Telépolis

lunes, 5 de julio de 2010

El tiempo


Azorín, Los pueblos

El pueblo comienza a despertar a esta hora. Aun las fuentes tienen el mismo rumor sonoro de la noche; las golondrinas cruzan raudas sobre el cielo de intenso azul, piando voluptuosamente; acaso por una retorcida calleja moruna se columbran los manchones negros de dos o tres devotas con sus sillitas en las manos. Y una campana va tocando lenta, en el sosiego matinal, con golpes cristalinos, espaciados…
Todas las cosas tienen durante el día un breve instante en que irradian su verdadero espíritu, y será inútil visitarlas y contemplarlas a otra distinta hora; así los jardines, los museos, los viejos palacios, las iglesias, las tiendas, las calles, las fábricas, los obradores. En estos momentos precisos, todos los detalles, todos los elementos de la belleza -la luz, el color, el aire, los ruidos, las líneas- forman unas síntesis suprema, algo como una armonía inefable, desconocida, que adquiere su máximum en un punto y que poco a poco va disipándose, fundiéndose en el ambiente vulgar del resto del tiempo, que hace que desaparezca el color propio del muro vetusto, y la penumbra de la estancia abandonada, y la claridad crepuscular que bañó una sauceda junto a un estanque, y los sones extraños de un piano que parten a medianoche, de una ventana iluminada… La hora viva, exultante, del pueblecillo en que el insigne hombre habitaba, era ésta de los primeros albores matutinos.

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