El primer libro
que me regaló mi abuelo materno (del paterno, un gran hombre, sólo me queda la
memoria histórica) fue el Quijote. Tenía catorce años. Era una edición de la
Librería Hernando, modesta, de letra minúscula y abigarrada, que por desgracia desapareció
en una mudanza. Ahora con el transcurso de los años digo del Quijote, mutatis mutandis, lo mismo que el propio
Cervantes dijo de la batalla de Lepanto (en la que participó y resultó herido)
en el prólogo de la segunda parte de su obra: La
más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver
los venideros. ¿Estaría pensando Cervantes en su obra inmortal
antes que en la batalla? Después vienen las
grandes obras literarias de todos los tiempos; pero en un escalón superior
siempre estará el Quijote. Por supuesto, mi abuelo no pretendía que a esa edad lo
leyera entero. Ni siquiera que lo leyera porque era él mismo cuando venía a
casa quien me leía y explicaba un capítulo. Nunca más de uno cada día. A veces repetíamos.
Es lo mismo que les recomendé a un grupo literario de amigas que me invitaron a
una de sus reuniones para que charláramos
del Quijote. Les aconsejé que evitaran ediciones resumidas, adaptadas
pedagógicamente o con “prosificación moderna”. Que no vacilaran en disfrutar
del privilegio de leer el original en su propia lengua. Una buena edición con
notas a pie de página harían la función de mi abuelo. En realidad, las lecturas
eran para ellas un excelente motivo para viajar a los lugares por donde transitaba
el libro de turno. En este caso la ruta cervantina, incluida la excelente
biblioteca dedicada al Quijote en el Toboso o el Mesón del Quijote en Mota del
Cuervo. Les dije que a mí me parecía que Sancho Panza el escudero estaba más
loco que el Caballero de la Triste Figura, porque Don Quijote estaba loco a
tiempo parcial y el resto era sabiduría, mientras que Sancho Panza estaba loco
todo el tiempo por creerse a pies juntillas todos los delirios de su señor. Lo
importante, les aconsejé, es descubrir tus magias
parciales del Quijote; por ejemplo, las dudas de Sancho Panza sobre la sin
par Dulcinea tras su visita al Toboso.
El segundo libro
que me regaló mi abuelo, un año más tarde, fue La isla misteriosa de Julio Verne. Esta vez sí lo leí entero. Hace
menos de un mes lo he releído, lo he devorado en una semana con la misma
fascinación que entonces. Han pasado océanos de tiempo, pero tanto entonces
como ahora es la joie de lire, la
felicidad única que proporciona la lectura, lo que realmente cuenta. Y ahí debería terminar la verdad de La isla misteriosa, pero dada mi
tendencia a complicar las cosas, por un lado, y como en cada lectura se revela un
libro nuevo, aunque lo retomes a la semana de haberlo terminado, con toda
seguridad no podré evitar la tentación de hacer algunas reflexiones marginales.
A bote pronto se me ocurre que sólo en grupos humanos muy reducidos pueden
darse lo que los sociólogos consideran las condiciones ideales para el buen
funcionamiento colectivo: eficiencia, cohesión, solidaridad, imaginación, autoconciencia,
moralidad, empatía… Pero eso lo dejamos
para otra micromega.
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