Es bien sabido que un juego es esencialmente un enfrentamiento en el que uno gana y otro pierde de acuerdo con ciertas reglas, por lo que todos los juegos, a pesar de sus diferencias, tienen un cierto aire de familia: por ejemplo, el fútbol y el ajedrez.
Ahora bien, lúdico no es necesariamente sinónimo de inocencia; desde el momento en que hay un vencedor y un vencido no podemos hablar de juegos inocentes. En cualquier juego se reproduce en toda su crudeza la figura hegeliana del enfrentamiento de dos autoconciencias. La primera mira dentro de sí y para reconocerse en su verdad necesita la negación de la contraria, un momento dialéctico tapado por la moral cristiana y por generaciones de derechos humanos, pero más real y efectivo de lo que estamos dispuestos a admitir en primera instancia.
Habría que establecer una clasificación de los juegos según el diferente grado de confrontación. Hay juegos basados en el ocio y la distracción, juegos basados en la afición o las afinidades electivas y juegos basados en la alta competición o deporte profesional.
A pesar del grado menor, recuerdo perfectamente las trifulcas que se montaban en casa de mi tío Joaquín durante los veranos madrileños. Ocurrían durante los fines de semana. Nos levantábamos tarde, íbamos con otros parientes y amigos a la desaparecida piscina Marbella de la Vía Layetana; volvíamos al anochecer, cenábamos tranquilamente y después alguien sacaba del mismo cajón un juego de parchís con su tablero encristalado, fichas redondas de cuatro colores (rojo, amarillo, azul y verde) y llamativos cubiletes del mismo color. Lo que más me gustaba (y me gusta) del parchís son, sobre todo, las texturas, el tacto delicioso de sus componentes (cristal pulido, plástico liso, madera suave); por lo demás me parece un juego tedioso.
Se jugaban un duro por partida, ritual pecuniario que servía de pretexto para lo que venía después… Sobre las dos de la madrugada dormitaba yo plácidamente en un confortable sofá, hasta que un agrio crescendo de maldiciones, una zarabanda cacofónica de reproches, una disfonía de gritos destemplados y coléricos me arrancaba de los brazos de Morfeo. Cuando los litigantes estaban a punto de llegar a las manos intervenían las mujeres para poner paz en la guerra y calificar con razón a los jugadores de parchís (excelente tema para un cuadro cubista) de inmaduros y necios. El conflicto, además de una búsqueda inconsciente de emociones más fuertes, era la conclusión forzada de piques sutiles, pullas dolorosas, remoquetes mordaces, indirectas refinadas y toques de narices crónicos. Tras la tempestad comenzaba la siguiente partida con renovados ánimos.
Dicho esto, sería más exacto afirmar, a modo de corolario, que el fútbol, como todos los deportes de alta competición, es un certamen, es decir un combate o lucha en el sentido que tenían los Juegos Olímpicos en la antigua Grecia (una vez más los griegos han dicho todo lo relevante que había que decir a la cultura occidental).
El fútbol profesional no es un juego sino una conflagración, pero nos gusta. El acreditado neurólogo norteamericano Paul Mac Lean propuso la existencia en nuestro cráneo de tres cerebros en uno: el cognitivo o neocortex, el límbico o emocional y el reptiliano o instintivo. Recuerda a la división platónica del alma (por tanto, más de lo mismo). El fútbol nos gusta porque nuestro cerebro reptiliano, el menos evolucionado, está vinculado, entre otras, a pautas de conducta como la caza, la competencia, la dominancia, la defensa territorial, el esquema defensa-ataque y la agresividad. Sin estas pulsiones de vida la confrontación entre equipo rivales nos dejaría indiferentes, como sucede cuando nos derrumbamos resignados en el sofá para sufrir una final insulsa entre un equipo uruguayo y otro paraguayo.
La agresividad, por ejemplo, consiste básicamente en un conjunto de tendencias innatas dirigidas a doblegar al otro, perjudicarlo o suprimirlo. La manifestación extrema de la agresividad en el fútbol es la violencia de los hinchas al acabar el partido, pero obviamente no es la única. Por ejemplo, todos clamamos hipócritamente contra las entradas duras, la falta de deportividad, las infumables declaraciones anteriores y posteriores, pero lo que realmente pensamos es que el patadón por detrás, la falta de juego limpio, las salidas de tono graves, son la salsa del fútbol. ¿A quién le puede interesar un fútbol de guante blanco? ¡Es la guerra! Que diría el inefable Groucho Marx.
