Telépolis

viernes, 4 de marzo de 2016

Ian McEwan. La ley del menor


Una línea roja de las buenas: es imposible hacer una crítica seria de una novela sin haberla leído en idioma original. No hablo de erudición del tipo libros negros de Cátedra sino del sentido común y no común. He leído recientemente, por ejemplo, la novela de Michel Houellebeck La carte et le territoire; primero en la estupenda traducción de Jaine Zulaika para Anagrama y después en francés. Son mundos diferentes sin más consideraciones. Hecha esta salvedad ontológica, doy mi opinión (en el sentido platónico de saber inseguro y conjetural) sobre la novela de Ian McIwan La ley del menor, publicada recientemente. Aviso (y el que avisa no es traidor): lo que sigue está pensado para quienes la han leído. Si no es así y decides continuar piensa que te puedo chafar la lectura.


Se trata de una novela corta de doscientas páginas comparada con los tochos de setecientas que son tendencia en la actual narrativa anglosajona. Por ejemplo Pureza, la tercera de las novelas gordas de Jonathan Franzen, de la que esperaba algo más que un formidable embrollo a diez bandas sans queue ni tête.
El libro no comienza -y se agradece- por poner en antecedentes al lector desde el descubrimiento de la pólvora hasta la caída de las torres gemelas (una referencia inevitable) y se sitúa de inmediato in media res, en el meollo del asunto. El marido de una honorable juez del Tribunal Superior de protección del menor en Londres le suelta de pronto a su señora, ambos sesentones jamones, mientras aliña la ensalada que ha conocido a una mujer treinta años más joven que ella y que están liados o se van a liar (no queda claro) porque sólo se vive una vez y le suplica que le permita consumar sus inocentes deseos; bien entendido que a ella, a la legítima, la ama más si cabe que antes de quedar colgado de la otra. Además hace océanos de tiempo que no echan un polvo en condiciones (como casi todo el mundo a esas alturas). Resumiendo: que de las dos notas del amor conyugal, lealtad y fidelidad, la primera sigue en pie pero no la segunda. El marido, profesor universitario de latín, entiende por “lealtad” no ocultar a su esposa  ni un ápice de sus salaces intenciones. Algo es algo pero no cuela. Ella, herida en su dignidad entre otras cosas, se enfurece a la inglesa, coge el dilema por los cuernos (con perdón) y, a pesar de la sospecha de que lo amará siempre por derecho consuetudinario, le da con la puerta en las narices. Normal. Todo hablado, razonable, sin que acabe en divorcio a la italiana.
Este es el primer dilema del relato. El segundo se plantea en el tribunal. Un caso urgente la reclama (la juez está de guardia el día de autos). Un joven de dieciocho años menos tres meses (más madera) enfermo de leucemia se niega por sus convicciones religiosas a que le transfundan sangre sin lo cual morirá en setenta y dos horas; pertenece, como sus padres, a los testigos de Jehová, una confesión que desde su particular lectura de la Biblia, como es sabido, no permite esta práctica. Resultado, el Hospital contra los padres. Las intervenciones de abogados y testigos son un portento de elegancia expositiva, respeto a los derechos individuales y otros formalismos jurídicos. La juez decide aplazar la sentencia hasta que haya hablado con el paciente. Toma un taxi en la puerta del juzgado junto a la asistenta social del muchacho y ponen rumbo al hospital.


(Si comparamos el desarrollo de la novela con una partida de ajedrez, tras la apertura se produce un temprano movimiento de dama con un signo de admiración: una jugada propia del gran Capablanca, sencilla, natural y llena de variantes).


La visita de la juez al joven en la UVI es la parte más previsible del relato. Queda fascinada por un joven gentil que se apaga ante sus ojos: inteligente, maduro, sensible, que toca el violín y escribe versos. Eso sí, está decidido a palmar sin ambages por la causa. Tras charlar un buen rato sobre lo divino y lo humano, hasta que la asistenta pide tiempo muerto, se despiden tras cantar a dúo la conmovedora canción irlandesa Pero yo era joven e insensato (la juez es una consumada pianista amateur). ¿Volverá? se despide. Ella no contesta. En realidad es una escena melodramática, incluidas las reflexiones sobre las primeras causas, que responde más a la finalidad interna del relato que a una situación creíble. La teleología narrativa exige a veces concesiones a la totalidad; lo importante es que no se note el andamio. ¡Bastantes problemas tiene la buena señora! Pero en el arte, no en la política, el fin justifica los medios. Al final lo aclaro.


(Estamos ante una variante muy trillada de la defensa siciliana que conduce a un medio juego muy posicional, como le gustaba a Anatoly Karpov. La jugada merece un signo de admiración y otro de interrogación).


