Telépolis

lunes, 16 de diciembre de 2019

La clase política


En las actuales circunstancias me parece oportuno volver al título de una obra de mi bisabuelo Damián Isern, Del desastre nacional y sus causas, en la que se analizan desde una posición regeneracionista las causas sociales, políticas, económicas, psicológicas (o sea, de opinión y mentalidad colectiva) que propiciaron la fulminante pérdida de las colonias españolas a finales del siglo XIX. Les dejo un par de enlaces de este blog y de mi página web por si les interesa indagar sobre el tema. Aquí me voy a referir a algunas de las causas políticas de la actual situación española. Algunas ideas, mutatis mutandis, las he tomado del capítulo del libro de Isern dedicado a las clases directoras.
Hace unos días me contaba un buen amigo, diputado a cortes durante algunas legislaturas en la comunidad autónoma de Castilla-Mancha, que dejó el cargo porque no tenía ningún interés en ser el “pepito grillo” de su grupo parlamentario y ganársela por saltarse la disciplina del grupo con críticas fundadas y sabidas por todos sus compañeros y por él primero.
- ¿Por qué lo haces?, le recriminaron desde el aparato.
- Entre otras razones porque yo no vivo de la política; me gusta la política más que comer con los dedos, pero si me voy te puedo asegurar que no pierdo dinero. Ironía o iglesia.
Las sombras que se proyectan en el muro de la caverna de Platón son hoy las imágenes narcisistas de los políticos. En términos psicoanalíticos, un partido tiene una estructura infantil regresiva. Los hijos de cuarenta años tienen que repetir sin rechistar lo mismo que dice el padre estén o no de acuerdo. El “debate interno”, cuando surge, es más bien una lucha por el poder a codazos que una confrontación ideológica. “El que se mueve no sale en la foto”, afirmaba un reconocido político de izquierdas, para después reivindicar la libertad de expresión y la función liberadora de la crítica. La carrera política se rige por el descontrol, la deslealtad y la puñalada trapera. La verdadera bronca se da dentro del propio partido, lo demás es representación y postureo.
Toda institución, una vez que se ha consolidado, cumple los fines contrarios para los que fue creada: la política, por supuesto; qué me dicen del deporte, de la religión, la moral social, la educación (los que hemos sido profesores lo sabemos mejor que nadie) o la economía. Mucha gente se afilia a los partidos sin tener una formación adecuada; simplemente apuestan por medrar. La carrera política es muy prometedora. El poder llama al dinero. Y el dinero llama… bueno, lo saben de sobra. En las juventudes de los partidos abundan este tipo de arribistas. Algunos se pasan y se encumbran antes de tiempo en los pasamanos reales. Al final, cae el tinglado de la antigua farsa: ser es aparentar, pero no cejan. Otros, más pacientes, acaban en la vertical del sistema. Muchos inflan sus currículos con méritos inexistentes, copian trabajos polvorientos, plagian tesis o recurren a “negros” expertos en producir tratados inocuos, anónimos, a fin de pasar desapercibidos; otros aprueban carreras en seis meses o falsifican documentos con la connivencia de sectores académicos corruptos que esperan pedir lo suyo cuando toque. Inversamente, las mentes privilegiadas del país no quieren ni oír hablar de la cosa pública. Aunque seas honrado, si entras al trapo, te puedes ver envuelto en un follón morrocotudo y acabar en los juzgados por culpa de la clase de tropa y sus mandos. Nunca sabes a quien tienes al lado. Muchos políticos de aluvión recuerdan al clero semianalfabeto y a los monjes medievales que entraban en seminarios y conventos para utilizar el poder espiritual en su exclusivo beneficio. Por no hablar de los altos cargos eclesiásticos.
Inversamente, lo que sea dado en llamar alta política  alude tanto a la calidad de los contenidos como a los actores y sólo podía darse cuando los políticos realmente dirigían los destinos de una nación, es decir, mandaban. En uno de los debates televisados de las anteriores elecciones la representante de Unidas Podemos, ponía sobre la mesa el tema central de la política; tras una considerable retórica constitucional, puede resumirse así: ¿son los políticos quienes realmente mandan? Lo cierto es que en una democracia representativa, además de los tres poderes del Estado dudosamente independientes, hay un cuarto poder, la prensa y los medios de comunicación; un quinto poder, los grupos de presión y los poderes fácticos; un sexto poder, las redes sociales y un ser supremo: el dinero. Bancos de toda suerte y condición, sobre todo los centrales, fondos de inversión de casi todo, grandes corporaciones mercantiles, multinacionales digitales, empresas de distribución, consultoras, aseguradoras de las aseguradoras… La diferencia entre la política de derechas y la de izquierdas en el marco de la Unión Europea es fácil de explicar: cuando gobierna la derecha favorece al primer motor que todo lo mueve mediante desregulaciones y bajada de impuestos. Cuando gobierna la izquierda trata de regular los mercados y subir los impuestos pero no puede. “Podemos” dicen algunos y algunas: recuerden los avatares de Yanis Varufakis en su confrontación con las autoridades económicas de la Unión Europea con su plan para sacar a Grecia de la crisis que tenía en 2015 y como se lo tumbaron; por poco no acaba la Acrópolis en la Grand-Place de Bruselas. Si los cajeros automáticos dejan de funcionar, le dijeron, se acaba el mundo. Y punto final. En esto consiste lo que ha dado en llamarse “el pensamiento único”. La única línea clara de los burócratas de la Unión Europea es el fin de las ideologías. ¿Qué es exactamente lo que votamos? Siempre ha sido así. Lean a Galdós, por ejemplo.
Pero si el margen de actuación es tan estrecho ¿por qué tantas desavenencias, insultos y desacuerdos? Por cierto, si la Unión Europea se implicara a fondo en el problema catalán en un mes quedarían fijados los cauces efectivos de su resolución.

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