¿Felicitar las navidades? Primero fueron las postales, luego los correos electrónicos, ahora los WhatsApps. El problema de estos últimos es que, para empezar, se pierde cualquier relación personal con el receptor. La mayoría no llevan ningún texto con tu nombre y apellidos. Los WhatsApps se suelen sacar de sitios webs especializados, fabricados en serie por autores anónimos, o bien se copian de los que circulan por las redes sociales o proceden de los continuos reenvíos de familiares, amigos o conocidos que por alguna razón les parecen “divertidos” y los ponen nuevamente en el aire.
El resultado es un aluvión de vídeos, muchos de los mismos forofos que te felicitan una y otra vez a partir de los que les llegan y deciden despacharlos por su “originalidad”. Los top se repiten sin piedad. Se produce un efecto rebote que al menos en mi caso resulta plomífero. Estás perdido si estás suscrito a grupos familiares, de amigos (los más recalcitrantes), del trabajo, o de ocio. El bombardeo es permanente. Si optas por responder puedes dedicar la tarde entera a darle al dedo y a los emoticones (otro invento del que habría mucho que hablar). O contratar a una secretaria con dedicación exclusiva (o secretario, que nadie se ponga puntilloso).
Puedes estar desayunando tranquilamente con la familia y todos excepto tú estar enganchados al smartphone. La mezcla de sonidos es delirante y los móviles echan humo de mano en mano (mira este, mira aquel, mira el otro) o se los mandan entre ellos mientras se enfría el café, se derrite la mantequilla y nadie te hace ni puñetero caso. Sólo pitidos y silbiditos. Siempre me acuerdo de aquella viñeta en la que se veía el típico bar de pueblo lleno de paisanos con un cartel encima de la barra que anunciaba alto y claro: No tenemos wifi, hablen entre ustedes. En lo WhatsApss navideños se han perdido las características de los entrañables grupos primarios: proximidad, simpatía, vivencias, cotilleos...
Enviar un WhatsApp se convierte en un fin en sí mismo. Lo que importa no es si alguien se acuerda de ti sino si te gusta el invento. Simplemente nos miramos al ombligo de la impersonalidad. Se vive la ilusión de “estar conectados” cuando en realidad cada cual está en su casa consumiendo imágenes sin dueño. Al conocido esquema de la teoría de la comunicación (emisor-receptor-canal-código-mensaje) habría que añadir un nuevo elemento: acuse de recibo. Se exige que envíes otro vídeo o comentes las virtudes de la jojoya. Si no los lees o los borras o no contestas te considerarán como mínimo un tipo raro. Cuando te encuentres con tus emisarios en el supermercado del Corte Inglés te lo echarán en cara antes de preguntarte cómo estás. No hacer caso de los WhatsApps navideños convierte al osado en una anomalía social. La única excusa ante el acoso callejero es tu poca afición a la telefonía celular. En estos días críticos conviene llevar encima tu antiguo Nokia que, además de pequeño, sólo sirve para llamar y recibir llamadas. Lo muestras orgulloso y al menos te considerarán un fósil pero no un marginado. Pasadas las fiestas todo se olvida. O puedes decir que los Reyes Magos te han echado uno “moderno”.
Enviar un WhatsApp se convierte en un fin en sí mismo. Lo que importa no es si alguien se acuerda de ti sino si te gusta el invento. Simplemente nos miramos al ombligo de la impersonalidad. Se vive la ilusión de “estar conectados” cuando en realidad cada cual está en su casa consumiendo imágenes sin dueño. Al conocido esquema de la teoría de la comunicación (emisor-receptor-canal-código-mensaje) habría que añadir un nuevo elemento: acuse de recibo. Se exige que envíes otro vídeo o comentes las virtudes de la jojoya. Si no los lees o los borras o no contestas te considerarán como mínimo un tipo raro. Cuando te encuentres con tus emisarios en el supermercado del Corte Inglés te lo echarán en cara antes de preguntarte cómo estás. No hacer caso de los WhatsApps navideños convierte al osado en una anomalía social. La única excusa ante el acoso callejero es tu poca afición a la telefonía celular. En estos días críticos conviene llevar encima tu antiguo Nokia que, además de pequeño, sólo sirve para llamar y recibir llamadas. Lo muestras orgulloso y al menos te considerarán un fósil pero no un marginado. Pasadas las fiestas todo se olvida. O puedes decir que los Reyes Magos te han echado uno “moderno”.
WhatsApps navideños hay de muchos tipos. Muchos son motivos convencionales con música archiconocida y subtítulos azucarados. Son los que más se rayan. Más llevaderos son los que ponen villancicos étnicos de calidad o rescatan temas alusivos de cantautores del tipo Amancio Prada o Joaquín Sabina. También los hay pretenciosos con corales de Bach o temas clásicos cantados por Plácido Domingo o Montserrat Caballé: todo muy bello pero fuera de contexto, o sea, kitsch.
Aunque con los que realmente disfruta el personal son con los que podemos llamar “adaptados”. Se toma un tema de actualidad, generalmente político, deportivo o mediático y se transforma en una esperpéntica escena navideña. Errejón hace de niño Jesús, Rajoy de San José y Susana Díaz de la Virgen y así hasta mil. Jua, Jua, Jua. Hay incluso Apps gratuitas (con montañas de publicidad) que te permiten convertirte en el protagonista del vídeo: en elfo, Donald Trump o un personaje de la guerra de las galaxias. Otros incluyen escenas chocantes como el pavo rebelde o las gambas haciendo natación sincronizada. Ahora comienzan los de la lotería nacional: tú en un yate de cien metros rodeado de bellas aborígenes o uno más realista: un señor don gato cantando con voz estentórea el sonsonete de los niños de San Ildefonso: Todos los años lo mismo, no me ha tocao una mierda…
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