Es obvio que no es lo mismo las vacaciones que el veraneo. Sobre todo si tenemos en cuenta que según las últimas estadísticas el cuarenta por ciento de los españoles no tienen capacidad adquisitiva para permitirse una semana de veraneo al año. Es evidente que resulta exagerado afirmar que el veraneo es una institución social. Por cierto, hace tiempo, la Presidenta de la Comunidad de Madrid, sí, la que dijo que “ir de rubia” con ciertos animales políticos (en sentido aristotélico) era con frecuencia rentable, largó hace poco la antológica frase de que “tomarse las vacaciones anuales no era algo obligatorio sino voluntario”. De entrada se trata de una tautología majadera, aunque una lectura más suspicaz apunta a una defensa velada de ciertas patologías de empresa como la adicción al trabajo o la falsa creencia de que formas parte de un destino compartido a la japonesa, cuando en realidad quienes deciden son cuatro tiburones blancos; o un guiño a los trabajos forzados en esta época de “poscrisis”, o sea, de salarios de hambre y contratos leoninos, y un elogio de la productividad como valor supremo de la “democracia representativa”.
Pero volvamos al tema: puedes pasarte las vacaciones en tu casa tan ricamente, con hamaca, ventilador y botijo. Cuando cae la tarde, planazo: terracita y helado de tres bolas, tertulia de madrugada con tus compadres, gin tonic y a vivir que son dos días. O a la inversa: los que mienten, los que consideran que los miran por encima del hombro si se enteran de que se han quedado un mes en dique seco. Aquí habría que darle la vuelta a la famosa sentencia de Wittgenstein: los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje. “Me voy la segunda quincena de Septiembre a Formentera, sí hemos estado en Gandía una semana, tal día salimos para Noruega, etc”. Después de todo vivimos en la civilización de la imagen, de la interacción narcisista (eres lo que aparentas en cada momento), de la importancia de los roles dominantes, del darwinismo social y la división técnica del trabajo. Más de la mitad de los veraneantes madrileños “pata negra” inundan la carretera el día de la operación salida a bordo de sus imponentes todoterrenos marcando estatus. Es posible que tengan un segundo coche o una moto para circular por la ciudad, si no es así, ya me contarán lo que pinta un cuatro por cuatro aparcando en la calle Tutor, pongo por caso.
El veraneo exige otra residencia, la llamada segunda casa. También es distinto el veraneo en la segunda casa (sea un chalet de lujo o la casa del pueblo) al veraneo itinerante de hotel o parador (incomparables), casa rural o apartamento cutre, aunque vayas siempre a la misma playa o zona de montaña. Dentro del turismo itinerante hay que incluir, por supuesto, a los que llevan la casa a cuestas, a la zíngara, del tipo autocaravana o roulotte, azote de autovías, y, por supuesto, los que plantan su tienda de campaña en un camping a orillas de un lago rodeado de pinares, embalse con club náutico (cuando aún llovía, ahora hay que coger un taxi para llegar al agua) o un río truchero con pozas de aguas gélidas donde te comen los tábanos y es heroico bañarse. Recuerdo una plácido fin de Semana en la mágica primavera conquense sentado a orillas del río Escavas en pleno pulmón de la Sierra Alta, frescor y olor a menta silvestre, cuando se acercó veloz el estruendo de una lancha a escala, un juguete similar a los muñecos diabólicos del cine de terror, dirigida a distancia por un niño francés… Río arriba y río abajo. No me gusta la caza pero hubiera dado cualquier cosa por disponer de una buena escopeta para hacer trizas el invento. El mismo paraje en verano está lleno de bañistas con tortilla, colillas por doquier, colchones enormes en el agua y bolsas de basura abandonadas.
Hay muchas variantes de segunda casa: por ejemplo los cruceros masivos en ciudades trasatlánticos con fiestas, atracciones, piscinas, tenis, golf con bolas al mar, parada de una tarde en los puertos de interés en los que te encuentras a tu jefe de la mano de una señora que nos es la suya y sobre todo engullir y beber a bordo. Guerra sin cuartel al aburrimiento. Sexo y aventura con la parienta. Más de una crisis conyugal irreparable se ha cocido en estos viajes. En una semana puedes echarle más de cinco quilos a tu cuerpo pinturero. El precio de salida es razonable pero en alta mar todo son extras y finalmente te cuesta el doble de la “tarifa garantizada”. También hay cruceros fluviales; el más conocido es el que remonta el Nilo desde Abu Simbel hasta la necrópolis de Giza cerca de El Cairo; es el favorito de los universitarios para su viaje de fin de carrera: barcos veteranos, disfraces de momias a bordo, colitis general y monumentos brumosos envueltos en resaca. El desierto no es mejor sitio para pasarla. Una amiga mía con buena bolsa se embarca hoy en una travesía de lujo para recorrer el Danubio desde Budapest hasta su desembocadura en el Mar Negro, por supuesto con paradas intermedias. Precios prohibitivos. Apetecible: lo bueno si caro dos veces bueno.
El veraneo, como todo en esta vida, decía Ortega, empieza a cobrar transparencia ante la razón histórica. Por ejemplo, las vacaciones de los años sesenta cuando a finales de Junio la señora de… partía rumbo al chalet de los abuelos maternos con sus cinco hijos. El marido, interventor de un conocido banco, los acompañaba hasta la estación del Norte y cuando el tren se convertía en una tenue columna de humo, él se transformaba a su vez en el traqueteado “Rodríguez”, mera leyenda urbana, argumento desgastado por el cine español del franquismo con salidas nocturnas a Chicote, cocteles exóticos y bellezas de harén; o los devaneos interminables del oficinista con la vecina del ático… hasta que el “homo solitarius” se tomaba las vacaciones en Agosto con algunas puntuales visitas de fin de semana a casa de sus suegros. El resto de la familia tornaba a la capital a finales de Septiembre para preparar el comienzo del curso de sus retoños, desde el parvulario a la Universidad.
No sé cuántos años después, las vacaciones a la española quedaron plasmadas en las inolvidables viñetas de Forges (¡no se las pierdan!), las del tímeme por favor en los restaurantes arroceros de la costa o las machistas del conocí a Purita, mi futura, en la verbena tras potarle encima dos litros de Jumilla cuando bailábamos el gato montés… Episodios nacionales con mucha intrahistoria.
(Continuará)
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