Telépolis

viernes, 2 de julio de 2010

La ciencia ficción como género literario





La literatura de ciencia ficción tiene su origen en dos factores: en primer lugar, es una consecuencia ideológica de la consolidación de la tecnociencia como etapa avanzada del saber; en segundo lugar, es el resultado de la curiosidad insaciable de nuestro cerebro, un biosistema limitado, incapaz de conocerse a sí mismo, que existe desde hace cuarenta mil años, y que no renuncia a comprender el significado de un universo con una antigüedad de quince mil millones…
La ciencia ficción no es un género literario inventado en el siglo XX. Podemos encontrar antecedentes notables en la Historia verdadera de Luciano de Samosata, donde se narra el viaje a la Luna de un barco que surca los espacios siderales. Vemos en sus páginas a selenitas, que carecen de ano, hacen sus trajes con metales y vidrio, se quitan la sed con zumo de aire, tienen ojos de quita y pon y dan a luz en vez de las mujeres… o La nueva Atlántida de Bacon, a medias entre la utopía y la ciencia ficción, el imperecedero Frankenstein de Mary Shelley, Veinte mil leguas de viaje submarino, La máquina del tiempo y La isla del doctor Moreau, escritas por otro de los grandes pioneros, H.G. Wells.
Actualmente la ciencia ficción ha perdido fuerza e incluso su lugar natural en la cultura. Este desgaste se debe a que su capacidad de asombro ha sido eclipsada por los continuos avances de las tecnologías de la comunicación. En nuestros días la imaginación no necesita anticiparse a los hechos ya que las innovaciones telemáticas van siempre por delante de la fantasía: hoy se trata de un pasmoso terminal telefónico, mañana de una milagrosa pantalla táctil, pasado mañana de unos sensores tridimensionales, al otro de un edificio inteligente, etc. Ya no es posible compartir sin bostezos el amor por la ciencia ficción. Si le hablas a alguien, incluso culto, de aventuras en galaxias remotas te mira como un bicho raro mientras manipula frenéticamente su trasto multifunción. Es una pérdida irreparable, aunque antes o después la ciencia ficción tornará con renovado vigor, pues el pensamiento humano no puede prescindir, como afirmaba Kant, de realizar síntesis últimas, cada vez más generales, más allá de los fenómenos, del espacio, del tiempo, y de las explicaciones causales. Este es precisamente el nexo de unión entre la ciencia ficción y la metafísica.
Sin ir más lejos: me complace imaginar el paraíso celestial, esa especulación de las religiones que resume la aspiración irrenunciable a la felicidad, como el perpetuo vagar de la identidad personal, de la mente y del cuerpo juntos o separados, por las infinitas y cada vez más fascinantes culturas del cosmos.
De entrada, no hay que confundir la literatura fantástica con la ciencia ficción. La segunda es propiamente un subgénero de la primera. No vamos a centrarnos tampoco en los eventuales aires de familia de la ciencia ficción y otros géneros adyacentes, sino en sus ingredientes diferenciales; el primero, la dependencia de la narración de un determinado paradigma científico. Otros géneros próximos se constituyen de un modo distinto: la utopía, por ejemplo, La ciudad del Sol de Campanella, depende prioritariamente de un marco social y político; el libro de viajes, de la clase de Gulliver, de un marco antropológico; la novela de terror o el cuento de fantasmas (al que nos referiremos en otro lugar) de un marco sobrenatural y teológico, el cuento de hadas y elfos, como La Historia interminable de Michael Ende, de un marco mitopoético (basado en la recreación de una realidad aparte con reglas propias), las fantasías épicas, tipo El Señor de los anillos de Tolkien, de un marco cosmogónico (unido a la creación de un nuevo espacio geográfico y una nuevas razas), la saga iniciática, como Harry Potter (un mero sucedáneo sin apenas valor excepto el comercial), de un marco mágico (fundado en la existencia de saberes árcanos y fórmulas perdidas en las noche de los tiempos que nos abren las puertas a mundos ocultos que coexisten con el nuestro).
No hay que esperar en la literatura de ciencia ficción grandes monumentos artísticos. En todo caso, podemos hablar de una escala descendente que refleja la calidad de sus creaciones: en lo más alto, además de los antecedentes citados, podemos incluir obras contemporáneas muy conocidas, como Un mundo feliz de Huxley, después vendrían productos muy estimables, como Nova Express o The Soft Machine de William Borroughs, luego libros reconocidos, como 2001, una odisea del espacio de Athur Clarke y a un nivel similar la Crónica de las estrellas de Stanislaw Lem; más abajo Las Fundaciones, una serie de indigestos relatos de Isaac Asimov; en el penúltimo peldaño están los numerosos escritores fantacientíficos con oficio pero sin talento, Pohl, ScheKley o Van Vogt y en la base de la pirámide un enjambre de desconocidos e incluso anónimos chapuceros dedicados a suministrar la novelita mensual o el relato por entregas a las publicaciones especializadas que se destinan al paladar poco exigente del gran público.
