Cuando se
filtraron los últimos borradores de los curricula de la LOMLOE
aconsejé a algunos veteranos asesores del Ministerio de Educación, a los que
todavía trataba, que sopesaran la posibilidad de ofrecer en Segundo de
Bachillerato con el mismo rango académico una Historia de las ideas
políticas como opcional a la asignatura de Historia de la filosofía,
obligatoria en todas las modalidades. Ambas serían impartidas por el
departamento de filosofía. Obviamente, la propuesta de mantel blanco y huevos
rotos no prosperó; seguramente ni siquiera llegó a la burocracia del castillo.
Cuando la hice (y la mantengo) no pretendía presumir de aurúspice ni de
consejero áulico retirado, sino mostrar el alarmante desinterés de los jóvenes
preuniversitarios por las teorías de los maestros pensadores, por más que los
aguerridos docentes traten de enseñarles su vigencia. Algo, en el fondo,
anacrónico, aunque aprovechable con matices. Lo cierto es que estamos rodeados
de filosofía por todas partes, pero nadie se da por aludido. Tenía razón
Antonio Gramsci cuando afirmaba que todos los hombres son filósofos, en
tanto que la filosofía es una concepción del mundo ineludible, que está
contenida en el lenguaje, las ideas, el sentido común o las creencias
religiosas.
Es evidente que sobrevolaba en las aulas un creciente desapego por la asignatura de Historia de la filosofía; que la mayoría de los alumnos elegían Historia de España en las pruebas de acceso a la universidad; que se estaba produciendo entre los jóvenes una alarmante deriva hacia el nihilismo en todos los ámbitos de la razón práctica, incluso una manifiesta aversión hacia la política y los políticos. Tampoco en las altas esferas ministeriales había una especial estima por la materia en cuestión. Es algo parecido a lo que ocurrió con las lenguas clásicas. La diferencia es que los filósofos constituyen un eficaz grupo de presión temido por el gobierno de turno porque saben transmutar las legítimas causas gremiales en argumentos humanísticos que comportan incómodas críticas y arrastran votos.
En todo caso, lo más preocupante era y es la distancia cada vez mayor entre la política real y la filosofía social y política. Y la razón por la que una asignatura sobre las ideologías modernas y contemporáneas podría resultar atractiva a los alumnos tanto por su actualidad, su interés circunstancial y generacional, como por la posibilidad de acortar la escisión entre ambos mundos mediante la comprensión de los principios teóricos que los unen. Un ejemplo a favor de esta propuesta sería la exposición resumida de las tres concepciones de la democracia liberal. Algo que nos concierne más que el hilemorfismo aristotélico, el yo pienso cartesiano o las categorías de Kant.
El original
y genuino pensamiento liberal es el liberalismo progresista de Bentham y, sobre todo, de Stuart
Mill (del cual he
escrito una breve monografía con fines didácticos). Además de preservar las libertades civiles de pensamiento, conciencia y
expresión, defiende la autonomía creadora del individuo y la supeditación del
legítimo interés individual a la utilidad general; la mejor decisión
política es la que produce la mayor felicidad para el mayor número.
Mill calificó su pensamiento de liberalismo social (algo muy
próximo a la socialdemocracia), sostuvo que el Estado debe intervenir cuando es
preciso proteger a la sociedad de la desigualdad y los abusos de la iniciativa
privada; incluso fue partidario de una economía mixta, privada y pública por este
orden.
El liberalismo conservador o liberalismo económico de Adam Smith, Ricardo y
Malthus se fundamenta en una economía de mercado donde el Estado es un mero
árbitro de las leyes naturales de la libre competencia que
por sí mismas producen la mayor felicidad para el mayor número. La
nueva figura antropológica, el homo economicus, busca por una
inclinación universal, inherente a la condición humana, el interés individual o
egoísta e identifica la felicidad con el bienestar material, es decir con la
posesión y disfrute de bienes que dependen, en última instancia, de la cantidad
de riqueza acumulada o capital. La felicidad puede, por tanto, ser
cuantificada.
Los antecedentes del neoliberalismo hay que buscarlos en el darwinismo social de Herbert Spencer, las políticas económicas de Keynes y, posteriormente, de Milton Friedman y la Escuela de Chicago. En la actualidad es el resultado de la globalización, el flujo de capitales, la deslocalización de las grandes corporaciones, el impacto imprevisible de las nuevas tecnologías y el progreso indefinido de la tecnociencia. Para el neoliberalismo radical -un fantasma que recorre el mundo- la política debe ser sustituida por la economía; dicho de otro modo, o los políticos son meros gestores del capital industrial y financiero o no son nada, de ahí el debilitamiento del liberalismo social en las democracias representativas y el papel secundario o el descrédito de los políticos profesionales, víctimas en demasiadas ocasiones de su identificación con los poderes fácticos que representan. El fin último y el único criterio ético-político del neoliberalismo es alcanzar el éxito económico. Para el neoliberalismo radical el fin justifica los medios (frase que Maquiavelo nunca pronunció); la diferencia es que mientras el Príncipe buscaba el bien común y la cohesión social, los medios legítimos que utiliza el neoliberalismo pueden ser irracionales y falaces. En el neoliberalismo conviven tres formas paralelas de organización social que siempre llegan a encontrarse: la real, la virtual y la posfactual. La posfactual maneja un eficaz repertorio de estrategias: la cancelación, la posverdad, los bulos, las falsas noticias, el populismo y el relato. Toda una constelación de influencers se dedican a promover el delirio colectivo. Ahora los hechos no se constatan ni se interpretan, se fabrican. Se trata de promover un nuevo orden antipolítico cuyo nombre, una vez que se quitan los andamios, los europeos conocemos de sobra.