Los docentes veteranos insistimos en la distancia abismal que hay entre lo que hoy pueden hacer los alumnos en todos los órdenes (público, académico, personal, familiar) y lo que los alumnos no podíamos hacer a finales de los años sesenta del siglo pasado.
Sin embargo, me interesa ahora invertir la reflexión y detenerme más bien en lo que los profesores de ahora no pueden hacer (puesto que acabarían repudiados por la sociedad, marginados por sus compañeros, abandonados por sus alumnos y expedientados por la administración) y lo que algunos hicieron de manera insólita en aquella época tan distante de la actual, y entre las cuales vinieron a situarse tantos días.
¿Recuerdas la tediosa conferencia sobre el Doctor Angélico, patrón de los estudiantes, pronunciada en el acto inaugural del curso en el IEM Alfonso VIII de Cuenca? Pues bien, la primera semana no tuvimos clases de filosofía con el titular de la cátedra. A comienzos de la segunda, el Jefe de Estudios entró en clase de forma intempestiva y sin más preámbulos nos dijo que nuestro viejo conocido, el sabio ponente, había obtenido una comisión de servicios en el Ministerio y que en breve se incorporaría al centro un sustituto.
Y así sucedió. El nuevo profesor era un hombre relativamente joven, solterón contumaz (nos hizo una breve semblanza de sí mismo apenas entró en clase), madrileño sin saberlo, o sea, cosmopolita, barbado, de pelo lacio y ojos salientes, amante de la pana clara y fumador de pipa: Don Miguel para los alumnos. No es mucho para empezar, pero insistiremos todavía en algunos de sus rasgos personales.
Daba la impresión, compartida por los analistas del grupo (Preu A), de que don Miguel recordaba su horario en el preciso instante en que traspasaba la puerta del aula los lunes a cuarta hora. Solía llegar con veinte minutos de retraso. Acababa de llegar de Madrid, donde había pasado un agitado y alcohólico fin de semana (según nos contaba a veces). Conducía un Renault 4L, de color indefinido, a veces parecía de humo gris y otras blanco, similar al que anuncia el fracaso o el éxito en la elección del nuevo Papa; era imposible adivinarlo por las capas geológicas de polvo acumuladas durante tantos viajes y tantas estaciones. El interior del vehículo, por lo poco que se podía distinguir a través de los cristales fósiles, parecía un bazar declarado en almoneda. Había de todo en aquel cajón de sastre: hojas sueltas de un calendario kitsch, una aleta de submarinista huérfana, El único y su propiedad de Stirner, una camiseta de felpa de mangas largas, una pelota de rugby deshinchada…
Desorientado, se sentaba. Nos miraba con cierta compasión, quizás por nuestra edad y el encierro que sufríamos; con parsimonia encendía la pipa y comenzaba la clase. Podía referirnos, porque no se le iban de la cabeza, ciertos sucesos aislados de la juerga del sábado. Pero lo normal era, así ocurría en las restantes clases semanales, que divagara al azar por algunos aspectos de su sistema del mundo (que suponía asequibles a nuestras tiernas mentes): la amistad, los celos, el autoengaño, las relaciones de dominio, las convenciones sociales, la certeza y el error, el tiempo, la soledad, la realidad y el deseo, los tonos intermedios entre el bien y el mal… por lo demás, el sistema de don Miguel era asistemático, como descubrí más tarde, cuando ambos éramos adultos. A sus tesis filosóficas les ocurría lo mismo que al modelo astronómico de Claudio Ptolomeo: solucionaba algunos hechos aislados, pero no integraba en un sistema único los movimientos planetarios, pues al hacerlo se producían desajustes orbitales. Como todo ser humano honesto y a la altura de los tiempos, Don Miguel sostenía un universo flexible, mal apuntalado, disperso, que permitía correcciones continuas y acumulaba explicaciones profusamente formuladas para solucionar hechos sueltos y muchas veces banales.
A continuación sucedía un simulacro de clase medieval: una lectio o lectura, una quaestio o interpretación crítica del texto y una pintoresca disputatio, en la que Don Miguel nos invitaba a opinar, en calidad del honorable gremio de alumnos preuniversitarios, sobre el cosmos, es decir, sobre todo lo que es, lo que fue o lo que será alguna vez. Se me olvidaba decir que a partir de este momento, con la segunda pipa de aromáticos vientos, nos permitía fumar a discreción.
