Telépolis

domingo, 20 de octubre de 2024

Sobre la posverdad

 

El descrédito actual de la política proviene de la conspiración constante contra la verdad, la certeza, la opinión y la duda, sustituidas por la falsedad, el error, la ignorancia y la mentira. En esto consiste la posverdad. Es como si en un caso de Sherlock Holmes lo que realmente importara fueran los rumores tabernarios por la ausencia de pistas, las conjeturas apresuradas de la prensa, el cierre en falso del obtuso Lestrade que no se entera de nada o las raquíticas teorías de Watson que apenas rascan la superficie de los hechos.

La posverdad surge por la desinformación intencional y la desmemoria crónica de los presuntos implicados; o al revés, por la negación de la evidencia en casos de corrupción que se ocultan tras las interminables garantías procesales de un poder judicial polarizado. También la favorecen los pesebres ideológicos de los tertulianos, las fabulaciones de los ignorantes mediáticos (el famoso “relato”) que se abren paso a codazos para medrar, las cortinas de humo de las noticias calientes que se venden (en el doble sentido de la expresión) y las declaraciones de encefalograma plano de los políticos profesionales. Lo que aparenta ser la verdad es más decisivo que la verdad. Un retorno a la caverna de Platón: lo que cuenta son las sombras vacilantes que se proyectan sobre la pared y los ecos confusos de las voces que resuenan en la gruta.

Son varios los elementos que intervienen en la proliferación de la posverdad. De entrada, la psicología de masas: en “posmodernidad” o “posindustrial", el prefijo post se refiere a algo que, aunque ha ocurrido, está superado; alude a ciertos hechos brumosos no del todo negados, pero ahora irrelevantes, desbordados por los nuevos escenarios nacionales o internacionales. Es algo que la memoria colectiva debe dar por concluido, condenado al olvido porque ha sido desplazado por nuevas realidades inmediatas y más urgentes: de ahí que se hable de verdad posfactual. La sustancia de la verdad posfactual es precisamente que la verdad no importa. Es agua pasada y el cauce está seco.  Ex nihilo nihil. De la nada no proviene nada. Por tanto, se refutan los no hechos y se crean otros nuevos para adecuarlos a los intereses partidistas del momento. 

El abuso de la posverdad ha propiciado la indiferencia colectiva, cuando no el desapego a la política. Las escenas a las que asistimos en los debates parlamentarios del Congreso con un hemiciclo descontrolado y sin rumbo es un prueba de la eficacia del modelo. Su objetivo es el desprestigio de cualquier boceto de democracia normalizada. Estamos ante el caldo de cultivo de ideologías prefacistas. El primer paso es utilizar de forma torticera las libertades del Estado de derecho, en especial la libertad de expresión: demagogia populista, vacíos flagrantes, desmentidos infumables, teorías de la conspiración, desvergüenzas maquilladas. También el aluvión en las redes sociales de bulos y farsas, intrigas inventadas y, sobre todo, las campañas de manipulación emocional perpetradas al milímetro por los laboratorios de ingeniería de la conducta al servicio de la posverdad.

Llevan razón los que afirman que la política actual tiene cada vez más un carácter orwelliano. Se trata de fabricar una posverdad para cada problema político. Se cambia la noción misma de “hecho”. Los hechos ya no se interpretan, sino que se construyen. Como en la célebre novela de Orwell el pasado puede ser simplemente eliminado de la historia y sustituido por otro. Los protagonistas de lo que no ocurrió por decreto posfactual son “vaporizados”. La pantalla que vigila a todas horas, el ojo del Gran Hermano, es una modesta bisabuela de los modernos métodos telemáticos de control y distribución de la información. Cabe temblar ante las posibilidades distópicas de la inteligencia artificial. Nunca el totalitarismo ha estado tan cerca de las democracias occidentales. Ha caducado el principio fundacional del utilitarismo liberal-progresista (Bentham-Stuart Mill) o liberal-conservador (Adam Smith-Ricardo) que sentó las bases de las democracias representativas: Es bueno lo que sirve para proporcionar la mayor felicidad al mayor número. Se ha impuesto la ley del interés del “pensamiento único” y el darwinismo social. El ascenso profesional, el beneficio económico y la hegemonía política se consideran la ley natural desde la antropogėnesis y algo inherente a la condición humana. Hay un principio de la lógica clásica que afirma que de lo falso se sigue cualquier cosa. La conclusión es que nadie tiene la menor idea de lo que nos espera ni siquiera a corto plazo. ¿Tiene la política nuevas reglas que Maquiavelo no pudo imaginar? Es evidente que sí: la posverdad.

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