Telépolis

viernes, 21 de enero de 2011

Diccionario filosófico. Trabajo


TRABAJO LIBRE
Cuando el pintor Fernando Zóbel, perteneciente a una adinerada familia filipina, volvía a Cuenca con las estaciones, lo hacía, según sus propias palabras, para trabajar, y era cierto.
Venía de alguna antológica sobre pintura abstracta en Nueva York, o del estreno de una ópera contemporánea en Londres (en ambas ciudades tenía domicilio propio) o de cualquier parte del mundo que hubiera movido su interés.
Se instalaba en su acogedor estudio conquense, llamaba a los amigos de siempre -más un par de advenedizos- para invitarlos a cenar en el Figón de Pedro. Tras una sabrosa pitanza regional, regada con un tinto Zagarrón de Mota del Cuervo, seguía una larga sobremesa, en la que el pintor desvelaba las líneas maestras de su nuevo proyecto.

Conticuere omnes intentique ora tenebant
(Callaron todos y atentos los rostros mantenían)

Su jornada laboral comenzaba cuando lo requerían los cuadros. Lo mismo estaba parado una semana que trabajaba diez horas al día. En primavera, al amanecer en la orilla de algún rincón encantado del Júcar. En verano, al terminar la jornada, en esa hora mágica en que la luz y la sombra se funden en un fugaz abrazo (amada en el amado transformada). En otoño, prefería las tardes soleadas que tiñen de amarillos las hoces y las riscas. En inverno, buscaba la musa en las calles, disfrazada con trajes de colores: panas negras, bufandas verdes y mejillas coloradas.
Un delicado cuadro, una nueva serie, unos dibujos a plumilla, un libro, una exposición… eran el resultado de sus renovadas y fecundas labores.

TRABAJO LIVIANO
Durante ocho cursos trabajé en un centro asociado de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia). Ocupé el cargo de tutor interino (el último eslabón de la escala alimentaria) e impartí clases de filosofía y psicología (de esta última sólo me sé el libro de la UNED).
Al final del primer trimestre, el coordinador de la asignatura de filosofía nos convocó en la sede central de la Facultad de Humanidades para realizar “una sesión de seguimiento y control”. Allí estaba yo a las cinco de la tarde. El conserje nos miró con extrañeza. ¿A quién esperan ustedes a estas horas?
Hasta las seis el jefe no apareció. Subimos en el ascensor a la segunda planta. Atravesamos un largo pasillo flanqueado por despachos acristalados con las consabidas mesas de oficina, cables y salvapantallas, anaqueles metálicos y percheros minimalistas: todos apagado, vacío. Lo único que allí daba sensación de actividad eran los teléfonos que sonaban diligentes sin que nadie los cogiera. La reunión simplemente sirvió para constatar que estábamos vivos. En media hora despachamos (no digo resolvimos) ciertas dudas: despedida cordial y hasta el próximo trimestre. Nunca más en los siete cursos siguientes asistí a otra reunión similar. En los ruegos y preguntas, uno de mis colegas, curioso por naturaleza, preguntó si por las tardes no había clases en la facultad. (Mirada suspicaz del jefe).
- ¡Claro que las hay! –dijo-, pero como no se trata de “períodos estrictamente presenciales”, los profesores citan a sus alumnos sólo si hay consultas pendientes o revisión de trabajos. “También” durante la época de exámenes, apostilló.
- ¿Los citan individualmente? Insistió mi colega.
- (Gesto de impaciencia). No, eso sería “excesivamente complejo”. Trabajamos con el grupo entero, aunque la atención sea siempre “rigurosa y personalizada”.
Ciertos murmullos irónicos y risas de profundis hicieron que el convocante nos ofreciera generoso las puertas del despacho. Al salir, el conserje nos despidió, entre solícito y tristón, como si partiéramos para siempre a los confines de Siberia.

