… El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.
Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus
Etimológicamente el término “hecho” significa “lo construido” (Facio, factum, es un verbo latino que significa “hacer”, “construir”, realizar). Un dato (Do, datum) es lo que está ahí dado y todavía no es un hecho. Un dato es un acontecimiento del mundo, pero no ha sido todavía construido o realizado, es decir, hecho. En un mundo sin seres humanos habría datos pero no hechos. Lo dado no es lo mismo que lo fáctico. El mundo como tal no consta de hechos sino de datos.
Supongamos por un momento que estamos viendo el inevitable partido del siglo, un decisivo Madrid-Barça. En el área azulgrana se produce el forcejeo del central con un atacante que se derrumba sobre el césped mientras el balón rueda mansamente a las manos del arquero (los datos). ¿Cuál es exactamente el hecho que hemos presenciado?
Es evidente que un aficionado merengue, a pesar de la moviola, dirá que se trata de un claro penalti, mientras que el hincha culé negará la sentencia y jurará que ha sido una entrada “normal” sin mayores consecuencias. Una nueva opinión de alguien que no sea de ninguno de los dos equipos dirá lo que tenga que decir y el árbitro pitará lo que estime oportuno (hace algunos años hubiera señalado sin vacilar la marca de los once metros, ahora es dudoso). Conclusión: el hecho es la construcción variable de una secuencia visual a partir de tu elección, neutralidad o competencia. Admito que el caso desprende el aroma inconfundible de los argumentos sofísticos, pero sirve para introducir lo que sigue a continuación.
No existen hechos intersubjetivos. No hay una materia fáctica neutral o igual para todos. Sin datos no hay hechos; pero tampoco hay hechos sin un marco previo que los constituya (científico, ideológico, moral, político, religioso o deportivo). Un hecho es siempre una construcción histórica y cultural.
Los hechos, desde los más simples a los más complejos, son siempre construcciones subjetivas. Los objetos, las situaciones, el entorno fáctico que nos rodea, son el resultado activo de nuestras sensaciones, percepciones, esquemas perceptivos y percepción global de la realidad. Pensemos en un aula: la percepción sería el patrón de reconocimiento del objeto-pizarra, el esquema perceptivo sería mi particular visión del desarrollo de una clase en sus rasgos materiales y no materiales, la percepción global de la realidad sería mi concepción general de la educación… Imaginad que un indígena africano, ajeno por razones culturales a este entorno, entra en el aula: miraría, tocaría, olería, saborearía la pizarra, pero nunca transpondría el ámbito de los datos, de las meras sensaciones sin interpretar. La pizarra no es un hecho para este habitante de las tierras vírgenes. Inversamente, si un occidental medio se desplazase a las tierras blancas de los esquimales, ¿cuántos tipos de nieve sería capaz de distinguir como hechos pertinentes (su vida podría depender de ello)? Posiblemente sólo uno, el esquimal distingue más de treinta.
Lo que Aristóteles consideraba (el hecho) un cuerpo pesado en el que predomina el elemento terrestre y con tendencia a caer hacia el centro de la tierra, para Galileo era un péndulo y para Einstein un sistema inercial de referencia.
Los sueños son para la psicología empírica y para el psicoanálisis entidades inconmensurables.
Cuando un historiador marxista y otro conservador miran a la guerra civil española no ven los mismos hechos; ni siquiera utilizan los mismos términos para explicarlos.
Una misma coyuntura económica, por ejemplo las crisis periódicas del sistema capitalista, no es el mismo hecho para dos teorías económicas con supuestos dispares.
Echemos un vistazo a los distintos periódicos de alcance nacional. En realidad, no nos informan de determinados hechos que después analizan y evalúan; lo que hacen es presentarnos cocinadas y digeridas ciertas versiones tendenciosas de lo que su dirección editorial desea que admitamos como hechos (lo demás son elipsis y no-sucesos).
George Edward Moore (1873-1958) uno de los fundadores de la filosofía analítica, junto con Bertrand Russell, en su obra Defensa del sentido común, afirma que ciertas proposiciones del tipo “Esto es una mano” pueden considerarse hechos objetivos al margen de cualquier interpretación ontológica. No es así, ya que tal proposición no constituye por sí misma un hecho, sino que depende del contexto en que se enuncie. Puede que tenga sentido en una sesuda clase de filosofía, pero si la pronuncio en una conferencia sobre anatomía o delante de mi novia o mis amigos me tomarán por un perturbado.
