Una pequeña ciudad de provincias. Un grupo de cuarto de Bachillerato en un Instituto de Enseñanza Media masculino. Don Julio, profesor de Formación del Espíritu Nacional, traje gris y porte erguido, antes camisa azul, ahora cargo provincial, solía entrar en clase diez minutos tarde, cerraba la puerta, se sentaba en la mesa con tarima, sacaba del cajón el parte diario y pluma Parker en ristre pasaba lista; había que levantarse y responder ¡Presente!
Cuando un día le pregunté qué era una democracia orgánica me miró
con suspicacia y tras unos instantes, convencido de que no había segundas
intenciones, se dispuso a endosarnos una de sus recurrentes soflamas patrioteras.
Siempre el mismo ritual: sacaba de su bolso en bandolera una petaca de picadura
y un librillo de papel de fumar; se aparejaba el cigarrillo con oficio de artesano
y después de mirarlo satisfecho lo encendía con un Dupont cromado, le daba una
larga calada (no se tragaba el humo) y nos abarcaba de un vistazo, firme el
ademán. Todos callaron y mantenían atentos sus rostros. Cualquier
hombre, peroró Don Julio, nace en el seno de una familia, vive en un pueblo o
ciudad y trabaja afiliado a un sindicato. Familia, municipio y sindicato de
empresarios y trabajadores unidos son los auténticos organismos naturales de
participación en la vida política. España es una democracia orgánica, superior
a la ineficaz, corrupta y disolvente democracia liberal que tantas
desdichas nos ha traído y sobre cuyas ruinas hemos levantado un futuro de
progreso, justicia y paz...
La democracia orgánica era el nombre eufemístico que se daba a sí
misma la dictadura franquista. Nadie participaba en nada. Las Cortes Españolas
eran una institución meramente consultiva, más bien asertiva, donde se daban
cita personas, apellidos e ideologías, por este orden, afines al Movimiento
Nacional. Un sistema político similar al corporativismo fascista italiano. Era
un pseudoparlamento en donde ni residía la soberanía nacional ni había división
de poderes ni elecciones democráticas puesto que la totalidad del poder se
concentraba en la figura sacralizada del jefe del Estado, sólo responsable
ante Dios y la historia... Una monarquía absoluta de carácter medieval
actualizada y justificada mediante un lenguaje jurídico totalitario.
Al acabar la clase de política (una de las tres marías que nos perseguían hasta la licenciatura), Manuel Navarro, delegado del curso, al frente de un grupo de colegas se acercó a mi pupitre y me avisó con cara de pocos amigos: deja de hacerte el listillo y hacerle la pelota a Pechotabla (mote clandestino de Don Julio), aburres y aburre. Asentí, me disculpé y nunca más se supo. Eso no impidió que alguien de su cuerda le preguntara días después por la División Azul, uno de sus puntos débiles. El Ministerio de la Verdad había decidido silenciar ciertos acontecimientos históricos. Don Julio eludió el envite y cambió de tercio: hoy tocaba lecturas del libro de texto (Viriato, Guzmán el Bueno, Agustina de Aragón).
¡Todo el mundo lee! Ordenó. A
los quince minutos nos despertaba con una sonora palmada: ¡Todo el mundo escribe!
Don Julio pasaba revista semanalmente, fila por fila, al cuaderno de ideas
comentadas (sic) donde teníamos que resumir en un cuarto de hora nuestra
opinión sobre la lectura. Obviamente nos identificábamos con los valores ejemplares
del personaje de turno que, por lo demás, estaban remarcados en el manual por
activa y por pasiva. Última etapa ¡Todo el mundo atiende! Sacaba de la
bolsa de cuero una libreta impecable con nuestras fichas y pedía a tres alumnos
que leyeran sus redacciones del día. Cinco minutos cada uno. Antes se calaba
unas gafas de sol tras las que se ocultaba sin mover un músculo; hacía como que
escuchaba y al final escribía algo en su libreta. Si te quedabas corto, mala
cara; si te quedabas largo, también. Eso era todo. En la calificación trimestral
y final sólo había dos notas: seises y ochos. Posiblemente decidía según le cayeras bien o mal durante el curso o quizás de repente por un decreto misterioso pero justo. Criterio
de evaluación empático el primero, calvinista el segundo. No había exámenes por
dos razones: primera, porque había que leerlos; segunda, porque había que guardarlos.
No consta que alguna autoridad académica
o extracadémica le pidiera explicaciones (¿de qué?). Algunos rumores lo relacionaban
con la desagradable advertencia que la Policía del Pensamiento le hizo al
Catedrático de Lengua Española y Literatura por sus ideas sobre ciertos escritores.
Los padres y las madres leían (o repasaban con sus hijos) los apuntes.
Algunos alumnos, Navarro por ejemplo, eran hijos de represaliados. Otros provenían de familias del bando nacional. En una ciudad de provincias se sabe quién es cada cual y sus cadacualidades. La clase era un espejo del arquetipo secular de las dos Españas. Unos tenían que morderse la lengua para no decirle a Don Julio lo que pensaban de sus métodos y sermones, otros coincidían más o menos con las formas y el fondo doctrinal. La parte positiva era que con catorce años cuando sonaba el timbre nos olvidábamos del triste legado de los privilegios y los estigmas para ocuparnos en común de asuntos más entretenidos (aunque no necesariamente inocentes).
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