TRABAJO PROFESIONAL
Hace tres años sufrí unos desagradable mareos cervicales (ignoro aun las causas ). Sucede que cuando te tumbas boca arriba, en un punto de la posición, la habitación empieza a girar vertiginosa (nunca mejor dicho). Para un pésimo enfermo como yo, que pide confesión a la menor, es una sensación atroz, agravada aun más por mis intentos reiterados de fijar, por amor al saber, la posición exacta del latigazo subitáneo .
El primer médico, un traumatólogo reconocido por su afán de originalidad y tendencia al bisturí, tras observar con aparente interés las radiografías, me dijo que tenía que operarme sí o sí (y, ¡ay! cuanto antes mejor) de una contractura disfuncional crónica (nada aporta el primer adjetivo, creo yo).
Decidí buscar otro médico que me dijera lo contrario, a saber, que actualmente existen ciertos fármacos que curan mientras lees en tu sillón favorito los Episodios nacionales de Pérez Galdós. Le pregunté a mi tío, reconocido internista, si todavía existía en Madrid algún traumatólogo de confianza que cumpliese el requisito. Una vez elegido, a los seis días me presenté en su consulta. Miró las mismas radiografías con gesto ceñudo (empecé a maldecir estar allí) y finalmente estableció doctrina: tome durante diez días esto, lo otro y lo de más allá (una pomada untuosa, un antiinflamatorio rompetripas y un relajante muscular de los que te dejan estupefacto y con mono al terminar el tratamiento).
Como, en el fondo, tenía mala conciencia de la elección, antes de tomarme el arsenal de potingues, opté por buscar una tercera opinión (algo que ahora está de moda), esta vez la de un brillante reumatólogo. Le largué mi triste historia, que ya me sabía con puntos y comas, aunque sin mencionar a sus colegas. Miró los sobados negativos y con una sonrisa primaveral me dijo: usted no tiene nada, excepto la cincuentena; olvídese de sus melindres y no se complique la vida (¡como si pudiera hacerlo!)…
Para hacer justicia a los tres excelentes galenos, debo añadir que soy un profesional de las farsas psicosomáticas: por ejemplo, nunca más he vuelto a padecer mareos cervicales y sí otro montón de casos clínicos sin el menor fundamento.

TRABAJO VOLUNTARIO
Los hechos que siguen me han sido contados de primera mano por dos buenas amigas de la profesión… docente, Sara y Carmela, socias y activas colaboradoras de la organización no gubernamental M.S.F.
Un sábado de crudo invierno (como no podía ser menos), señalado por la ONU como "El día internacional de los sin techo", se encaminaron solidarias a los pasos peatonales o subterráneos del Banco de España, ubicados en la madrileña calle de Alcalá. Serían las once de la noche y llevaban una bolsa con el logotipo de la ONG repleta de bocadillos de mortadela, termos de café y barras de chocolate. Allí pernocta habitualmente una abigarrada corte de los milagros, apostada entre cajas de cartón, colchonetas mordidas de goma espuma, sacos de dormir grasientos y mantas que han perdido su nombre por el camino.
La mayoría de los mendigos ya se habían zambullido en sus nidales. Escogieron a dos colegas sentados en el suelo que charlaban animosamente. Cuando los elegidos comprendieron que se dirigían a ellos y no a unos espectros flotantes, las miraron con esa curiosidad impenetrable del pícaro nocturno. Al principio, desconfiados del buen ver y el desparpajo, guardaron un silencio expectante.
- ¿No seréis de la ispesción? dijeron por fin.
- No, por supuesto, contestaron ambas.
- ¿Sois de los periódicos? dijo el barbado, mirando los papeles que le tapaban las botas.
- ¿Sois piscologos o algo de eso? se interesó el más joven, de rostro renegrido por nacimiento o condición.
- No, somos de… (Aquí las jóvenes les explicaron, quienes eran, de dónde venían y que cabía esperar de su presencia).
- Al cabo de un cuarto de hora de toma y daca pudieron convencerlos de que estaban allí para hacerles un favor; del resto: el día internacional, la ONG, la solidaridad, o parecían no entender o no querían saber nada (excepto de la bolsa).
Todo mejoró notablemente cuando se zamparon cada cual tres bocatas, se metieron un termo de café en el cuerpo (¿dormirían esa noche de hadas?) y una tableta del Nestlé con leche.
- ¿No te trajinas algo de coñá? Le pregunto el moreno a Sara como si la conociera de toda la vida (dos cartones vacíos de vino peleón completaban el cuadro).
- Las bolsas que nos dan no tienen alcohol, exclamó Carmela con la ingenuidad de una buena persona.
- Los sin techo se miraron tolerantes.
- ¿Vais a darnos algo de parné antes de marcharos?, inquirió el más viejo.
- Hemos venido a saludaros, cenar con vosotros, haceros compañía y traeros un poco del calor humano, le contestó Carmela, cometiendo cuatro errores de bulto.
Con ojos salaces las desnudaron lentamente. (Las cooperantes, estremecidas, se percataron al punto).
- Oigan, dijo el viejo, si quieren calentarnos un poco pueden acercarse y cogernos las manos, las tenemos bastante frías.
- Vengan no les vamos a hacer nada malo; dentro de las mantas se está muy bien, completó el otro, mientras se ponía en pie levantando un aroma inconfundible a varón recio y sin lavado.

