Telépolis

viernes, 23 de julio de 2010

La estética industrial 2. Exclusividad, obsolescencia y contingencia


La expresión “producir en serie” no se refiere propiamente a la cantidad de objetos facturados sino al método, es decir, al proceso mecánico basado en la iteración. Una serie es un conjunto de objetos idénticos. De ahí que en ciertos procesos industriales sea evidente el afán del fabricante por personalizar el producto, cualidad que lo separa de la uniformidad y del carácter estandarizado del conjunto. Por ejemplo, la firma automovilística Rolls Royce aproxima sus fastuosos diseños al mundo de la creación artística mediante un proceso de montaje único: en primer lugar, fabrica pocas unidades. Además, entrega al cliente su vehículo tras un tiempo considerable. Es conocida la anécdota del secretario particular de un jeque de los emiratos árabes que visitó la sede central de la Royce en Derby para encargar el último modelo de Phantom. Antes de entrar en los detalles, manifestó al empleado que le atendía la premura de su representado por disponer cuanto antes del vehículo por vagas razones oficiales; quien a su vez le informó que tendría el coche a su disposición antes de un año. ¡Imposible!, respondió contrariado el secretario. Tras insistir en vano y nuevas consultas a una escala superior, el secretario le espetó al director de ventas de la Royce una razón definitiva con la esperanza de zanjar el asunto: ¡no se imagina usted lo influyente que es la persona que me envía! Tras un silencio respetuoso, el hombre de la Rolls le dijo suavemente: Señor, aquí todos los clientes que vienen tienen mucha prisa y son muy influyentes. La historia recuerda al proceso de contratación, preparación y acabado de un cuadro en el taller de Rubens o Velázquez. Incluso en el precio. Otro rasgo de la Royce es la elección minuciosa del producto. Desde la gama abrumadora de maderas nobles, la piel de ensueño que cubre los asientos, el color de la carrocería único, en el mundo, los complementos insospechados del interior o las fantasías de última hora… Por otra parte, el proceso de fabricación no está totalmente robotizado, hay especialistas reputados en apretar los tornillos de las ruedas, pintar a pulso la ralla lateral, colocar la estatuilla que preside la marca, El espíritu del éxtasis, o pulir a mano los acabado externos. La habilidad del artesano frente a la reproducción mecánica se convierte en el ingrediente esencial de un juego en que arte y producción van estrechamente unidos. Se trata, en conclusión, de una iteración industrial que se desvía profundamente de la norma. Rolls Royce imita de forma consciente la secuencia completa del proceso creador, cuyos resultados son costosos (en el doble sentido del término), singulares e irrepetibles.
La estética industrial ha acuñado en este caso la categoría de exclusividad.
Otra característica que distingue al producto industrial de la obra de arte es, incluso en el caso del cine, que su desgaste o envejecimiento resulta menos acusado. La novedad en el arte consiste en que toda obra reconocida está sujeta a los vaivenes, incluso modas, de las interpretaciones inesperadas, las perspectivas originales y los hallazgos insólitos. Sabemos que no es posible agotar la comprensión definitiva de las obras. Al revés, el tejido de la historia contribuye a aumentar su enigma con un sobresentido que se nutre de la distancia temporal. Se trata de lo que Humberto Eco denominó carácter abierto.
Es más, la pátina del tiempo contribuye a crear el aura de la obra, expresión afortunada que acuñó Walter Benjamin. Pude reconocer la luminosidad del aura en el legendario grabado en cobre El Caballero, la Muerte y el Diablo en la exposición que el Prado dedicó a Durero, pintado a comienzos del siglo XVI y sobre cuyo significado narrativo han corrido ríos de tinta (pronto le dedicaremos una entrada) y al que Nietzsche dedicó un perspicaz homenaje.
