En las actuales
circunstancias me parece oportuno volver al título de una obra de mi bisabuelo
Damián Isern, Del desastre nacional y sus
causas, en la que se analizan desde una posición regeneracionista las
causas sociales, políticas, económicas, psicológicas (o sea, de opinión y
mentalidad colectiva) que propiciaron la fulminante pérdida de las colonias
españolas a finales del siglo XIX. Les dejo un par de enlaces de este blog y de mi página web por si les interesa indagar
sobre el tema. Aquí me voy a referir a algunas de las causas políticas de la
actual situación española. Algunas ideas, mutatis
mutandis, las he tomado del capítulo del libro de Isern dedicado a las clases directoras.
Hace unos días me contaba un
buen amigo, diputado a cortes durante algunas legislaturas en la comunidad
autónoma de Castilla-Mancha, que dejó el cargo porque no tenía ningún interés
en ser el “pepito grillo” de su grupo parlamentario y ganársela por saltarse la
disciplina del grupo con críticas fundadas y sabidas por todos sus compañeros y
por él primero.
- ¿Por qué lo haces?, le
recriminaron desde el aparato.
- Entre otras razones porque
yo no vivo de la política; me gusta la política más que comer con los dedos,
pero si me voy te puedo asegurar que no pierdo dinero. Ironía o iglesia.
Las sombras que se proyectan
en el muro de la caverna de Platón son hoy las imágenes narcisistas de los
políticos. En términos psicoanalíticos, un partido tiene una estructura
infantil regresiva. Los hijos de cuarenta años tienen que repetir sin rechistar
lo mismo que dice el padre estén o no de acuerdo. El “debate interno”, cuando
surge, es más bien una lucha por el poder a codazos que una confrontación
ideológica. “El que se mueve no sale en la foto”, afirmaba un reconocido
político de izquierdas, para después reivindicar la libertad de expresión y la
función liberadora de la crítica. La carrera política se rige por el
descontrol, la deslealtad y la puñalada trapera. La verdadera bronca se da
dentro del propio partido, lo demás es representación y postureo.
Toda institución, una vez que
se ha consolidado, cumple los fines contrarios para los que fue creada: la
política, por supuesto; qué me dicen del deporte, de la religión, la moral
social, la educación (los que hemos sido profesores lo sabemos mejor que nadie)
o la economía. Mucha gente se afilia a los partidos sin tener una formación adecuada;
simplemente apuestan por medrar. La carrera política es muy prometedora. El
poder llama al dinero. Y el dinero llama… bueno, lo saben de sobra. En las
juventudes de los partidos abundan este tipo de arribistas. Algunos se pasan y
se encumbran antes de tiempo en los pasamanos reales. Al final, cae el tinglado
de la antigua farsa: ser es aparentar, pero no cejan. Otros, más pacientes, acaban
en la vertical del sistema. Muchos inflan sus currículos con méritos inexistentes,
copian trabajos polvorientos, plagian tesis o recurren a “negros” expertos en
producir tratados inocuos, anónimos, a fin de pasar desapercibidos; otros aprueban
carreras en seis meses o falsifican documentos con la connivencia de sectores
académicos corruptos que esperan pedir lo suyo cuando toque. Inversamente, las
mentes privilegiadas del país no quieren ni oír hablar de la cosa pública. Aunque
seas honrado, si entras al trapo, te puedes ver envuelto en un follón
morrocotudo y acabar en los juzgados por culpa de la clase de tropa y sus
mandos. Nunca sabes a quien tienes al lado. Muchos políticos de aluvión
recuerdan al clero semianalfabeto y a los monjes medievales que entraban en
seminarios y conventos para utilizar el poder espiritual en su exclusivo
beneficio. Por no hablar de los altos cargos eclesiásticos.
Inversamente, lo que sea
dado en llamar alta política alude tanto a la calidad de los contenidos
como a los actores y sólo podía darse cuando los políticos realmente dirigían los destinos de una nación, es decir, mandaban. En
uno de los debates televisados de las anteriores elecciones la representante de
Unidas Podemos, ponía sobre la mesa el tema central de la política; tras una
considerable retórica constitucional, puede resumirse así: ¿son los políticos
quienes realmente mandan? Lo cierto es que en una democracia representativa,
además de los tres poderes del Estado dudosamente independientes, hay un cuarto
poder, la prensa y los medios de comunicación; un quinto poder, los grupos de
presión y los poderes fácticos; un sexto poder, las redes sociales y un ser
supremo: el dinero. Bancos de toda suerte y condición, sobre todo los
centrales, fondos de inversión de casi todo, grandes corporaciones mercantiles,
multinacionales digitales, empresas de distribución, consultoras, aseguradoras
de las aseguradoras… La diferencia entre la política de derechas y la de
izquierdas en el marco de la Unión Europea es fácil de explicar: cuando
gobierna la derecha favorece al primer motor que todo lo mueve mediante
desregulaciones y bajada de impuestos. Cuando gobierna la izquierda trata de
regular los mercados y subir los impuestos pero no puede. “Podemos” dicen
algunos y algunas: recuerden los avatares de Yanis Varufakis en su
confrontación con las autoridades económicas de la Unión Europea con su plan para sacar a Grecia de la crisis que
tenía en 2015 y como se lo tumbaron; por poco no acaba la Acrópolis en la Grand-Place de
Bruselas. Si los cajeros automáticos dejan de
funcionar, le dijeron, se acaba el mundo. Y punto final. En esto
consiste lo que ha dado en llamarse “el pensamiento único”. La única línea
clara de los burócratas de la Unión Europea es el fin de las ideologías. ¿Qué
es exactamente lo que votamos? Siempre ha sido así. Lean a Galdós, por ejemplo.
Pero si el margen de
actuación es tan estrecho ¿por qué tantas desavenencias, insultos y
desacuerdos? Por cierto, si la Unión Europea se implicara a fondo en el
problema catalán en un mes quedarían fijados los cauces efectivos de su resolución.
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