Hace años en este blog me referí a la primera
triada (y clave de bóveda) de la filosofía kantiana: los tres
sujetos kantianos, a saber, el sujeto empírico o psicológico, el
sujeto lógico o trascendental y el sujeto metafísico o alma. Tres en uno, como
el lubricante que todo lo arregla o el misterio de la trinidad divina. Una
construcción especulativa magistral. Con razón afirmaba Borges que la filosofía
es una rama inestimable de la literatura fantástica, tanto en su consideración
sistemática (Leibniz, Berkeley, Spinoza o el mismo Kant) como en su versión
fragmentaria, es decir, en forma de fuente de problemas (el doble, el tiempo,
la memoria, el azar, la identidad personal) que son aprovechados ávidamente por
todos los géneros literarios.
Ahora quiero referirme a la segunda de las triadas
kantianas que sustentan su filosofía práctica y dan lugar a otro notable
ejercicio especulativo y, sobre todo, a una fuente ilimitada de sinergias
literarias y cinematográficas: los tres imperativos morales que dirigen nuestra
acción.
- Contrarios al deber (“Engaño a mi esposa con
otras porque me apetece divertirme y sólo se vive una vez”). Son normas propias
de las éticas materiales (por ejemplo, el hedonismo).
- Conformes al deber (“No engaño a mi esposa con
otras porque puede divorciarse y perjudicar a mis hijos, a mi consideración
social y a mi trabajo”). Son normas propias de las éticas materiales (por
ejemplo, el utilitarismo).
- Por sentido del deber (“Soy siempre fiel y leal
con mi esposa porque como persona casada es mi obligación sin más”). Son
propias de una ética formal.
En este último caso, cuando se actúa por
imperativos de “deber puros”, la voluntad se somete a una ley moral (universal
y necesaria) no por placer o utilidad u otros motivos relacionados con la
felicidad, sino por acuerdo con su propia ley dictada exclusivamente por el
sentido del deber. Según Kant, solamente estos imperativos tienen valor o mérito
moral absoluto.
Una voluntad que actúa por puro sentido del deber orienta sus acciones mediante imperativos
categóricos, cuya fórmula más general es: “Se
debe hacer X siempre y sin condiciones”. Con palabras de Kant: obra
según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una
ley universal. Ahora bien, el propio Kant advirtió del carácter imposible
(o no verificable) de estos imperativos.
En cambio, el único problema
que no necesita solución es, sin duda alguna el de cómo sea posible el
imperativo de la moralidad {categórico}, porque este no es hipotético y, por lo
tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna
suposición previa, como en los imperativos categóricos. Sólo que no debe
perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por lo tanto, manera alguna
de decidir empíricamente si hay semejante imperativo {categórico}; es preciso
recelar siempre de que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente
hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: "no debes prometer
falsamente", y se admite que la necesidad de tal omisión no es un mero
consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si dijese: "no debes
prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto",
sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como
mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Pero
no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se
determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca; pues
siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de
la vergüenza o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién puede
demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando esta no nos
enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta causa, empero, el
llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico e
incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos hace
atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.
KANT,
Crítica de la razón práctica.
No se puede contar mejor. O
dicho con palabras de un ilustre kantiano español, Manuel García Morente:
Si el hombre pudiera por los
medios que sea, de la educación de la pedagogía, o como fuera, purificar cada
vez más su voluntad en el sentido de que esa voluntad pura y libre dependa solo
de la ley moral; si el hombre va poniéndose cada vez más, sujetando
y dominando la voluntad psicológica y empíricamente determinada; al cabo de
esta tarea tendríamos realizado un ideal; tendríamos un ideal cumplido. Se
habría cumplido el ideal de lo que Kant llama la santidad. Llama Kant
santo, a un hombre que ha dominado por completo, aquí, en la experiencia, toda
determinación moral oriunda de los fenómenos concretos, físicos o psicológicos
para sujetarlos a la ley moral.
