Telépolis

sábado, 23 de noviembre de 2024

Alma, universo, Dios

Fue Kant quien puso de manifiesto la inevitable tendencia de la razón a la realización de síntesis cada vez más generales que acaban siempre por ir más allá de los límites de la experiencia. En la Crítica de la razón pura el filósofo de la Ilustración analizó la posibilidad de la metafísica como ciencia, así como el alcance y límites de sus tres ideas absolutas: la síntesis última de la totalidad de la experiencia interior, el alma; la síntesis última de la totalidad de la experiencia exterior, el universo y la síntesis última de la totalidad de la experiencia interior y exterior, Dios. Bajo la influencia de la física matemática newtoniana concluyó, como es sabido, que la metafísica es una ilusión epistemológica y, por tanto, no es posible un conocimiento válido de tales ideas… al menos para la razón teórica.

No obstante, la ineludible querencia, la necesidad del pensamiento de especular sin tregua en el vacío, una especie de ejercicio compulsivo de bicicleta estática sin cadena, se manifiesta de forma recurrente en ámbitos distintos y distantes de la cultura. Incluso entre la comunidad científica contemporánea prosperan profusas variantes de las síntesis kantianas. Se trata de teorías no contrastadas empíricamente que se aceptan porque son la única explicación posible (y provisional) que permite encajar todas las piezas del rompecabezas.

En torno al alma, el emergentismo es un modelo explicativo que trata de resolver el problema ancestral de la relación entre la mente y el cerebro. En un reciente libro del escritor Juan José Millás y el paleontólogo Juan Luis Arsuaga La conciencia contada por un sapiens a un neandertal, el científico justifica la definición verbalista de la mente como una propiedad emergente del cerebro: Lo de "propiedad emergente" es una fórmula que usamos los científicos para eludir hablar de algo que no entendemos. Lo más que podemos decir es que cuando los componentes de un sistema alcanzan cierta complejidad y actúan entre sí, pueden surgir propiedades que no estaban por separado en ninguno de sus componentes y que no eran deducibles por tanto de los elementos de ese sistema. Algo parecido a lo que el premio Nóbel de Medicina en 1963 John C. Eccles y el filósofo Karl Popper propusieron en su libro conjunto El cerebro y la mente (1980). Sostienen que los componentes del cerebro (neuronas, árboles dendríticos, conexiones sinápticas, áreas funcionales) son insuficientes para comprender los procesos mentales, algunos de ellos de una gran complejidad como la autoconciencia, la identidad personal, el carácter voluntario de la acción humana, el inconsciente o el pensamiento creador. Tales procesos hacen necesaria la hipótesis de una mente autónoma. En consecuencia, desarrollaron la hipótesis mentalista de que en la corteza cerebral interactúan las dendronas (agrupaciones de dendritas) de carácter neurofisiológico y la psiconas (agrupaciones de unidades de activación mental) de carácter psíquico. La interacción entre ambas se explica mediante una inextricable teoría bioquímica rechazada por la comunidad científica. En realidad, desde los órficos y los pitagóricos no se ha avanzado mucho en la solución del dualismo antropológico; únicamente podemos afirmar que tanto el cerebro como la mente son estructuras demasiado complicadas (y todavía más su interacción) y que, en todo caso, han servido para enriquecer el léxico de los diccionarios académicos. El infierno de la retórica y el paraíso del neologismo, en palabras de Giorgio Agamben.

Si nos referimos al universo, segunda síntesis, los vacíos cosmológicos se multiplican: la teoría del Big Bang, incapaz de explicar en qué consiste esa singularidad infinitamente densa que originó el universo tras la gran explosión; la materia oscura, invisible al no emitir ningún tipo de radiación electromagnética y que, según los físicos, contiene un 85% del universo; las ondas gravitacionales, demostrables con sólo tirar un lápiz e indetectables para la tecnología actual; los agujeros de gusano que sólo convencen a los guionistas de ciencia ficción; la teoría de cuerdas, un constructo matemático que no funciona a menos que el universo tenga diez dimensiones. O el destino del universo: ¿Seguirá expandiéndose como un globo hasta el infinito y más allá como supone la teoría de la inflación cósmica o habrá una gran implosión o Big Crunch que lo comprimirá hasta el estado previo a la gran explosión y vuelta a empezar en un universo cerrado y pulsante?

