprox. 480-410 a. de C.).
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