Telépolis

lunes, 28 de junio de 2010

Los extremos se tocan


Platón, República

Veamos ahora el segundo punto: los que cultivan la justicia no la cultivan voluntariamente sino por impotencia de cometer injusticias. Esto lo percibiremos mejor si nos imaginamos las cosas del siguiente modo: demos tanto al justo como al injusto el poder de hacer lo que cada uno de ellos quiere, y a continuación sigámoslos para observar adónde conduce a cada uno el deseo. Entonces sorprenderemos al justo tomando el mismo camino que el injusto, movido por la codicia, lo que toda criatura persigue por naturaleza como un bien, pero que por convención es violentamente desplazado hacia el respeto a la igualdad. El poder del que hablo sería efectivo al máximo si aquellos hombres adquirieran una fuerza tal como la que se dice que cierta vez tuvo Giges, el antepasado del lidio. Giges era un pastor que servía al entonces rey de Lidia. Un día sobrevino una gran tormenta que rasgó la tierra y produjo un abismo en el lugar en que Giges llevaba el ganado a pastorear. Asombrado al ver esto, descendió al abismo y halló, entre otras maravillas que narran los mitos, un caballo de bronce, hueco y con ventanillas, a través de las cuales divisó adentro un cadáver de tamaño más grande que el de un hombre, según parecía, y que no tenía nada excepto un anillo de oro en la mano. Giges le quitó el anillo y salió del abismo. Ahora bien, los pastores hacían su reunión habitual para dar al rey el informe mensual concerniente a la hacienda, cuando llegó Giges llevando el anillo. Tras sentarse entre los demás, casualmente volvió el engaste del anillo hacia el interior de su mano. Al suceder esto se tornó invisible para los que estaban sentados allí, quienes se pusieron a hablar de él como si se hubiera ido. Giges se asombró, y luego, examinando el anillo, dio vuelta el engaste hacia afuera y tornó a hacerse visible. Al advertirlo, experimentó con el anillo para ver si tenía tal propiedad, y comprobó que así era: cuando giraba el engaste hacia adentro, su dueño se hacía invisible, y, cuando lo giraba hacia afuera, se hacía visible. En cuanto se hubo cerciorado de ello, maquinó el modo de formar parte de los que fueron a la residencia del rey como informantes; y una vez allí sedujo a la reina, y con ayuda de ella mató al rey y se apoderó del gobierno. Por consiguiente, si existiesen dos anillos de esa índole y se otorgara uno a un hombre justo y otro a uno injusto, según la opinión común no habría nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo camino. E incluso se diría que esto es una importante prueba de que nadie es justo voluntariamente, sino forzado, por no considerarse a la justicia como un bien individual, ya que allí donde cada uno se cree capaz de cometer injusticias, las comete. En efecto, todo hombre piensa que la injusticia le brinda muchas más ventajas individuales que la justicia, y está en lo cierto, si habla de acuerdo con esta teoría. Y si alguien, dotado de tal poder, no quisiese nunca cometer injusticias ni echar mano a los bienes ajenos, sería considerado por los que lo vieran como el hombre más desdichado y tonto, aunque lo elogiaran en público, engañándose así mutuamente por temor a padecer injusticia. Y esto es todo sobre este punto.

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