Telépolis

martes, 23 de mayo de 2023

El derecho a la privacidad

El artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) proclama:

Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques.

A su vez, el artículo 18 de la Constitución Española (1978) es una versión jurídica del mismo contenido ético. Obviamente las fechas de la declaración y la promulgación de ambas han sido cruciales para su desfondamiento histórico. Es evidente que cuando la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas y la Constitución Española por el pleno de Las Cortes era imposible prever el impacto de las nuevas tecnologías en la invasión de la privacidad, uno de los derechos humanos que se han perdido para siempre.

Los servicios de inteligencia pueden controlar a escala planetaria los deseos, palabras y obras de cualquier ciudadano con interés político, económico y militar o suponga una amenaza real o imaginaria para la seguridad nacional. Los satélites de seguimiento vigilan con sus ojos electrónicos de alta resolución los lugares más recónditos del planeta. Los robots de rastreo y algoritmos de filtrado pueden interceptar las comunicaciones en milisegundos. Las supercomputadoras procesan el inmenso volumen del big data para la construcción de modelos funcionales en los sectores estratégicos. Hay aplicaciones informáticas (recuerden el caso Pegasus) que piratean los móviles presidenciales con pasmosa impunidad y consecuencias imprevisibles. Algunas aplicaciones preinstaladas en los smartphone y las tablets del principal sistema operativo de código abierto tienen acceso a datos confidenciales o sensibles sin el conocimiento del usuario.

Las grandes corporaciones tecnológicas y las principales redes sociales almacenan nebulosas de datos en sus incontables servidores por razones comerciales, publicitarias o de multiuso (o sea, pasarelas encubiertas con otros poderes fácticos). En teoría, sólo un solitario ermitaño tendría algo parecido a una vida privada. Aun así, los satélites espías grabarían su anómica conducta. Algún avieso operador de inteligencia a cambio de un sobre repleto pasaría bajo cuerda el video a una red social y el mundo contemplaría la vida y milagros del nuevo influencer del ecologismo ascético. Dejarlo todo, mudarte a una cueva con tu perro para perder el mundo y ganar el alma podría ser tendencia entre muchos ejecutivos de las grandes tecnológicas.

Nuevas amenazas te rodean cuando usas tus propios artilugios. Si has instalado una alarma de seguridad tienes una cámara de video en la entrada, el salón y el dormitorio. El GPS del móvil te tiene siempre ubicado: donde estás, a dónde vas, de dónde vienes. Las grandes preguntas de la filosofía. Sabe en qué escaparates te has parado, en qué tiendas has entrado, en cuáles has comprado. Cómo distribuyes tu tiempo libre en museos, cines o restaurantes. Incluso te envían un informe mensual de tus viajes y paseos por el barrio. Tu automóvil transmite a la central tus hábitos de conducción. Los robots aspiradores mapean tu casa y almacenan los resultados en la nube de la empresa. Los relojes inteligentes recopilan tus datos biométricos y rutinas deportivas dentro y fuera del gimnasio. ¿Qué sentirías si las compañías de seguros del hogar, del coche o de la salud utilizaran esos archivos para evaluar al alza tu contrato o negarte coberturas? O que te llegara una carta de despido disciplinario porque te has ido de la lengua en una red social sobre los manejos de la empresa o los devaneos del jefe con la nueva. Recuerdo que hace tiempo subí a una plataforma gratuita de alojamiento e intercambio de archivos un álbum con los admirables desnudos femeninos de Tamara de Lempicka. Antes de una semana me llegó un correo avisándome de que si volvía a subir contenidos pornográficos a mi espacio me excluirían del servicio. Por supuesto, fulminaron el álbum. Estoy seguro de que los actuales robots de reconocimiento de imágenes acumulan en su big data organizado la obra completa de la pintora.

¿Cómo están las máquinas? El nuevo peligro para la privacidad es la inteligencia artificial. A la gente le encanta charlar con los chatbots. Se ha convertido en una adicción. Recuerda: si en internet el producto es gratuito, es que el producto eres tú. El humano cree controlar la conversación, pero al final el inhumano se las ingenia para sacarte la información que le interesa. Otra cosa es que le importes un bledo, lo normal, o que use tus rasgos personales para acumular experiencias de aprendizaje automático o para otros fines. Ándate con ojo con lo que cuentas a un programa informático que maneja más de ciento ochenta millones de parámetros temáticos y sus lenguajes. Piensa que todo lo que escribas quedará registrado y podrá ser utilizado por los desarrolladores para seguir entrenando a la máquina. Procura no revelar información personal o sugerencias que sean peligrosas o delictivas. ¿Qué sabes, en el fondo, de esta sorprendente criatura sin emociones que responde con solvencia a tus preguntas? El siguiente asalto a la intimidad es el acceso al pensamiento del otro sin permiso. Una distopía totalitaria que tendrá, si llega, argumentos ideológicos y científicos a su favor. Afortunadamente el cerebro humano es tan complejo que quedan muchas generaciones antes de que la profecía se cumpla.

Lo cierto es que propiamente nunca ha habido derecho a la privacidad. Algunos ejemplos puntuales. Los frumentarii romanos, espías de los emperadores dependientes de la guardia pretoriana eran de una eficacia letal; la Inquisición y sus agentes durante la Edad Media eran la salvaguardia de una ortodoxia religiosa que ponía bajo sospecha a todos los súbditos bajo penas de tortura y hoguera; los reyes absolutos en la segunda mitad del siglo XVII y el siglo XVIII disponían de una policía secreta implacable, una red de espías que abarcaba el país, un número de asesores y consejeros desmedido, confidentes, delatores y soplones... El Estado moderno, fundado en el contrato social y el imperio de la ley, sea democrático o no, es incompatible con la vida privada. A no ser que entendamos por vida privada la marca del café y las tostadas que desayunamos. Y posiblemente ni eso. En los supermercados también hay dispositivos de vigilancia.

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