Del otro lado, el espeluznante mundo de la mecánica cuántica (Einstein dixit) y sus teorías sobre el microcosmos o los sistemas atómicos y subatómicos. Richard Feyman, el genial físico, premio Nobel en 1965, afirmó que Si usted piensa que entiende la mecánica cuántica es que no la ha entendido… sentencia que se aplicaba a sí mismo. Por no hablar de la ecuación formulada por el físico británico Paul Dirac, Premio Nobel en 1933 compartido con Erwin Schrödinger, quien predijo la existencia de la antimateria, sin que nadie se explique por qué sólo se observa en condiciones experimentales o de laboratorio, pero no se detecta en ninguna formación del universo. La NASA envió al espacio en 2011 la sonda Alpha Magnetic Spectrometer para buscar indicios o restos de antimateria, pero sin resultados concluyentes hasta la fecha. Algunos cosmólogos duermen tranquilos tras anunciar su desaparición hace millones de años.   

¿Es posible hablar de Dios desde la ciencia? La variante de la última síntesis kantiana. Es conocida la frase lapidaria de Einstein para refutar la mecánica cuántica y sus principios indeterministas: Dios no juega a los dados con el universo. Se trata de una metáfora. No así la respuesta de Pierre S. Laplace (1749-1827) a Napoleón cuando el emperador, tras conocer la fama del Traité de Mécanique céleste, lo recibió en su biblioteca con la siguiente observación: Monsieur Laplace me dicen que habéis escrito este gran libro sobre el sistema del universo y nunca habéis mencionado a su creador. Laplace inflexible con sus principios se levantó y replicó bruscamente: No tenía necesidad de tal hipótesis.

La mayoría de los científicos consideran que la existencia de Dios es un tema que está fuera de la ciencia. En sentido kantiano: Dios no es un problema de la razón teórica, sino de la razón práctica. Aunque algunos no están de acuerdo y defienden la hipótesis de Dios en el sistema del universo. La cuestión es si se trata de ciencia o de teología camuflada mediante un selecto repertorio de términos científicos; el mismo recurso que utilizan los programas de misterio, enigmas sobrenaturales y platillos volantes. Hay publicaciones recientes: Dios y la ciencia, hacia el metarrealismo de Jean Guitton y otros; Dios, la ciencia, las pruebas, el albor de una revolución de Oliver Bonnassies y Michel-Yves Bolloré. Todo muy francés y católico (ver las biografías). No se trata, en ambos casos, de defender un panteísmo que identifica el universo y Dios en una unidad en el fondo materialista. Según parece, postulan la existencia de un Dios creador y ordenador del universo. Me recuerda al primer motor inmóvil de Aristóteles o a la primera causa incausada de Tomás de Aquino. Pero como no he leído ninguno de los dos libros no puedo opinar sobre estas nuevas teorías del Punto Omega y otras entelequias.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Historia de las ideas políticas

 

Cuando se filtraron los últimos borradores de los curricula de la LOMLOE aconsejé a algunos veteranos asesores del Ministerio de Educación, a los que todavía trataba, que sopesaran la posibilidad de ofrecer en Segundo de Bachillerato con el mismo rango académico una Historia de las ideas políticas como opcional a la asignatura de Historia de la filosofía, obligatoria en todas las modalidades. Ambas serían impartidas por el departamento de filosofía. Obviamente, la propuesta de mantel blanco y huevos rotos no prosperó; seguramente ni siquiera llegó a la burocracia del castillo. Cuando la hice (y la mantengo) no pretendía presumir de aurúspice ni de consejero áulico retirado, sino mostrar el alarmante desinterés de los jóvenes preuniversitarios por las teorías de los maestros pensadores, por más que los aguerridos docentes traten de enseñarles su vigencia. Algo, en el fondo, anacrónico, aunque aprovechable con matices. Lo cierto es que estamos rodeados de filosofía por todas partes, pero nadie se da por aludido. Tenía razón Antonio Gramsci cuando afirmaba que todos los hombres son filósofos, en tanto que la filosofía es una concepción del mundo ineludible, que está contenida en el lenguaje, las ideas, el sentido común o las creencias religiosas.