Podemos concluir que el marco teórico determina siempre el lenguaje observacional y no al revés. El perspectivismo de Nietzsche o de Ortega tiene este mismo sentido: no hay hechos objetivos ni verdades absolutas asociadas a descripciones univocas de la realidad. No hay hechos sino interpretaciones. El mundo es como un prisma de infinitas caras cada una de las cuales refleja una perspectiva fragmentaria y posiblemente única. Verdad es siempre perspectiva, y los hechos son ideas y valores disfrazados.
Un caso relacionado con el tema que me afectó personalmente: hace un par de años tuve molestias en el cuello a la altura de las cervicales, acompañadas de una desagradable sensación de mareo y vértigo cuando me inclinaba o tumbaba. El médico internista, tras analizar las correspondientes radiografías (los datos), me recetó un tratamiento farmacológico y varias sesiones de rehabilitación. Me aconsejó, antes de empezar, que contrastara su diagnóstico con el de un especialista. Fui al traumatólogo. Miró las mismas radiografías y me dijo que la solución definitiva era intervenir quirúrgicamente para quitar ciertas aristas o picos de loro, etc. Escamado fui a un tercer médico, un reumatólogo. Ante las mismas pruebas radiográficas determinó que no me pasaba nada, que tomara durante unos días unos suaves analgésicos y me olvidara del problema. Estuve a punto de recurrir a un cuarto protocolo, por supuesto el de un psiquiatra, pero preferí la inercia al no seguirse nada de los dictámenes previos. Poco a poco, el problema remitió y por ahora no he tenido nuevas molestias. La moraleja es que los diagnósticos, acertados o equivocados, no fueron arbitrarios, sino construcciones condicionadas por la especialidad, es decir, por el lenguaje teórico de cada uno de los médicos.
Aceptemos que el diagnóstico no sea disonante sino único e irrefutable. A partir de la verbalización del paciente, los síntomas corporales y las pruebas científicas, se diagnostica una neumonía y su tratamiento. Tampoco es un hecho. Ante los mismos datos, excluidas por razones evidentes las pruebas científicas, un curandero aborigen de la Australia profunda fabricaría un hecho muy distinto: espíritus malignos, influencias perturbadoras y soluciones mágicas. Un hipotético habitante de una lejana galaxia con una civilización más avanzada seguramente hablaría de otro hecho.
Un nuevo ejemplo relacionado con el deporte. La misma frase, “la selección española de fútbol ha sido campeona del mundo”, puede ser un dato o un hecho según tenga un significado denotativo o connotativo. Si queremos describir la realidad será un dato, pero si deseamos expresar nuestra desbordada emoción patriótica seguida del estribillo de “soy español, español, español“, se trata de un hecho. Un nacionalista radical del País Vasco o Cataluña no tendría más remedio que compartir el mismo dato pero no el mismo hecho.
Es bien sabido que una sociedad compleja como la nuestra es un conglomerado de subculturas (de clase, de raza, de sexo, de edad) donde los mismos datos significan hechos distintos. Una subcultura es una forma de pensar, de hablar, de vestir y de comprar, de casarse y de educar a los hijos; en definitiva, de construir la realidad. Prácticamente, todos los aspectos del pensamiento y de la conducta, incluso los procedimientos para hacer el amor, difieren de una subcultura a otra. Cada subcultura tiene una concepción del mundo única, con frecuencia incomparable con otra. Dos subculturas distantes no comparten los mismos hechos, ni siquiera los mismos nombres.
La mayoría de los conflictos sociales son discrepancias sobre lo que entendemos por ciertos hechos: por ejemplo, lo que una parte de la población entiende por interrupción artificial del embarazo, homosexualidad, familia, nación, trabajo o derecho a la huelga… Un acto quirúrgico, un acto sexual o una boda entre personas del mismo sexo, el artículo de una ley, el despido de un trabajador o el incumplimiento de los servicios mínimos, no son acontecimientos con realidad sustantiva. Son los datos que nutren las iglesias de todo signo e intención y los fantasmas que reproducen a diario nuestro particular modo de existencia.
