Telépolis

jueves, 26 de agosto de 2010

Las dos objetivaciones de la voluntad


Robert Musil, El hombre sin atributos

Esta mansión pertenecía al hombre sin atributos.
Él se ocultaba detrás de una de las ventanas y miraba hacia el otro lado del jardín como a través de un filtro de aire de verdes delicados; contemplaba la calle borrosa y cronometraba reloj en mano, hacia ya diez minutos, los automóviles, los carruajes, los tranvías y las siluetas de los transeúntes difuminadas en la distancia, todo lo que alcanzaba la red de la mirada en derredor. Medía las velocidades, los ángulos, las fuerzas magnéticas de las masas fugitivas que atraen hacia sí al ojo de manera fulminante, las sujetan, lo sueltan; las que, durante un tiempo para el que no hay medida, obligan a la atención a fijarse en ellas, a perseguirlas, apresarlas, a saltar a la siguiente. En resumen, después de haber hecho cuentas mentalmente unos instantes, metió el reloj en el bolsillo y reconoció haberse ocupado de una estupidez.
Si se pudieran medir los saltos de la atención, el rendimiento de los músculos de los ojos, los movimientos pendulares del alma y todos los esfuerzos que tiene que hacer un hombre para conseguir abrir brecha a través de la afluencia de una calle, es de presumir que resultaría –él así lo había imaginado al jugar a investigar lo imposible- una dimensión frente a la cual sería ridícula la fuerza que necesita Atlante para sostener el mundo. De ahí se podría deducir qué esfuerzo tan titánico supone el de un individuo moderno que no hace nada.
El hombre sin atributos era en la actualidad uno de ellos.
- De esto se pueden sacar dos conclusiones, se dijo para sí.
El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importancia social y en cuanto interesan para esta suma, prestan mucha más energía al mundo que las accione heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado con ilusión sobre un monte. Este pensamiento le agradó.
Hay que añadir, sin embargo, que le agradó no porque amara la vida burguesa, al contrario, le gustó porque se complacía en combatir sus inclinaciones. ¿No es precisamente el burgués refinado quien presiente el comienzo de un nuevo heroísmo, colosal, colectivo e inquietante? Se le denomina “heroísmo racionalizado” y se le encuentra como tal muy hermoso.
¿Quién puede saberlo aun en nuestros días? En tiempos pasados se hacían centenares de preguntas semejantes a estas, que no por haber quedado sin contestar han disminuido en importancia. Flotaban en el aire, abrasaban bajo los pies. El tiempo corría. Gentes que no vivieron en aquellas épocas, no querrán creerlo, pero también entonces corría el tiempo, y no como ahora, lento como un camello. No se sabía hacia donde. No se podía distinguir entre lo que cabalgaba hacia arriba o hacia abajo, entro lo que avanzaba o retrocedía.
“Se puede hacer lo que se quiera –se dijo a sí mismo el hombre sin atributos- ; en realidad, nada tiene que ver un amasijo informe de fuerzas con lo específico de la acción”. Se retiró como una persona que ha aprendido a renunciar a sí mismo, casi como un enfermo que evita todo esfuerzo violento; y cuando pasó junto al balón de boxeo que colgaba en la habitación contigua, le lanzó un golpe tan rápido y poderoso como no es común en espíritus sumisos ni en estados de debilidad.

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