A las epidemias les ocurre lo mismo que a las revoluciones: en realidad no hay más que una. La lectura durante el confinamiento de La peste de Albert Camus (cada libro tiene su momento), me reafirma en esta convicción. Resultan sorprendentes las semejanzas entre la peste negra del siglo XIV y la pandemia actual. La muerte negra procedente de China alcanzó su punto máximo entre 1347 y 1353 y acabó con la mitad de la población europea. La mayoría de la gente, la plebe, era pobre, inculta y en su mayoría analfabeta: para los campesinos lo más parecido a un texto eran las imágenes de templos y catedrales. En realidad, nadie sabía lo que ocurría. Tampoco se acordaban de la epidemia de peste bubónica de Justiniano (541-549) que asoló el Imperio Romano de Oriente. Las únicas fuentes de información eran los hechos y las Sagradas Escrituras. La creencia popular consideraba a la peste un castigo por los pecados de la humanidad. Como las plagas de Egipto. Se trataba de “un acto de Dios”. Cuando el mal se expandió sin solución, nobleza, clero y pueblo llano buscaron la intercesión divina para contenerla. La Iglesia organizó preces y rogativas bajo el amparo de alguna Virgen o santo venerado. Las sangrientas procesiones de los flagelantes desplazándose de pueblo en pueblo entre súplicas y gritos de agonía surgieron como una forma de apaciguar a un Dios justiciero y librar el mundo de la guadaña. Algunos visionarios pronosticaron que tenía un origen astrológico (eclipses, paso de cometas, conjunción de planetas). La mortandad cesaría cuando los cielos recobraran sus ciclos normales. Hubo profecías sobre el fin de la humanidad. También abundaron las teorías conspiranoicas: se culpó a los judíos de envenenar los pozos del agua, corrió el bulo de que enfermaban menos que los cristianos y se desencadenó una cruel persecución antisemita. Proliferaron los curanderos que vendían remedios a base de hierbas medicinales, maderas aromáticas y emplastos inocuos. Las supersticiones y falsos anuncios recorrieron campos y ciudades. Muchos se enriquecieron con el tráfico de reliquias, escapularios, y rosarios que circulaban de mano en mano trasmitiendo la enfermedad. Los apestados, cuyos primeros síntomas eran la fiebre alta, tos pertinaz, dificultad para respirar y un terrible dolor de cabeza fallecían en menos de cuatro días. Eran trasladados en carros y enterrados en fosas comunes lejos de las ciudades, a veces sin que sus familias pudieran despedirlos ni celebrar velorios y entierros por temor a nuevos contagios. Una familia hacinada en su mísera casa podía desparecer en una semana.
Los médicos surgidos de las universidades europeas, lucharon contra la peste con los pocos medios que tenían. La medicina medieval era más descriptiva y clasificatoria que científica y estaba influida por los conocimientos en parte empíricos, en parte especulativos de los médicos grecolatinos. Muchos, sin la protección adecuada, se infectaron al tratar a sus pacientes. En realidad, no podían hacer prácticamente nada. Por supuesto, fueron incapaces de determinar las causas del contagio. Los grandes hospitales se fundaron en el siglo XIV como respuesta a las exigencias de la pandemia. En Madrid se crearon nueve, uno de ellos llamado Hospital de los pestosos. Una de las medidas era aislar a los pacientes infectados en tierra y mar durante un periodo de cuarenta días o cuarentena hasta considerarlos fuera de peligro. Entre las normas de prevención personal se recomendó lavarse las manos y pies y salpicarlos con agua de rosas y vinagre, así como quemar las ropas y enseres de los muertos. También se usaron picudas mascarillas impregnadas de sustancias aromáticas fabricadas en talleres venecianos. El origen y la rápida difusión de la peste se debió al auge del comercio internacional; las ratas infectadas viajaban en los barcos, contagiaban a los tripulantes que, a su vez, lo extendían por los diferentes países. Obviamente la epidemia afectó a todos los sectores de la población. La muerte era la gran posibilidad democrática. Muchos huían en masa de los núcleos más afectados llevando consigo el mal o la pulga portadora de la enfermedad en sus equipajes, lo que contribuía a la propagación de la peste.
Algunos galenos difundieron explicaciones aproximadas: los
efluvios de los cuerpos enfermos, la corrupción del aire provocada por la descomposición
de la materia orgánica, los miasmas del agua estancada (las calles eran lugares
insalubres) y las deficientes condiciones higiénicas y alimentarias de la
población. Hasta el siglo XIX no se descubrió que la causa era la bacteria yersinia
pestis que afectaba a las ratas que, a su vez, la trasmitían a los humanos
a través de las pulgas que vivían en estos roedores. Se trata, por tanto, de una
zoonosis.
Inversamente, la inminencia de la muerte desencadenó, en los albores del Renacimiento, la alegría de vivir, el amor profano, la sensualidad y los placeres terrenales. Hay que vivir al día, gozar del presente, burlarse de la parca. Los cien cuentos de El Decamerón (1353) de Boccaccio y los ciento veinte de Los cuentos de Canterbury (1380) de Chaucer son el espejo literario de esta nueva visión que se aleja de la teología fatalista del mundo como un valle de lágrimas donde el hombre debe aceptar el sufrimiento porque será recompensado en la vida eterna por su obediencia y resignación.
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