La
versión más cruda del machismo que recorre la noche patriarcal de los tiempos
desde el Paleolítico Superior hasta nuestros días consiste en la identificación
de la mujer con la maternidad, el cuidado del hogar y el descanso del
guerrero. Es, por supuesto, la primera denuncia clamorosa del feminismo de ahora y siempre; al menos en esto coinciden las múltiples
variaciones sobre el mismo tema que circulan por el mundo real y virtual. Si el asunto te
interesa desde el principio, lo mejor es informarte en trabajos como el de Ana
Díaz Los feminismos a través de la historia. Aquí,
obviamente, lo vamos a acotar.
El machismo como ideología dominante se fraguó durante la Primera Revolución Industrial inglesa en la segunda mitad del siglo XVIII y se extendió posteriormente al resto de Europa occidental y Norteamérica. El núcleo de la ideología machista fue la escisión entre vida pública y privada. Los hombres y las mujeres debían estar separados en ámbitos civiles distintos. La vida pública corresponde al varón: el trabajo, el sustento familiar, el ascenso laboral, el desgaste que conllevan las transacciones comerciales… Rousseau advertía que los cambios en la industria y en la política conferían nuevas oportunidades a los varones burgueses, pero también nuevos motivos de angustia y preocupación, para lo cual el hogar debía conservarse como el oasis emocional, el refugio contra la fealdad de la competencia salvaje en la ciudad.
El hogar es el espacio de la vida privada a salvo de las asechanzas del mundo exterior, del tráfago hostil de la vida pública y de los negocios. La mujer es la reina, el ama y señora de la casa. El “retiro al hogar” de las mujeres provocó la aparición de ciertos valores asociados al matrimonio: la monogamia (virginal y de por vida), la maternidad (el deber de quedarse embarazada), el cuidado del hogar (o sea, limpiar, hacer la compra y cocinar) y la crianza y educación de los hijos (de los cuales el padre se desentiende por asuntos de fuerza mayor). Argumentos que fueron tratados en la literatura de la época: libros de consejos a las jóvenes en edad de merecer, recomendaciones frígidas de las madres, tratados parroquiales para embarazadas… era la literatura que se consideraba apropiada para el público femenino. La educación de las mujeres se diferenció de la de los hombres en cuanto a duración y contenido. Las niñas aprendían cosas útiles para su futuro confinadas; debían aprender sólo aquellas materias que las prepararan para su domesticidad; lo demás resultaba superfluo y hasta peligroso para las costumbres de las futuras madres.
Surgieron los roles de
género, la construcción machista de la feminidad y el fraude del segundo sexo. Aunque
se denominaba a la mujer la dueña del hogar, tampoco allí tenía
dominio alguno; estaba subordinada al marido en la vida privada y en la
pública: sometida en lo legal, con total dependencia económica y sin derecho al
voto hasta 1931 en nuestro país. También habría mucho que hablar de la
distancia entre la moral sexual del marido y la mujer. Mientras que se miraba
con condescendencia el adulterio masculino, la mujer era condenada al último
círculo del infierno de Dante. Según Schopenhauer, la fidelidad en el
matrimonio es artificial para el hombre y natural en la mujer, y, en
consecuencia, el adulterio por parte de la mujer es mucho menos perdonable que
por parte del hombre. ¿Natural? Lo trágico es que muchas mujeres han
perdido la vida a causa de esta visión obsesiva y posesiva de la
fidelidad. Actualmente, la violencia machista, el acoso sexual de la mujer
en el trabajo o las resistencias a que ocupen altos cargos en la empresa, por
ejemplo, son secuelas de aquella separación civil y la fantasía colectiva de dominancia
masculina.
La verdad es que me pierdo en el laberinto idiomático de los feminismos actuales. Dejemos a los filólogos/as que pongan en orden en el léxico y a los filósofos/as en los conceptos. Lo único que puedo decir es que en el Instituto de Enseñanza Secundaria donde impartí clases durante más de veinte años, la Junta Directiva estaba formada mayoritariamente por profesoras y que, en general, las alumnas eran más maduras, estudiosas, responsables, sensibles y guapas (permítaseme este piropeo micromachista) que sus colegas masculinos. No obstante, si es justo y necesario hacer una crítica de la sinrazón machista, no lo es menos hacerla de los excesos de la ideología feminista. Pero eso lo dejamos para la siguiente entrada.
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