Envuelto en una humareda insondable, símbolo de la asignatura, Don Miguel preguntaba por la página en qué “nos habíamos quedado” (sólo un par de varones justos sabían la respuesta); abría el libro de texto (que todavía conservo encuadernado en pasta roja): Historia de la filosofía y de la ciencia, de Julián Marías y Pedro Laín Entralgo. Leía en voz alta, para sí mismo, penetrando por vez primera el sentido de las frases. De pronto se paraba e improvisaba con interés creciente el comentario del fragmento, interminable a veces, otras, tan solo un sintagma. Su exposición tenía que ver o no con la lectura y se asemejaba, según recuerdo, a una sesión de terapia psicoanalítica (en parte era eso) en la que el paciente intenta verbalizar sus conflictos mediante la asociación libre de contenidos internos. Nadie entre la audiencia (que no oía) manifestaba la más ligera objeción a estas digresiones. Cuantas más se dieran, menos materia entraba en el examen.
Seguía el turno de palabra de los jóvenes sesudos y la ocasión de refutar la nada precedente. Uno, Cordente, sublimaba sus aspiraciones puntuales a una vida auténtica, pues sólo las sostenía en ese instante de la clase; otro, Valero, abordaba su sobreabundancia hormonal con una defensa tajante del estado de naturaleza en una ciudad de provincias; un tercero, Gabaldón, mayor que el resto, seminarista huido de Uclés por el frío, el hambre y las tentaciones, embrollaba sus vagas especulaciones con la sospecha (fundada por lo demás) de que los institutos de enseñanza media no eran templos del saber sino cárceles del alma… La única pregunta que hice durante el año, mal recibida, fue si la carrera de filosofía permitía, una vez finalizada, hacer oposiciones a bibliotecario. Si en vez de pensar en las musarañas, hubiéramos escuchado con atención las fecundas intervenciones de nuestros colegas, nos tendríamos que haber pellizcado para no reventar de risa. La felicidad pasó una vez más delante de nosotros (y solo para nosotros) y la dejamos escapar.
El primer examen de filosofía fue un acontecimiento único en los anales del centro. Don Miguel nos dio una hoja con algunos fragmentos de los presocráticos y cinco cuestiones que, a primera vista, parecían fáciles. Nos dijo que lo hiciéramos en casa o donde nos acomodara y que podíamos utilizar todos los libros y ayudas que estimáramos convenientes para su resolución. En el plazo máximo de una semana teníamos que entregárselo.
Por mi parte (al sospechar la celada), me fui a la Biblioteca de la Casa de la Cultura, enfrente de donde vivía; pedí un libro sobre los primeros filósofos griegos, trasladé al papel con mis palabras lo que consideré oportuno y se lo llevé.
Al mes nos entregó una lista con las calificaciones. Nadie había aprobado. Una de las notas más altas era la mía, un tres con cinco, el panorama era desolador. Uno de los alumnos, Aguirre, era sobrino del catedrático de filosofía de la Escuela de Magisterio. Don Alberto, que así se llamaba, había resuelto en un periquete el examen de su ahijado y quedó muy sorprendido cuando Jesusito le informó de que habían sacado un dos y medio. El júbilo del sobrino y el cabreo flamígero del tío (que amenazó con dar publicidad al asunto, aunque no lo cumplió por razones obvias) hicieron las delicias de una ciudad entumecida por la ausencia crónica de sentido del humor.
Al terminar el curso nos aprobó a todos con buenas notas. Tuvimos que leer el inmortal Fausto de Goethe y cuando, tras conversación salpimentada, conseguimos convencerle uno por uno de que lo habíamos madurado “en nuestra propia cabeza” nos indultó. La filosofía empezó de pronto a interesarme por su oscuridad y desarreglo. Su ámbito de influencia era una constelación de preguntas herméticas que no admitían respuesta o admitían demasiadas. Su misterio me atraía cual los ojos hipnóticos de la serpiente. Aunque no tengamos muchos conocimientos de matemáticas, de historia o de latín, en todo momento sabemos de qué estamos hablando. Sin embargo, cuando Don Miguel peroraba sobre la sustancia, el compuesto hilemórfico o las categorías, aquello no había por donde cogerlo. Hoy, en el fondo, con más fundamento pienso lo mismo.
