Telépolis

viernes, 23 de septiembre de 2016

Crónicas futboleras


La prensa deportiva, la más leída por goleada, se basa, al analizar los partidos de fútbol, en que hay finalmente dos teorías: la positivista sin fisuras y la metafísica de amplios vuelos. Prefiere siempre la segunda porque es más sugerente y conspirativa; permite atizar el ascua de la rivalidad y las últimas cuentas pendientes, befarse del rival y bajar los trapos sucios de la buhardilla. Eso sí, los que hoy ríen, mañana lloran. Incluso los equipos más grandes antes o después reviven Sonrisas y lágrimas. Además, cualquier inocua declaración de un jugador, directivo o técnico hacia propios o extraños puede ser inflada de matices tóxicos hasta convertirse en una declaración de guerra. Después hay que aclarar los malentendidos, desdecirse de lo evidente, pedir perdón a quien haga falta y acabar con el follón. El resultado es una espiral infinita de papel. Además cuenta con la ventaja de que las crónicas futboleras se escriben a toro pasado. Por tanto, el guion del partido permite más variantes que una partida de ajedrez entre grandes maestros. Un ejemplo es la prensa deportiva catalana y madrileña. Lean lo que escriben Sport o Mundo Deportivo, As o Marca sobre lo que Barça y Madrid hacen en cada jornada de liga y, sobre todo, no se lo pierdan, cuando se enfrentan entre ellos. Supongamos que estamos viendo el inevitable partido del siglo. En el área azulgrana se produce el forcejeo del central con un atacante que se cae al césped mientras el balón rueda mansamente a las manos del portero. ¿Cuál es exactamente el hecho que hemos visto en la pantalla (no digo ya en el campo)? Es evidente que la prensa merengue, moviola incluida, dirá al día siguiente que se trata de un penalti de libro y se remontará a la jurisprudencia creada desde hace cien años (cuando el árbitro señalaba sin vacilar el punto fatídico), mientras que los diarios catalanes negarán la mayor, la menor y la conclusión, invertirán la sentencia y jurarán que ha sido una entrada “normal” sin mayores consecuencias porque el fútbol es un deporte de contacto, de hombres y demás tópicos machistas. Unos y otros hacen lo mismo que los astrónomos aristotélicos cuando rechazaban lo que veían a ciencia cierta en el telescopio de Galileo: encajan los acontecimientos del césped a golpes de martillo. Es lógico: la prensa se debe a su público que paga por leer lo que quiere. Después de todo, el deporte es uno de los negocios más rentables y, si me apuran, un sector estratégico de la economía nacional. Pero sobre todo porque si los periodistas fueran partidarios de la primera teoría, la positivista, tendrían muy poco que decir y la gente se dedicaría otra vez a leer los folletines por entregas, las novelas del oeste (que renacerían) e incluso las estupendas aventuras del Capitán Alatristre. ¿La razón positiva? El fútbol solo tiene un principio: siempre merece ganar el que gana y lo demás son ganas de marear la perdiz. Un equipo puede tener el noventa y nueve por ciento de posesión de balón, tirar veinte veces al poste, anularle tres goles legales, chocar con el acierto del portero rival y otros avatares… Y recibir el gol de la derrota en la única jugada que el contrario tiró a puerta en una jugada aislada. Pero el fútbol no consiste en dominar al rival, ni tirar al poste (es igual que tirar fuera), ni hacer que se luzca el meta contrario, ni sufrir las cantadas arbitrales sino sólo en enchufarla. Después de todo, se rige por el mismo mecanismo de relojería que el resto del mundo: una vez que las cosas ocurren es que han sucedido. Y eso se puede contar en diez líneas. Esta verdad la conocen perfectamente los profesionales del balón, de ahí las dificultades, a veces cómicas, a veces crispadas, que tienen para responder a las preguntas de los periodistas. Por lo demás, los futbolistas tampoco son, ni tienen por qué ser, un ejemplo de verbo fácil o cultura general. Lo suyo es hablar en el campo. Las opiniones en caliente al finalizar el encuentro, las ruedas de prensa de los entrenadores, las entrevistas radiofónicas a los presidentes, son un repertorio inagotable de lugares comunes, vaguedades y buenas intenciones. En el mejor de los casos, cotilleos más o menos divertidos sobre la vida privada de los personajes: el supercoche que conduce Crispín Romeral, la rubia despampanante con la que sale o el despilfarro a la romana de su última fiesta de cumpleaños. Y mentiras que nadie se cree, desmentidos sobre fichajes o invenciones justificadas, muchas veces sobre la marcha, porque, igual que con la política, sería contraproducente contar lo que sucede realmente dentro del vestuario o en las oficinas del club. Por eso lo pasan tan mal cuando alguien de la casa, imprudente (se le calienta la boca) o despechado (está cabreado porque no juega o por dinero, entre otros motivos), larga más de la cuenta y la prensa monta en el acto el sistema metafísico o moral. Más madera...

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