Otro rasgo constituyente de la ciencia ficción es la descripción exhaustiva del interior de la astronave, del organigrama detallado de la tripulación y de las relaciones personales o sociales que se dan entre los cosmonautas. Este elemento formal es especialmente relevante en las historias de viajes largos que se prolongan durante décadas, incluso siglos si tomamos como referencia el tiempo terrestre. En la ciencia ficción prefotónica la vida entera de una tripulación podía transcurrir en el interior de la nave. También aparece este elemento en las novelas basadas en la figura de un héroe, de un capitán espacial justiciero e invulnerable (tipo Flash Gordon en el comic), unido orgánicamente a su nave antropomórfica.
Otra constante del género es la posibilidad de escapar a las leyes de la física mediante la liberación del continuo espacio-temporal y sus dimensiones que pueden ser controladas y utilizadas. En este sentido, ha resultado muy socorrido el recurso al “hiperespacio” que permite recorrer el universo de un extremo a otro en apenas unos segundos. La existencia del hiperespacio exigía a su vez el postulado de la circulación en el tiempo en todas las direciones, otro elemento recurrente que introduce la posibilidad de ser transferidos a épocas felices o malditas de nuestra historia, prehistoria, protohistoria o poshistoria. El fenómeno de la reversibilidad cronológica mediante la consabida máquina del tiempo hace posible la producción de tramas originales (del tipo Un yanqui en la corte del Rey Arturo del escritor estadounidense Mark Twain). La más sugerente de estas tramas es la posibilidad de modificar la historia futura desde el pasado o el presente desde el futuro. Tales intentos de intromisión, imposibles de resolver si aceptamos las consecuencias lógicas del embrollo, están normalmente destinados al fracaso, precisamente para permitir que los hechos históricos encajen finalmente con los fantásticos. De todos modos, las estrategias inventadas son de lo más extravagante (como recuerda Gillo Dorfles, en su estupendo estudio La ciencia ficción y sus mitos, en Nuevos ritos nuevos mitos); así sucede cuando un navegante del tiempo introduce caballos en los reinos aztecas desbaratando la invasión de Cortés que sólo pudo realizarse, según parece, por el terror de los indígenas a unos animales que nunca habían visto. Las puertas estelares o pasarelas del tiempo han permitido a la ciencia ficción enviar viajeros a la época de Noé y el diluvio, a la Atlántida, al Egipto faraónico, a la Roma imperial o a la América precolombina y trasladarlos in extremis a la época actual cuando se habían extraviado en el “tejido del tiempo”.
No es menos interesante el tema relativista del retorno de los astronautas tras concluir la vuelta al universo en ochenta días según el tiempo de la nave, pero de diez mil años según los calendarios de la Tierra. Los asombrados viajeros se encuentran al aterrizar con un mundo irreconocible: por ejemplo, la Tierra se ha convertido en toda su extensión en un globo urbanizado, una ciudad sin fisuras ecológicas, incluidas las selvas y los océanos. O bien, al revés, el planeta se encuentra en plena civilización posnuclear, arrasado por la decisión fatal de apretar el botón del apocalipsis. Inmensos desiertos, parajes calcinados, ruinas irreconocibles, raíles retorcidos por el fuego, seres que vagan por un lugar de pesadilla guiados por la ley del más fuerte (idea de la que surgió la divertida serie cinematográfica de Mad Max).