Es evidente que sobrevolaba en las aulas un creciente desapego por la asignatura de Historia de la filosofía; que la mayoría de los alumnos elegían Historia de España en las pruebas de acceso a la universidad; que se estaba produciendo entre los jóvenes una alarmante deriva hacia el nihilismo en todos los ámbitos de la razón práctica, incluso una manifiesta aversión hacia la política y los políticos. Tampoco en las altas esferas ministeriales había una especial estima por la materia en cuestión. Es algo parecido a lo que ocurrió con las lenguas clásicas. La diferencia es que los filósofos constituyen un eficaz grupo de presión temido por el gobierno de turno porque saben transmutar las legítimas causas gremiales en argumentos humanísticos que comportan incómodas críticas y arrastran votos. 

En todo caso, lo más preocupante era y es la distancia cada vez mayor entre la política real y la filosofía social y política. Y la razón por la que una asignatura sobre las ideologías modernas y contemporáneas podría resultar atractiva a los alumnos tanto por su actualidad, su interés circunstancial y generacional, como por la posibilidad de acortar la escisión entre ambos mundos mediante la comprensión de los principios teóricos que los unen. Un ejemplo a favor de esta propuesta sería la exposición resumida de las tres concepciones de la democracia liberal. Algo que nos concierne más que el hilemorfismo aristotélico, el yo pienso cartesiano o las categorías de Kant.

El original y genuino pensamiento liberal es el liberalismo progresista de Bentham y, sobre todo, de Stuart Mill (del cual he escrito una breve monografía con fines didácticos). Además de preservar las libertades civiles de pensamiento, conciencia y expresión, defiende la autonomía creadora del individuo y la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad general; la mejor decisión política es la que produce la mayor felicidad para el mayor número. Mill calificó su pensamiento de liberalismo social (algo muy próximo a la socialdemocracia), sostuvo que el Estado debe intervenir cuando es preciso proteger a la sociedad de la desigualdad y los abusos de la iniciativa privada; incluso fue partidario de una economía mixta, privada y pública por este orden.

El liberalismo conservador o liberalismo económico de Adam Smith, Ricardo y Malthus se fundamenta en una economía de mercado donde el Estado es un mero árbitro de las leyes naturales de la libre competencia que por sí mismas producen la mayor felicidad para el mayor número. La nueva figura antropológica, el homo economicus, busca por una inclinación universal, inherente a la condición humana, el interés individual o egoísta e identifica la felicidad con el bienestar material, es decir con la posesión y disfrute de bienes que dependen, en última instancia, de la cantidad de riqueza acumulada o capital. La felicidad puede, por tanto, ser cuantificada.

Los antecedentes del neoliberalismo hay que buscarlos en el darwinismo social de Herbert Spencer, las políticas económicas de Keynes y, posteriormente, de Milton Friedman y la Escuela de Chicago. En la actualidad es el resultado de la globalización, el flujo de capitales, la deslocalización de las grandes corporaciones, el impacto imprevisible de las nuevas tecnologías y el progreso indefinido de la tecnociencia. Para el neoliberalismo radical -un fantasma que recorre el mundo- la política debe ser sustituida por la economía; dicho de otro modo, o los políticos son meros gestores del capital industrial y financiero o no son nada, de ahí el debilitamiento del liberalismo social en las democracias representativas y el papel secundario o el descrédito de los políticos profesionales, víctimas en demasiadas ocasiones de su identificación con los poderes fácticos que representan. El fin último y el único criterio ético-político del neoliberalismo es alcanzar el éxito económico. Para el neoliberalismo radical el fin justifica los medios (frase que Maquiavelo nunca pronunció); la diferencia es que mientras el Príncipe buscaba el bien común y la cohesión social, los medios legítimos que utiliza el neoliberalismo pueden ser irracionales y falaces. En el neoliberalismo conviven tres formas paralelas de organización social que siempre llegan a encontrarse: la real, la virtual y la posfactual. La posfactual maneja un eficaz repertorio de estrategias: la cancelación, la posverdad, los bulos, las falsas noticias, el populismo y el relato. Toda una constelación de influencers se dedican a promover el delirio colectivo. Ahora los hechos no se constatan ni se interpretan, se fabrican. Se trata de promover un nuevo orden antipolítico cuyo nombre, una vez que se quitan los andamios, los europeos conocemos de sobra