En el producto industrial la “novedad” es un factor esencial, precisamente porque ha sido creado para una fruición inmediata y de corto recorrido. El tiempo en el diseño industrial opera al revés que en el arte. La hermenéutica o interpretación de la obra de arte es sustituida por la transformación permanente del objeto de consumo. Las nuevas pantallas de ordenador son cada vez más planas, resultado tanto de los avances de las microtecnologías, como de las exigencias de aprovechamiento del espacio doméstico. A veces, la función determina la forma, como ocurre con los nuevos lectores de libros digitales o con los terminales multifunción, que han sustituido prácticamente a los teléfonos móviles (un planteamiento discutible ya que el tamaño de la pantalla los convierte en artilugios inmanejables). Ocurre lo mismo con el diseño de las magnéticas escopetas de cañones superpuestos, más aptas para la repetición de disparos durante los lances de la caza que las clásicas de cañones paralelos. A su vez, los automóviles evolucionan, ignoro si por razones estéticas, funcionales o ambas, hacia diseños futuristas con formas curvilíneas e interiores volumétricos, hasta el punto que los garajes anteriores a los años noventa empiezan a quedarse pequeños. Decididamente, el coche de Batman se ha pasado de moda. Resulta curioso, dentro de este sector, la aceptación que tienen los modelos “cuatro por cuatro”, de vastas (y bastas) proporciones, aptos para transitar por zonas rurales pero inservibles, incluso contraproducentes, en las calles de las grandes ciudades. Toda una espesa simbología, relacionada con el estatus de clase y con ciertos valores dominantes, como la competencia, la agresividad, la jerarquía social o la potencia sexual están detrás de este curioso mercado en expansión.
La caducidad de los productos de consumo puede calibrarse en su dimensión exacta si volvemos la mirada a los automóviles Seat de nuestros abuelos o a las máquinas de coser Singer de nuestras abuelas, también a las macizas máquinas de escribir Olivetti de nuestra juventud, a las radios Phillips de madera barnizada por fuera y válvulas por dentro o a la ropa estrecha, oscura e incómoda de los años cincuenta. Son antiguallas antediluvianas que se pierden en la noche de los tiempos, pero encantadoras, graciosas y llenas de glamour.
La estética industrial ha acuñado en este caso la categoría de obsolescencia.
También los artistas han reflexionado en sus creaciones sobre la dialéctica contemporánea entre belleza individual y reproducción mecánica.
Gran parte de los principios teóricos y realizaciones del arte pop se basan en esta unidad de los contrarios. Así, Marcel Duchamp, antecedente del arte pop, rechazó el aura del clasicismo, es decir, la fijación y enaltecimiento de las obras de arte como consecuencia del paso del tiempo y destacó el valor de lo accidental, de lo fugaz y cotidiano. El resultado de esta búsqueda fueron sus conocidos ready-made, es decir, el arte realizado mediante la disposición arbitraria de objetos que no se consideran artísticos. A esta intención responde su célebre frase: ¿Se pueden hacer obras que no sean de arte? Por ejemplo, una rueda delantera de bicicleta puesta bocabajo sobre un taburete de cuatro patas, un porta botellas erigido en flamante escultura o el urinario que presentó a la primera exposición de la Society of Independent Artist en 1917, con el título Fontaine y que no fue admitido.
Andy Warhol, el principal oficiante del arte pop (que incluye entre otros a PeterBlake, Allan D’Arcangello, Richard Hamilton, David Hokney, Roy Lichtenstein o Claes Oldenburg) inauguró el estilo de los cuadros en serie, como los dedicados a la actriz Liz Taylor, al Che Guevara, al ratón Mickey o a Mao Tse Tung, en los que unía el carácter iterativo de la obra mediante la repetición insistente de la imagen y la individualidad de la creación al ser cada icono ligeramente distinta de los demás. Son también muy conocidos sus acrílicos y serigrafías sobre lienzo de las sopas Campbell’s, la Coca Cola, los Kellog’s o el detergente Brillo, productos elaborados por la industria norteamericana y que Warhol elevó al rango de solemnidades artísticas. En general, los ready-made y el arte pop deben entenderse como una interpretación estética del mundo (en ocasiones sombría, en ocasiones humorística) que tiene como punto de partida la revalorización plástica, cromática y simbólica de un abundante material que nos rodea bajo la apariencia de utilidad y uso común.
Inversamente, la escisión entre objeto industrial y artístico, hay que buscarla en el gusto de algunos pintores consagrados, como los españoles Manolo Millares y Antoni Tàpies, por los materiales de segundo orden, como la arpillera, la arena, el escombro o los restos de fundición, así como la elección de superficies ásperas y rugosas, restos de limaduras y objetos inacabados, por contraste con los pretendidos materiales “nobles” de la fábrica, el brillo de los metales pulidos o la textura acaramelada de los componentes plásticos.
La estética industrial ha acuñado en este caso la categoría de contingencia.

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