El artículo 12 de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos (1948) proclama:
Nadie será objeto de
injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su
correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene
derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques.
A su vez, el artículo 18 de la Constitución Española
(1978) es una versión jurídica del mismo contenido ético. Obviamente las fechas
de la declaración y la promulgación de ambas han sido cruciales para su
desfondamiento histórico. Es evidente que cuando la
Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada por la Asamblea
General de las Naciones Unidas y la Constitución Española por el pleno de Las
Cortes era imposible prever el impacto de las nuevas tecnologías en la invasión
de la privacidad, uno de los derechos humanos que se han perdido para siempre.
Los servicios de inteligencia
pueden controlar a escala planetaria los deseos, palabras y obras de cualquier
ciudadano con interés político, económico y militar o suponga una amenaza real
o imaginaria para la seguridad nacional. Los satélites de seguimiento vigilan
con sus ojos electrónicos de alta resolución los lugares más recónditos del
planeta. Los robots de rastreo y algoritmos de filtrado pueden interceptar las
comunicaciones en milisegundos. Las supercomputadoras procesan el inmenso
volumen del big data para la construcción de modelos funcionales en los
sectores estratégicos. Hay aplicaciones informáticas (recuerden el caso Pegasus)
que piratean los móviles presidenciales con pasmosa impunidad y
consecuencias imprevisibles. Algunas aplicaciones preinstaladas en los smartphone y
las tablets del principal sistema operativo de código abierto
tienen acceso a datos confidenciales o sensibles sin el conocimiento del usuario.
Las grandes corporaciones
tecnológicas y las principales redes sociales almacenan nebulosas de datos en
sus incontables servidores por razones comerciales, publicitarias o de multiuso
(o sea, pasarelas encubiertas con otros poderes fácticos). En teoría, sólo un
solitario ermitaño tendría algo parecido a una vida privada. Aun así, los
satélites espías grabarían su anómica conducta. Algún avieso operador de
inteligencia a cambio de un sobre repleto pasaría bajo cuerda el video a una
red social y el mundo contemplaría la vida y milagros del nuevo influencer del ecologismo
ascético. Dejarlo todo, mudarte a una cueva con tu perro para perder el
mundo y ganar el alma podría ser tendencia entre muchos ejecutivos de las
grandes tecnológicas.
Nuevas amenazas te rodean cuando
usas tus propios artilugios. Si has instalado una alarma de seguridad tienes
una cámara de video en la entrada, el salón y el dormitorio. El GPS del móvil
te tiene siempre ubicado: donde estás, a dónde vas, de dónde vienes. Las
grandes preguntas de la filosofía. Sabe en qué escaparates te has parado, en
qué tiendas has entrado, en cuáles has comprado. Cómo distribuyes tu tiempo libre
en museos, cines o restaurantes. Incluso te envían un informe mensual de tus
viajes y paseos por el barrio. Tu automóvil transmite a la central tus hábitos
de conducción. Los robots aspiradores mapean tu casa y almacenan los resultados
en la nube de la empresa. Los relojes inteligentes recopilan tus datos
biométricos y rutinas deportivas dentro y fuera del gimnasio. ¿Qué sentirías si
las compañías de seguros del hogar, del coche o de la salud utilizaran esos
archivos para evaluar al alza tu contrato o negarte coberturas? O que te
llegara una carta de despido disciplinario porque te has ido de la lengua en
una red social sobre los manejos de la empresa o los devaneos del jefe con la
nueva. Recuerdo que hace tiempo subí a una plataforma gratuita de alojamiento e
intercambio de archivos un álbum con los admirables desnudos femeninos de Tamara
de Lempicka. Antes de una semana me llegó un correo avisándome de que si volvía
a subir contenidos pornográficos a mi espacio me excluirían del servicio. Por
supuesto, fulminaron el álbum. Estoy seguro de que los actuales robots de
reconocimiento de imágenes acumulan en su big data organizado la
obra completa de la pintora.
¿Cómo están
las máquinas? El nuevo peligro para la privacidad es la
inteligencia artificial. A la gente le encanta charlar con los chatbots.
Se ha convertido en una adicción. Recuerda: si en internet el producto es gratuito,
es que el producto eres tú. El humano cree controlar la conversación, pero
al final el inhumano se las ingenia para sacarte la información que le
interesa. Otra cosa es que le importes un bledo, lo normal, o que use tus rasgos
personales para acumular experiencias de aprendizaje automático o para otros
fines. Ándate con ojo con lo que cuentas a un programa informático que maneja
más de ciento ochenta millones de parámetros temáticos y sus lenguajes. Piensa
que todo lo que escribas quedará registrado y podrá ser utilizado por los
desarrolladores para seguir entrenando a la máquina. Procura no revelar
información personal o sugerencias que sean peligrosas o delictivas. ¿Qué
sabes, en el fondo, de esta sorprendente criatura sin emociones que responde
con solvencia a tus preguntas? El siguiente asalto a la intimidad es el acceso al
pensamiento del otro sin permiso. Una distopía totalitaria que tendrá, si
llega, argumentos ideológicos y científicos a su favor. Afortunadamente el
cerebro humano es tan complejo que quedan muchas generaciones antes de que la
profecía se cumpla.
Lo cierto es que propiamente nunca
ha habido derecho a la privacidad. Algunos ejemplos puntuales. Los frumentarii romanos,
espías de los emperadores dependientes de la guardia pretoriana eran de una
eficacia letal; la Inquisición y sus agentes durante la Edad Media eran la
salvaguardia de una ortodoxia religiosa que ponía bajo sospecha a todos los
súbditos bajo penas de tortura y hoguera; los reyes absolutos en la segunda
mitad del siglo XVII y el siglo XVIII disponían de una policía secreta
implacable, una red de espías que abarcaba el país, un número de asesores y
consejeros desmedido, confidentes, delatores y soplones... El Estado moderno,
fundado en el contrato social y el imperio de la ley, sea democrático o no, es
incompatible con la vida privada. A no ser que entendamos por vida privada la
marca del café y las tostadas que desayunamos. Y posiblemente ni eso.
En los supermercados también hay dispositivos de vigilancia.
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