Algunos, con el curso aprobado, fuimos a Madrid a realizar al examen de acceso a la Universidad o Preuniversitario. El primer apartado del examen consistía en resumir las ideas de una conferencia. Me salió a pedir de boca. El catedrático encargado de la charla, Don Adolfo Muñoz Alonso, disertó sobre los juicios sintéticos a priori en Kant: sus argumentos me parecieron diáfanos comparados con los discursos inextricables de su colega conquense. En la prueba de Historia de la filosofía salió San Agustín. Tuve suerte porque era uno de los pocos autores que habíamos dado y además me lo sabía. Este santo varón de la Patrística me atrapó porque, según entendí entonces, los diversos conocimientos se adquirían por una iluminación de Dios en el alma que la colmaba de verdades absolutas (o sea, de las distintas asignaturas); de esta teoría deslumbrante se deducía la inutilidad del estudio, porque lo único que había que hacer era cultivar la fe y esperar el regalo en forma de lenguas de fuego.
A pesar de todo, lo que más me interesaba (y me interesa todavía), iluminado por la figura excepcional de don José Jesús de Bustos Tovar, era la literatura. En la facultad, donde consiguió una plaza al poco tiempo, volví a tratarlo pero el hechizo se había desvanecido.
Me matriculé en la carrera de Filosofía y Letras en la naciente Universidad Autónoma de Madrid. Durante el primer curso comprendí, aunque obviamente tenía sobradas sospechas, que vivía en un país gobernado por un régimen totalitario. No deseo dedicar a este hallazgo ni una letra más.
Al terminar el año de comunes tenía que elegir la especialidad. En la cola de la Secretaría de la Facultad, una compañera, más enterada que yo, me informó, al confesarle mis preferencias, que la rama que quería seguir no existía todavía en la Autónoma y que en mi cabeza flotaba la confusión entre filología hispánica (que sí se impartía) y literatura española (todavía en proyecto). Tenía siete personas por delante para decidirme (y era tarde para salir corriendo). Me acordé entonces de Don Miguel, de mi trabajo sobre los presocráticos, de mis excelentes notas en las pruebas de acceso, del elogio que me hizo cuando mi madre por interés escolar fue a visitarle a su despacho: “Tiene aptitudes dialécticas”; afirmación que he preferido interpretar como una tendencia a completar la serie de mediaciones que determinan lo que, para entendernos, denominamos “hechos”… Así que cuando llegué a la ventanilla no lo dudé un instante: Filosofía. Jamás me he arrepentido de la elección, al contrario, cada vez estoy más agradecido al equívoco administrativo que la propició.
Sin embargo, hay que decirlo, mi concepción del saber filosófico (sea lo que signifique esta expresión) no coincide con la que defienden la mayoría de los denominados “filósofos puros”. Siempre me ha llamado la atención el ciego parloteo de las sectas filosóficas que invocan engreídas el sentido del mundo actual, sin que en sus palabras u obras se detecte una sola referencia a la gran literatura, a la pintura clásica, a la música culta o al cine de siempre. Una mirada sorprendida a lo que leen nos descubre que sólo abarca un compendio unidimensional de mamotretos metafísicos en el peor sentido del término, ajeno a la presencia de la verdad y con frecuencia inmerso en esas aguas lóbregas y poco profundas que Goethe caracterizó como “el espíritu de la pesantez”. La primera propuesta de la filosofía debiera ser que la verdad y la sabiduría no siempre se muestran en los libros canónicos y que hay más amor al saber en las obras de arte que en ciertos tratados espesos, excesivamente venerados como revelaciones de un pretendido espíritu absoluto.
..."la verdad y la sabiduría no siempre se muestran en los libros canónicos y que hay más amor al saber en las obras de arte que en ciertos tratados espesos, excesivamente venerados como revelaciones de un pretendido espíritu absoluto."
ResponderEliminarGenial.
Me ha encantado esta entrada con ese sentido del humor tan especial y sobre todo por lo bien que usas el léxico.
ResponderEliminarMuchas gracias por este rato tan entrañable.
Eres muy amable Marichu conmigo por mis pequeños devaneos blogueros.
ResponderEliminarSi has pasado un rato agradable con su lectura, esa es mi mayor satisfacción.
Recuerdo, por tu primer comentario en el blog, que eres conquense, profesora y además te gustaría dar clase en el Instituto Alfonso VIII. Allí estudié, di clases (como ya sabes) y siempe lo he considerado mi casa.
Un saludo afectuoso, Rodolfo