Junto con el espacio-tiempo, otro elemento que introducen los relatos de ciencia ficción es el tamaño. Es el caso de una astronave esperada que llega de una remota constelación, penetra en la atmósfera terrestre (las señales emitidas son normales) pero no puede localizarse porque viene de un mundo en que las criaturas son de un tamaño ultramicroscópico, por lo que el minúsculo ingenio acaba hundido en un charco de barro. O también las invasiones de tropas de asalto perfectamente equipadas procedentes del hiperespacio que deambulan por el intestino de un organismo humano creyendo haber descubierto una nueva galaxia…
Otro asunto imprescindible es la existencia de universos paralelos, similares el nuestro en todo o en parte, con acontecimientos y personas iguales o parecidas pero que han tenido un desarrollo histórico radicalmente distinto: allí triunfó el totalitarismo fascista o, por el contrario, han encontrado el ideal de una democracia perfecta. El viajero acabará por encontrarse a sí mismo y se verá cara a cara con su alter ego en un desafío por recobrar sus señas de identidad; o hallará a sus padres y amigos, a los que tratará de comprender en estas versiones desdobladas. En realidad, como apunta Dorfles, son novelas sin personajes ya que tal complejidad psicológica perturbaría la trama y la sobrecargaría de información redundante. En estas obras los verdaderos protagonistas son los acontecimientos, a remolque de los cuales se mueven los personajes como marionetas del destino. En uno de los relatos, el mismo individuo desenvuelve su vida en siete universos a la vez de forma distinta e incluso opuesta en función de mínimas circunstancias puramente azarosas e incontrolables. Una curiosa variante del efecto mariposa aplicado a la ciencia ficción.
Tales licencias, contrarias a las leyes de la naturaleza (igual que los milagros denunciados por el pensamiento ilustrado), exigen la construcción de una jerga paracientífica o pseudocientífica que sirve de soporte técnico a las epifanías del relato: pantallas deflectoras, generadores de rayos gamma, propulsores iónicos, planos astrales, corredores galácticos, receptores gravitacionales, mecanismos teleforéticos… La jerga extrae su léxico de la física, pero también de otras ciencias, la antropología, la genética, la lingüística, la informática, etc.
Otro estilema del género es el problema de la comunicación verbal con los habitantes de otros mundos. Normalmente se soluciona con sofisticados artefactos descodificadores, como los robots de La guerra de las galaxias,  aunque con frecuencia los pobladores de las civilizaciones más avanzadas tienen un don de lenguas innato o bien son capaces de aprender cualquier lengua en cinco minutos. Otro elemento comunicativo que aparece en numerosas narraciones es la existencia de una lengua intergaláctica común cuyos términos recuerdan vagamente al inglés tecnocrático que se habla en Estados Unidos.
También forma parte de esta exageración tecnológica la construcción de computadoras de última generación inteligentes y con voluntad propia, autómatas conscientes, mutantes con facultades excepcionales, androides perfectos y replicantes imposibles de distinguir de los humanos sin abrirlos en canal y contemplar sus milagrosos cableados.
Todo esto comporta, por supuesto, la capacidad de trasladarse a los confines del universo y entrar en contacto con seres más o menos desarrollados (estos últimos dan poco juego). Es particularmente jugosa la descripción corporal y mental de inteligencias superiores que han evolucionado durante cientos de millones de años. Alienígenas con piernas largas y finas como aves zancudas, ojos telescópicos dotados de movilidad, apéndices prensores en forma de tentáculos y cabezas bifrontes… seres que parecen salidos de un cuadro de El Bosco. La mayoría de estos engendros ha superado las modalidades sensoriales y las leyes de la percepción mediante insólitas capacidades telepáticas, telecinéticas y oníricas (control de los sueños como ámbito de sucesos).
Las culturas que descubren en sus viajes tienen unas costumbres rarísimas, prácticas religiosas, leyes, conocimientos e instituciones impensables (tipo Gulliver) y normalmente en contraste o conflicto con las humanas. Nacimientos en fábricas (plantas criogénicas que producen esperma sintético), alimentación intolerable (bandejas blancas con cazoletas cuadradas de todos los colores), asépticas relaciones sexuales (son capaces de hacer el amor a distancia), juegos misteriosos (extraños tableros donde la fuerza mental mueve las enigmáticas piezas) y muertes programadas (salas espaciosas, música celestial y drogas consoladoras), todo ello conforma una auténtica barahúnda etnográfica, la mayoría de las veces inconexa, incompleta e incoherente. El efecto buscado no consiste en la presentación de una estructura social organizada y funcional, sino en mostrar unos rasgos culturales impactantes.
Estos contactos interestelares permiten la introducción de relaciones de todo tipo, también estimulantes, entre humanos y otra razas; por ejemplo, la trama amorosa entre el joven normal y la bellísima mutante con seis dedos en cada mano y tres pechos, pero cautivadora por todo lo demás. Algunas de estas inteligencias superiores, semejantes a espíritus angélicos luminosos y transparentes, están en el límite impreciso entre lo material y lo espiritual. Estos semidioses han conseguido dominar el secreto de la eterna juventud, la felicidad sin sobresaltos e incluso la inmortalidad.
¿Cuándo sale la próxima nave?

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