Un buen gobernante es aquel que dispone del máximo de información valiosa (datos) y además es capaz de interpretarla correctamente (hechos) en función de los fines, alternativas, disponibilidad y circunstancias. La información ha sido siempre la principal fuente del poder político (en general, de cualquier forma de poder). Los monarcas absolutos del Renacimiento, por ejemplo los Reyes Católicos, disponían (igual que hoy) de una intrincada red de policías, espías, confidentes e informadores repartidos profusamente dentro y fuera del reino. Estos colaboradores ponían a disposición del poder con celeridad y rigor todos los datos relevantes para el buen gobierno del Estado. La reconstrucción posterior de los hechos movía al rey a descartar o aplazar una decisión o bien a tomar medidas drásticas.
Del mismo modo, el gobierno y la oposición, en el peldaño más bajo del lenguaje político, a partir de los mismos datos estadísticos perpetran estados de cosas radicalmente opuestos.
Los científicos siempre comienzan seleccionando aquellos datos empíricos que consideran relevantes para la solución de un problema. Lo que hace un investigador con talento es interpretarlos, es decir, constituirlos como tales, y encajarlos en una teoría. Para Einstein espacio y tiempo no son hechos independientes de los cuerpos, sino que son la cuarta dimensión determinada por sus interacciones físicas Este principio constituyente de lo real no es intuitivo ni empírico y escapa incluso a la imaginación.
Nuestra identidad personal, el famoso “pienso, luego existo” de Descartes, no depende de los rasgos constantes de nuestro carácter (algo oscuro y confuso), ni de nuestra memoria cuya principal función es olvidar, sino de nuestra facultad de interpretar de forma espontánea los datos del mundo. La lectura de la novela de Unamuno Abel Sánchez, un acontecimiento cultural, me fascinó en mi juventud, ahora me ha resultado somnífera. Soy, o mejor, me considero el mismo en la medida en que acepto la unidad sintética de la paternidad de ambas versiones y también de las siguientes (si es que lo acepto). Negar la identidad personal también es una posición antropológica válida.
El marco en el que se aderezan los hechos no es sólo cultural, también puede ser natural. Lo que entendemos y vivimos (es decir, lo que interpretamos) por “amistad” en la época de la niñez (un misterio indescifrable), en la adolescencia, en la juventud dorada, en la madurez y en la vejez, son hechos que no admiten comparación. La amistad es un esquema evolutivo sujeto a la varianza biológica, no un hecho constante y consistente. Ni siquiera es lo mismo la amistad de las mujeres que la de los hombres, aunque la consideremos en etapas paralelas de su desarrollo afectivo.
Cuando un alumno agrede e insulta a otro en clase, el hecho no es el mismo si lo hace un alumno de primero de la ESO, de cuarto de la ESO o de segundo de Bachillerato. El profesor tampoco observa en ninguna de las situaciones anteriores los mismos hechos. Lo único que realmente ocurre (los datos del mundo) es una urdimbre de cambios físico-químicos, alteraciones neurofisiológicas, estados mentales y movimientos conductuales simultáneos: un repertorio de signos de interrogación que intentamos transmutar en hechos.
Si tuviéramos que redactar un diccionario de la Real Academia de la Lengua que definiera la totalidad de las acepciones fácticas (no denotativas) de cada palabra (en el sentido literario que le daba Borges) tendríamos que levantar un mapa infinito de la mente de Dios. Esta inmensa metáfora de las diferencias y la dispersión de la realidad es una aceptable aproximación a la idea nietzscheana del eterno retorno de lo idéntico.
Una vez más la realidad imita al arte. Una buena novela, diría el filósofo alemán, es capaz de echar sus finas redes en el devenir infinito de lo dado y crear a partir de este magma impasible, ausente de fines y, por tanto, inocente, un mundo propio de valores, ideas y hechos. Algunas de estas creaciones servirán para afirmar la vida, otras, decadentes, serán su negación.
Los límites del mundo son efectivamente, como suponía Wittgenstein, los límites del lenguaje, pero tales confines de lo fáctico no las establece el lenguaje natural, ni siquiera el matemático, sino el lenguaje del arte.
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