El torbellino fotográfico (también de videos) que se desata en los viajes organizados es un clásico de las tournées del tipo conozca París, Londres y Berlín en siete días. Al final, es tan inabarcable la cantidad de estímulos a los que se expone el sufrido viajero que si no hace montones de fotografías no recuerda los lugares que ha visto; a veces, ni siquiera ubica tales rincones o monumentos en una ciudad determinada. Tiene tal empanada mental que no sabe dónde ha estado. Por ejemplo, algunos recorridos por las grandes ciudades se hacen en autocar para poner la chincheta al mayor número de sitios en el menor tiempo. La cabeza del turista recuerda a la del espectador de un partido de tenis, fiu, fiu a izquierda y derecha, mientras la azafata se limita a citar una retahíla de nombres famosos y poco más… Al volver a casa exhausto, las fotografías le permiten hacer al menos una reconstrucción virtual del tumulto de experiencias que lo envolvió hace una semana (pero no vivió) y que por un efecto universal de la memoria a medio plazo se ha convertido en un mes.
Otra de las causas de que las cámaras echen humo es la complejidad artística de muchos de los monumentos y la saturación de explicaciones; el turista simplemente se aburre y la única forma de sobrevivir es desconectar o hacerles fotos. Hay gente que prefiere disfrutar de una obra de arte a través del objetivo de la cámara. Todos lo hemos vivido en la Capilla Sixtina. En realidad, esta forma aberrante de consumo estético se ha convertido en un fenómeno colectivo, en una tendencia de la psicología de masas que posiblemente forma parte del culto al smartphone. La primera recomendación de la azafata del grupo debería ser “olvídense del móvil, hablen entre ustedes de lo que les apetezca”. Por ejemplo de fútbol, comida o ropa. Cualquier cosa es preferible al raca-raca de la cámara y en general del trasto.
Por otra parte, la fotomanía tiene otras funciones al volver del viaje: dar la paliza a los amigos en agotadoras veladas después de invitarlos a cenar: es una celada previsible, aplazable pero antes o después imposible de evitar. O enviar inacabables WhatsApps a todo el mundo: puedes borrarlos según llegan, pero a corto o medio plazo tendrás que rendir cuentas y pasar el examen. O hacer gala del conocido narcisismo vacacional en la oficina con la Tablet: estampida general, los subordinados lo soportan por educación (los jefes simplemente cierran la puerta con siete llaves); por fin, convertir la clasificación de cientos de fotografías en el ordenador en un fin en sí mismo, un efecto similar a bajarse incontables películas, libros digitales o archivos sonoros.
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