El juego del
calamar es una serie de Netflix concebida, en el fondo, como un videojuego
en el que hay que superar sucesivas pantallas. En un videojuego tras cada nivel
que pasas aprendes más trucos y obtienes más poderes para el siguiente. Igual
que en el calamar, cuyos participantes compiten en seis juegos
infantiles en los que si pierden, pierden la vida. Comienzan 456 jugadores y sólo
uno puede ganar la fabulosa cifra de millones que se acumulan tras la
eliminación a tiros de cada perdedor. Prescindo aquí de las inevitables
interpretaciones sobre el mensaje anticapitalista o la crítica a las miserias de
la condición humana que según muchos expertos son la moraleja de la serie y me
quedo con la reiterada alerta sobre los peligros de que los niños y
adolescentes la sigan por razones miméticas y emocionales. Es obvio que nadie
en su sano juicio dejaría que un niño la viese. Además, se aburriría como una
ostra porque los juegos de la serie están tan cruelmente deformados, tan contaminados
de relaciones tóxicas, que no forman parte del universo infantil. Pero dudo que
hiera la sensibilidad de un adolescente de doce años, acostumbrado a lidiar en
su videoconsola con juegos violentos, agresivos o de supervivencia donde todo
son disparos, explosiones y emboscadas en las que el protagonista que elijas
(suele haber varios tipos de superhéroe) tiene que liquidar a todo lo que se le
ponga por delante. Obviamente descarto los juegos sadomasoquistas, gore,
racistas (tipo “cacería del negro”), supremacistas y homófobos. De hecho, estoy
convencido de que en breve la serie se convertirá en El videojuego del
calamar. El argumento es el mismo: se ha especulado por psicólogos y sociólogos
sobre los efectos nocivos de ciertos videojuegos en los jóvenes. Se aduce que los menores y adolescentes no tienen suficiente capacidad para distinguir la realidad de la ficción y corren el riesgo de mezclarlas en el patio del colegio. Más bien tengo la impresión de que quienes deliran son muchos adultos en su vida privada y pública. En un videojuego no se
produce ningún proceso de identificación con los personajes, simplemente ganas
o pierdes. Por eso, la mayoría de las películas basadas en videojuegos han sido
un fracaso, aunque no al revés. El héroe de un videojuego carece por definición
de un perfil humano (y menos literario), por lo que resulta un fraude crearlo.
Lo contrario, privar al hombre de sus atributos, es lo más fácil del mundo. En
realidad, es lo que hacen los malos guionistas. Tiran del archivo de prototipos
y levantan un andamio sin tornillos que al final se cae en las narices del
autor. Un videojuego no es una parábola moral sino un desafío lúdico. Cualquier
consideración sobre el significado “profundo” de la trama introduce un
considerable ruido y se convierte en un elemento perturbador de la diversión. Lo
cual no significa que haya jóvenes que desarrollen conductas violentas, agresivas
e incluso criminales, pero sus causas proceden de otras circunstancias
personales. Estoy convencido de que un joven dentro de la norma estadística,
una vez que apaga la consola borra de su mente todos los componentes conflictivos,
desconecta de su envoltura agresiva y, en todo caso, su pensamiento en segundo plano se
enriquece con la inteligencia lógica que ha adquirido mientras resolvía las
dificultades del juego. Por su parte, su inteligencia emocional permanece vacía,
al margen, porque no tiene ninguna función que le sirva para evitar obstáculos,
resolver problemas y pasar de pantalla. Es un ejemplo perfecto de la máxima de Ockham de no multiplicar los entes sin necesidad. La diversión consiste en salir del
laberinto, no en construir otro paralelo. ¿Significa esto que los videojuegos
son positivos? De nuevo descarto a los adictos de la pantalla que se aíslan del
mundo en su madriguera, prescinden de cualquier relación social y sólo
contactan con sus iguales mediante chats o plataformas monocordes. Por lo
demás, creo que su uso es beneficioso para quienes lo practican con cualquier
edad y condición.
El calamar no tiene una pantalla final, como la mayoría de los videojuegos (o películas populares) con éxito. El final de la serie es absurdo, pero no en sí mismo (qué más da) sino porque resulta demasiado evidente que queda abierto a una segunda temporada. El único efecto mimético, según parece, ha sido la gran demanda de disfraces para Halloween copiados de los personajes. Por cierto, estoy de acuerdo en que Halloween es un claro ejemplo de una tradición cultural extraña que en parte se ha impuesto y en parte se ha superpuesto a la nuestra (mucho más macabra, por cierto). Lo que resulta evidente es que la tradición importada es mucho más divertida para los niños con sus disfraces en el cole, sus calabazas y su continuación en la calle. Y también para los padres que disfrutan con las compras y preparativos de un jubiloso día de todos los santos.
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