El fallo de su señoría es, por supuesto, favorable al derecho a la vida en este mundo y el joven se recupera pronto tras seguir el tratamiento adecuado (¡porque la sangre es vida! la divisa del escudo heráldico del conde transilvano). Pasado un tiempo, la juez recibe una carta perfumada del paciente con las últimas noticias sobre su estado físico y mental. Y lo que le cuenta en tres páginas por ambas caras no es un cambio sino un giro radical en los dos casos: para empezar, que se plegó a las transfusiones porque estaba en las últimas, debilitado, sin resistencia de palabra u obra pero sí de pensamiento. Que sus padres lloraron mazo, pero no de pena por incumplir las normas sino de alegría por verlo vivo, por tenerlo, por no haberlo perdido para siempre. Que se lleva fatal con ellos. Que tienen disputas permanentes, broncas frecuentes y treguas intermitentes. La teología da mucho juego. Sus padres lo querían inmolar para complacer a la plana mayor de los Testigos de Jehová, por obediencia a los ancianos y la exigencia egoísta de salvarse, no porque, como a él, se lo dictara la conciencia cristiana del deber puro y duro. Lloran de alegría porque a la vez han cumplido con el dogma y su hijo está con ellos. Falsa moneda. Nadar y guardar la ropa según el joven, que ha comprendido en sus carnes el significado del fanatismo, la obediencia ciega y la prohibición de pensar con su propia cabeza. El final de la farsa: se ha largado de la secta sin retorno y rechaza cualquier tipo de creencias religiosas. Pero a un absoluto muerto, otro puesto: ella le ha dado la vida y la razón, ha sido el instrumento de su salvación y de ahora en adelante será su faro por el proceloso mar del porvenir; el renacido la adora con una mezcla de amor sacro y profano difícil de entender para el lector. Cierto que los sentimientos de un joven virgen son a veces más complejos que los de un galán de novela rosa. A partir de este momento la seguirá y perseguirá hasta encontrar la solución a su destino incierto. Tela marinera.


(Buen movimiento de peones para ocupar el centro del tablero. La especialidad de Arturo Pomar. Ahora es posible iniciar un ataque al débil flanco de dama).


Por su parte, el humanista, tras unos cuantos revolcones, comprende que como en casa no se está en ninguna parte y añora el redil arrepentido. Su señoría le permite volver al hogar pero no a su cama; y aunque al principio llevan vidas paralelas y no se dirigen la palabra, el lenguaje corporal lo dice todo: la convivencia se perfila, la reconciliación se presiente, flota en el ambiente la reconstrucción de los puentes (¿es esto posible?). El tiempo pasa. Rule, Brittania! Un fin de semana londinense, brumoso y cargado de agua, varios miembros de la alta magistratura, entre ellos la juez, son invitados como todos los años a una lujosa mansión de estilo paladiano en Newcastle. Las confortables veladas de chimenea se suceden hasta que una noche a los postres el secretario particular de la jueza entra perturbado en el comedor para decirle que hay en la cocina alguien que quiere verla y no admite un no por respuesta.


(Una jugada conjunta de torre y caballo, de esas que, según el gran maestro argentino Miguel Najdorf, hacen temblar el tablero).


Por supuesto es el ex testigo que ha seguido sus pasos y tras soportar un largo camino bajo el diluvio ha llamado chorreante a la puerta. El joven le confiesa su amor trascendente-terrenal sin que ella le corte el rollo que no cesa. Desesperado, le propone vivir juntos con su marido, los tres en amor y compaña, ¡que a él no le importa!, a lo que la juez le responde que ¡no hay habitación disponible! Finalmente, le pide a su secretario que llame a un taxi, le da al joven dinero para la vuelta y lo despide hasta el día del juicio final a las tres y media. Al salir, él le planta con destreza un rotundo beso en la boca que ella no se niega del todo a recibir. Un beso dulcísimo al que le dará más vueltas en su magín de las que conviene a una mujer madura que intenta salvar su matrimonio.
El resto (en realidad todo el libro) es un homenaje  a uno de los relatos más bellos de la historia de la literatura: Los muertos de James Joyce en su obra Dublineses.


(Sigue la combinación ganadora, digna del inmortal Bobby Fischer, un espectacular sacrificio del alfil que domina la gran diagonal y permite doblar las torres en séptima. La dama está acorralada. Ahora todo queda claro. En pocas jugadas el rey negro perderá la corona).
 
Una noche navideña (como en Los muertos) la juez abandona trastornada la sala de un tradicional concierto para colegas donde acaba de interpretar al piano un dúo con tenor. ¡Nunca había tocado así, en ansias inflamada, llevada por la música, transfigurada! Su marido, inquieto por el subidón de lo sublime y el bajón de la espantada, la acompaña a casa en ascuas donde ella le cuenta que ha recibido la triste noticia de la muerte de aquel joven lánguido al que salvó con su sentencia. Es un suicidio por amor… a ella. El marido escucha estupefacto los pormenores del romance del beso. Donde las dan las toman. El cabreo del profesor crece cuando su mujer emocionada, con la sensibilidad a flor de piel, desgrana la historia: lo rechacéla leucemia se reprodujo y esta vez, mayor de edad, impidió que siguiera el tratamiento. Se ha dejado morir porque yo era su vida y lo he abandonado.
El final es el mismo que en el relato de Joyce: un viaje por los abismos del alma de la mujer y los filtros de amor que los procuran: primero la compasión, después la nostalgia, por fin el hastío. En resumen: hay amores y amores (¡quien no lo ha sufrido en su piel!). Y la sentencia de Roland Barthes para condenar al doliente: mi sintaxis es la piel de Roberta. ¡Que no decaiga!

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre las dunas de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.

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