El término
“cosmopolitismo”, antítesis de “nacionalismo” (al que me referí en otro
artículo) tiene varios significados que me
gustaría por lo menos airear. Comienzo brevemente por sus raíces históricas para
seguir con algunas consideraciones más actuales.
Literalmente “cosmopolita”
significa “ciudadano del mundo”. Sócrates y los sofistas fueron los primeros en
contraponer naturaleza y convención como tema de reflexión: la diferencia es que
al primero lo condenaron a muerte por cuestionar las convenciones sociales,
mientras que los segundos enseñaban a usarlas con éxito en la vida pública.
Pero el primer
filósofo griego que reivindicó el término “cosmopolita” fue Diógenes de Sínope,
fundador de la escuela helenística cínica o etimológicamente “perruna”. Según
parece, sus compatriotas atribuían esta denominación a los pensadores (o
individuos) que se declaraban ajenos o contrarios al rígido nacionalismo diferencial
del nomos (usos sociales, costumbres,
leyes, religión) de las ciudades Estado griegas. Después de todo, el perro es un
animal que se rige por sus inclinaciones naturales y habita en todos los
lugares del mundo. También los estoicos defendieron que el vínculo primordial
que une a los hombres no es político sino natural. La naturaleza humana, como
la cualquier ser vivo, es un conjunto de necesidades, instintos, tendencias,
deseos y fines universales. En líneas generales, ambas escuelas vinculan la
tesis del cosmopolitismo con la existencia de una ley común, una especie de ley natural que, por encima de cualquier
legislación positiva determina el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la virtud
y el vicio, la felicidad y la desdicha, y sería la medida exacta de la conducta
humana. Corresponde a la razón descubrir esta naturaleza innata. Son las leyes
naturales las que unen a los hombres y los acercan fraternalmente como ciudadanos
de un orden utópico, decían. La mayoría de las escuelas helenísticas, por
ejemplo, los epicúreos, crearon jardines y espacios de convivencia ajenos a la
ciudad Estado. Para las escuelas helenísticas, el hombre no es por naturaleza
un animal político, como afirmaba Aristóteles, sino simplemente… un animal.
Y aquí empieza
el lío: cuando las sucesivas generaciones de filósofos pretendieron haber
encontrado las leyes comunes ocurrieron tres cosas: primero, que las convirtieron
automáticamente en sólidas convenciones, en formulaciones explícitamente teológicas,
éticas y políticas; segundo, que no hubo
acuerdo en la formulación de tales leyes. Recordemos a San Agustín (¡dos ciudades que se ignoran!) Tomás de
Aquino, Hobbes, Locke, Rousseau o Marx; tercero, la diversidad de
interpretaciones de la esencia de la naturaleza humana desvía el sentido genuino
del cosmopolitismo hacia su contrario: las diferencias religiosas, morales y legales.
Algunos han
querido ver esa naturaleza humana común, universal, en la construcción histórica
de los derechos humanos. Podemos pasar por alto que su descubrimiento histórico,
progresivo y progresista, no sea contradictorio con su carácter natural. Una sola
anécdota desbarata el invento. Hace años participé en la elaboración de los
programas de Bachillerato y los libros de texto de un país centroafricano. Contaba
con la colaboración de dos expertos nativos pertenecientes a etnias distintas. Cuando
salió a la palestra el tema de los derechos humanos ambos coincidieron en que
eran un invento de la cultura occidental y que no tenían ningún valor para las
etnias africanas. Allí regían otros códigos inmutables. Incluso los derechos
naturales eran diferentes para cada etnia, una de las cuales, para empezar, se
sentía superior a la otra desde tiempo inmemorial por unas mitologías
arcanas anteriores incluso a la aparición de las razas. Los jefes tribales son los herederos de los héroes
inmortales del mito y sus derechos sobre sus súbditos son ilimitados.
En los países que
defienden la universalidad de los derechos humanos, ocurren, a su vez, tres
cosas: primero, los respetan parcialmente o no los respetan; segundo, son el
aceite lubricante del capitalismo industrial y financiero; tercero, una tupida
niebla semántica difumina el significado de sus términos para adecuarlos cuando convenga a fines particulares. No me
extraña que los miembros de la Academia de la Lengua pierdan los papeles en sus
disputas.
La Unión europea
está basada en intereses económicos puntuales y un nacionalismo sin careta. La actual política internacional de Estados
Unidos, Rusia o China consiste exclusivamente en barrer hacia dentro. No se ponen de acuerdo siquiera en evitar los crímenes de lesa humanidad.
Leía hace días
en la prensa que un renombrado astrofísico afirmaba que por un montón de
razones estamos solos en el cosmos. Inversamente, en la NASA consideran que
sería un milagro estadístico que fuera así. Sea como sea, la mayoría de las
personas, posiblemente influenciadas por la ciencia ficción y otras ficciones
más interesadas, consideran a los extraterrestres provenientes de otros lugares
del universo más como una amenaza nacionalista
a escala planetaria que como unos pacíficos bienhechores dispuestos a
compartir el pan y la sal. Después de todo, nada menos cosmopolita que El señor de los anillos o Juego de tronos. En las encuestas extraterrestres se impone la fuerza a la sabiduría. Quizás esos viajeros del más allá sepan en qué consiste la
ley común a los seres racionales. Que nos visiten estos ciudadanos del cosmos acaso
sea la única solución posible a lo que Borges tituló Historia universal de la infamia.
¡Pobre Diógenes si levantara la cabeza!
En cualquier caso, como dice el refrán, Dios aprieta pero no ahoga. Hay brotes verdes de cosmopolitismo entre los jóvenes: por ejemplo, los universitarios que disfrutan de las becas Erasmus para formarse profesionalmente y conocer otras personas, lenguas y culturas en los países de la Unión Europea. Vuelven encantados y enriquecidos con la experiencia. Algunos encuentran allí a su media naranja e incluso se instalan definitivamente porque fuera de España hay mejores oportunidades de trabajo debido a la libre circulación de personas y, sobre todo, a la escasez y precariedad de nuestro mercado laboral.
¡Pobre Diógenes si levantara la cabeza!
En cualquier caso, como dice el refrán, Dios aprieta pero no ahoga. Hay brotes verdes de cosmopolitismo entre los jóvenes: por ejemplo, los universitarios que disfrutan de las becas Erasmus para formarse profesionalmente y conocer otras personas, lenguas y culturas en los países de la Unión Europea. Vuelven encantados y enriquecidos con la experiencia. Algunos encuentran allí a su media naranja e incluso se instalan definitivamente porque fuera de España hay mejores oportunidades de trabajo debido a la libre circulación de personas y, sobre todo, a la escasez y precariedad de nuestro mercado laboral.
Las oportunidades de viajar a precios asequibles permiten
a los jóvenes moverse por todos los rincones del planeta y conocer,
independientemente de su valoración ética y política, una increíble variedad de
culturas. Esta es quizás la mejor educación cosmopolita: observar, aprender,
comparar, proponer.
Dejo sobre la mesa, por último, tres preguntas: en los
grandes centros urbanos, coexisten
diversas razas, creencias, costumbres, tradiciones procedentes de diferentes
países; por ejemplo, Nueva York, París, Berlín, Londres o Madrid. ¿Se
puede hablar realmente de
cosmopolitismo? ¿Ha sido y es Barcelona
una ciudad cosmopolita? ¿Qué respuesta cabe desde el cosmopolitismo al drama
de la emigración desde las costas africanas a Europa?
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