También es cierto que el fútbol es una válvula de seguridad destinada a eliminar la agresividad sobrante del sistema. Como ha señalado la teoría sociológica más conservadora resulta saludable, en términos de cohesión colectiva y prevención del conflicto, que el ciudadano domesticado durante la semana reviente en el estadio contra los errores arbitrales y el mal juego de su equipo en vez de contra el jefe y los compañeros de oficina. Inversamente, el fútbol forma parte de nuestra educación sentimental. Nos templamos con los dispositivos mentales del autocontrol, aprendemos a perder y a ganar sin descomponernos en exceso, a aceptar las frustraciones sin manifestar conductas agresivas y a respetar los éxitos de los demás sin morirnos de envidia.
También nos gusta el fútbol porque es como la vida misma: azarosa, incierta, arriesgada, impredecible, cruel, amoral. Otra cosa es que nosotros la sobrecarguemos de explicaciones causales, justificaciones éticas, creencias religiosas o valoraciones estéticas, para protegernos de la verdad. Lo mismo ocurre con el fútbol: antes, en y después del partido analizamos, exponemos, razonamos, aventuramos hipótesis, anunciamos victorias y desastres, lanzamos conjeturas, alabamos y criticamos, aprobamos y rechazamos, asentimos y negamos… La prensa deportiva y las iglesias de cualquier signo, de este mundo y del otro, viven de tales monsergas. En realidad, un partido de fútbol se decide porque el balón cayó por casualidad en el pie derecho del delantero situado en la boca de gol o porque un desnivel en la hierba hizo que el balón chocara con el larguero o porque un defensa, normalmente pacífico, perdió la cabeza (y el codo) y terminó en el vestuario antes de tiempo o porque el terreno de juego estaba embarrado y perjudicó al equipo más técnico o porque el árbitro en centésimas de segundo decidió pitar o tragarse un penalti… Discrepo totalmente del determinismo filosófico de aquel famoso delantero de la selección argentina, cuyo nombre no recuerdo, al que preguntaron si la suerte en el fútbol era decisiva. Ah sí, la suerte, dijo, ché cuanto más fuerte entreno más suerte tengo… El argumento, cuyo valor reside en la ironía, no cambia lo fundamental: el fútbol es el reino de la libertad entendida como la imposibilidad absoluta de controlar las ilimitadas variables que intervienen en un proceso no sistémico que dura más de noventa minutos. Si la causalidad natural tuviera algo que ver con el fútbol, hasta yo mismo acertaría las quinielas.
Estoy en radical desacuerdo con el uso de las tecnologías para auxiliar al árbitro, una forma consecuente de reivindicar el error, el devenir inocente y el enigma de la libertad. El fútbol no es el juego de la perfección; al contrario, nos gusta porque es una actividad humana, demasiado humana. Hay que contar gozosamente con los errores del presidente del club, del director técnico, del entrenador, de los jugadores y, por supuesto, del árbitro.
Una de las razones más favorables al fútbol es su potencia increíble para producir felicidad. Nos referimos a la felicidad interior, la más valiosa y perdurable, como descubrieron los filósofos de la época helenística; la que disfrutamos por todos los poros cuando nuestro equipo sale airoso del combate: durante una semana dormimos bien, tenemos apetito, el trabajo resulta soportable, los demás existen, la crisis se atenúa, la autoestima se dispara… También la felicidad exterior, pues al mínimo empate salimos disparados a la calle para juntarnos con el pueblo y tomar la Bastilla.
También nos gusta el fútbol por razones de identidad personal. La infancia recuperable, los juegos de rol en el patio, el ambiente familiar rebosante de fútbol, los amigos y enemigos imaginarios, el ambiente irrespirable del cole, todo conjuntamente te obligó a tomar partido y adoptar un compromiso perenne. Entre los esquemas personales más hondos, más integradores del "yo pienso" y la memoria, está la fidelidad de por vida al club de tus amores. No me fiaría de alguien que dijera sinceramente que no le gusta el fútbol.
No puedo dejarme en el tintero, a pesar de mi alegato, la confesión de que todos los argumentos evolutivos, sociales, metafísicos, literarios y psicológicos juntos no consiguen ocultar la parte más execrable del fútbol: aquella que lo convierte en un negocio de escándalo.
Tío, andábamos acá el Santi y yo discutiendo acerca del papel de los medios en el circo del fútbl y nos encontramos con esta entrada. Nos encantó. ¡Aupa atleti! Este era el video que estábamos viendo http://www.youtube.com/watch?v=u8nUYB2conA&feature=related
Tío, andábamos acá el Santi y yo discutiendo acerca del papel de los medios en el circo del fútbl y nos encontramos con esta entrada. Nos encantó. ¡Aupa atleti!
ResponderEliminarEste era el video que estábamos viendo
http://www.youtube.com/watch?v=u8nUYB2conA&feature=related