Lo cierto es que
no deja de ser un ideal y que la santidad es una condición transmundana por lo
que tales imperativos no están al alcance del ser humano. El propio Jesucristo
en tanto que hombre se entrega al sacrificio de la cruz por obediencia a Dios,
su padre, tal y como aparece en el episodio evangélico de la oración en el
Huerto de los Olivos: Padre, si
quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la
tuya. Los frailes o monjas de clausura llevan una vida entera de sacrificio
y oración porque esperan obtener la salvación eterna. Es el mismo caso de los
mártires por la fe en el primitivo cristianismo: más allá del dolor está el
goce en la contemplación de Dios. Los participantes en una ONG humanitaria y,
con frecuencia peligrosa, como Médicos
sin Fronteras o los antiguos misioneros que arriesgaban sus vidas en
tierras lejanas por predicar la fe cristiana, actúan así porque les realiza,
les gusta o les salva. Los testigos de Jehová consideran que es un imperativo
de deber no transfundir sangre a sus fieles aunque peligre la vida del
paciente… porque lo dice su forma de entender la religión.
La moralidad no
puede traspasar el amplio círculo de las normas contra o conforme al deber. Por
consiguiente, actuamos siempre mediante imperativos hipotéticos, o sea, normas limitadas,
sometidas a una condición que las hace válidas. Su forma general sería: “Si
quieres conseguir Y, debes hacer X”. El
deber existe en toda acción moral, como
afirma la forma de ambos imperativos, pero siempre podemos rastrear en los
categóricos la condición manifiesta o latente próxima o lejana, expresa u
oculta de la felicidad, la utilidad, el placer, la paz interior, la salvación,
el conocimiento, la autorrealización, el interés o el beneficio, la riqueza, el
poder o la fama que los determina en última instancia. En mi opinión, con la
definición de una voluntad pura, Kant no pretende tanto mostrar cómo debe ser el
hombre sino cómo es realmente y preparar el tránsito de la ética la religión.
Analicemos
algunos ejemplos peliagudos. Imperativos categóricos como “Se debe respetar la
vida humana siempre”, “No se debe mentir nunca” o “Hay que respetar sin
excepciones las opiniones de los demás” tienen evidentes excepciones: es
moralmente legítima la defensa propia, sin entrar en los supuestos morales y
legales de la interrupción artificial del embarazo, la guerra justa o no poner
en peligro la vida de la madre en el parto; igualmente, parece conforme al
deber dar información tranquilizadora (aunque falsa) a enfermos terminales o
proporcionar datos falsos a un grupo terrorista o a un ciberdelincuente;
también es una obligación moral rechazar opiniones racistas, ideas delirantes
sobre el hombre o teorías y prácticas anticientíficas… No todas las opiniones,
ideas o ideologías son respetables. Por tanto, no son leyes morales universales
y necesarias. Si aun así se insiste en su universalidad, automáticamente se
convierten en normas contrarias al deber. Otro caso: la conducta única del
héroe que en un acto supremo entrega su vida para salvar la de sus semejantes,
es encomiable en grado sumo pero no universalizable. Normas, asimismo, “Hay que
vengar siempre las ofensas recibidas” o “Se debe buscar el beneficio propio sin
condiciones” no son generalizables al hacer imposible la vida social, nos
harían volver a un descontrolado estado
de naturaleza incompatible con la sociedad civil.
Aparece con una notoria
frecuencia en las noticias que un probo ciudadano ha devuelto un maletín extraviado
con un montón de euros en efectivo o un talón al portador por una suma
importante extraviado en el banco de un parque o un anillo de brillantes
perdido en el ascensor. En realidad, esa excelente persona ha actuado por
sentido del deber pero no puro sino condicionado. Ha actuado conforme al deber:
por ejemplo porque no podría dormir ni vivir en paz consigo mismo si se quedara
con el dinero o la joya. O porque su esposa o sus hijos lo va a censurar y
considerar poco menos que un delincuente. O porque intuye que antes o después
se va a descubrir el pastel y puede tener problemas con la justicia. ¿Cuánto hay
en su decisión de deber y cuánto de motivos empíricos? ¿Mitad y mitad? No lo
creo. Si deber y felicidad fuera las coordenadas cartesianas de la acción moral
resultaría sorprendente la ecuación final de nuestras decisiones. Deber y
felicidad transitan por separado aunque pueden a veces encontrarse de manera
más o menos confusa, hipócrita o
disimulada. El ser humano es lo que es por lo que no puede superar los
amplios límites (eso sí) de la estructura felicitaria de la moral. La síntesis perfecta
entre virtud y felicidad solo puede alcanzarse fuera del mundo. De ahí la
tercera triada kantiana: los tres postulados de la razón práctica (la libertad
de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios) y el consiguiente
tránsito de la moral a la religión: Pero esto ya es otro tema.
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