Hay una enorme distancia
(la palabra francesa décalage es más precisa) entre las competencias del
aficionado (lo mismo le ocurre a la palabra francesa amateur) y el
profesional de cualquier gremio. Un ejemplo: es abismal la diferencia entre el
jugador amateur de golf y el profesional. O entre el fontanero casero que trata de ahorrarse unos euros y el fontanero de la comunidad al que finalmente hay que llamar para enderezar el entuerto.
Otro ejemplo: hace años veraneaba en las Rías Baixas en una casa de campo de dos plantas, amplio jardín y bosque al fondo que compartía con un matrimonio de Vigo (grandes amigos); algunos fines de semana, al caer la tarde, un hermano del marido, Juan, reconocido chef de un acogedor restaurante de Vigo, se dejaba caer por la finca. Debajo de un frondoso carballo, alrededor de una mesa de piedra, compartíamos unas bandejas de navajas, nécoras y otros frutos del mar regados con excelente ribeiro. Al terminar la cena tempranera solían apuntarse a la sobremesa un par de hermanas de mi mujer (normalmente me presento como “su marido”, dados los tiempos de corren) y alguna íntima del lugar. Venían a saludarnos en general, pero, sobre todo, a interrogar al maestro sobre ciertos secretos culinarios. Desde mi asiento de piedra resultaba ameno e instructivo.
¿Cuánto tiempo tiene
que cocer la caldeirada de pescado? preguntaba una de las interesadas. El chef
-estoy convencido- no entendía del todo la pregunta. Tú lo ves, contestaba; lo
que necesite, no sé, no miro el reloj, miro al plato y cuando está en su punto
lo retiro. Cada caldeirada es distinta, incluso con los mismos ingredientes; no es una cuestión de tiempo sino de ojo, aroma, textura, gusto: cuando
está, está; ni antes ni después… Venid un día a mi restaurante con tiempo
(se burlaba) y veis como la preparo; después nos la comemos. Mi cuñada
invita. También le preguntaron por los postres, especialmente por una mousse de
chocolate con nata que habían degustado en su rincón. El chocolate, aclaraba Juan,
sólo se consigue a través de ciertos proveedores de restauración profesional. Son
circuitos exclusivos. Es una forma de preservar el negocio. Sólo
os puedo decir que no es barato; montar la nata requiere al menos seis trucos;
otro día os lo cuento delante de unas zamburiñas y unos mejillones que podéis
comprar en el mercado del puerto; y que no falte el albariño y las cañitas de
crema… sonreía satisfecho.
Lo más
sustancioso venía después: Jorge confesaba que sólo comía platos elaborados,
profesionales, cuando iba a cenar de vez en cuando a un restaurante acreditado
(normalmente de un colega). Iba a disfrutar de la gastronomía como una de las bellas
artes. En su casa prefería platos “normales”: macarrones con chorizo y tomate,
filetes de ternera a la plancha o gallo rebozado. Como mucho arroz caldoso. En
casa del herrero cuchara de palo. La alta cocina es una experiencia festiva, proseguía; no puedo entender a esos ricachones que contratan
a un grupo completo para que les prepare exquisiteces a diario: en eso soy
epicúreo, el abuso del placer embota los sentidos (y entendía bien al filósofo
griego). También ocurre lo contrario, sentenciaba. Hay gente que no sabe pedir
cuando sale a cenar. La carta se les escurre de las manos. No entiendo a los
que piden, por ejemplo, solomillo al punto, chuletas de cordero, merluza a la
romana, huevos revueltos con setas, lenguado a la plancha, pollo al ajillo y de
postre flan. ¡Platos normales y corrientes que podrían preparar en su casa! Unos
madrileños como vosotros (nos miraba de reojo) deberían arriesgarse un poco más
y pagar por algo que está más allá de sus posibilidades. La imaginación al
poder: estofado de lengua de ternera, rabo de toro guisado al vino, callos a la
madrileña, perdices en escabeche, pichones en salsa, cocochas al pil pil,
bacalao a la portuguesa, caracoles a la borgoñesa o salmón al papillote. Y de
postre un strudel de manzana.
Y cambiaba de tercio: para mí el problema de los políticos es que no son profesionales.
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