Las salvó de una escena desagradable la boca del metro que se abre en el mismo paso de peatones. Cerca de la medianoche, un grupo de jóvenes salió entre jolgorios resonantes a la busca del baile y de la copa. Las cooperantes, acosadas, los llamaron con alivio, los saludaron con efusiones (un poco compulsivas, quizás) y, amparadas por el número, se pegaron a sus pasos…

viernes, 14 de enero de 2011

La Biblia de Amiens



Prefacio de Marcel Proust al libro de John Ruskin La Biblia de Amiens

Pero ya es tiempo de llegar a lo que Ruskin llama más particularmente "la Biblia de Amiens", al pórtico Occidental. La palabra “Biblia” es tomada aquí en un sentido estricto, no figurado. El libro de Amiens no es un libro de piedra, una Biblia de piedra, tan sólo en el sentido vago en el que lo habría calificado Víctor Hugo(1): es la “Biblia en piedra”.
Sin duda, antes de saberlo, cuando veis por primera vez la fachada occidental de Amiens, azul en la niebla, deslumbrante por la mañana, generosamente dorada por la tarde tras haber absorbido el sol, rosa y ya francamente nocturna al ocaso, a cualquiera de esas horas en que sus campanas tocan en el cielo y que Claude Monet ha fijado en sublimes lienzos(2)donde se descubre la vida de esa realidad que ha sido hecha por los hombres pero que la naturaleza ha hecho suya tras sumergirla en su seno, una catedral, cuya vida, como la de la Tierra en su doble revolución, se desarrolla a lo lago de los siglos, y, por otra parte, se renueva y se agota cada día; entonces, dejando a un lado los cambiantes colores con los que la naturaleza la envuelve, sentís ante esa fachada una impresión difusa pero intensa.
Cuando ves ascender hasta el cielo ese hormiguero monumental y dentado de personajes de tamaño natural en su estatura de piedra, con su cruz, su filacteria o su cetro en la mano, ese mundo de santos, esas generaciones de profetas, ese séquito de apóstoles, ese pueblo de reyes, ese desfile de pecadores, esa asamblea de jueces, ese vuelo de ángeles, unos al lado de los otros, unos sobre otros, de pie junto la puerta, mirando a la ciudad desde lo alto de los nichos o al borde de las galerías, más arriba aún, no recibiendo sino difusas y deslumbradas las miradas de los hombres al pie de las torres y en el sonido de las campanas, entonces, sin duda, con el calor de vuestra emoción, sentís que esta ascensión gigante, inmóvil y apasionada es algo grande.
Pero una catedral no es solamente una belleza para ser sentida. Incluso aunque no constituya ya para vosotros una enseñanza a seguir, al menos sigue siendo un libro para comprender. La portada de una catedral gótica, y, más particularmente la de Amiens, la catedral gótica por excelencia, es la Biblia.


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(1) La señorita Marie Nordlinger, la eminente artista inglesa, pone ante mis ojos una carta de Ruskin en la que Notre Dame de Paris de Víctor Hugo, es calificada como lo más bajo de la literatura francesa.

(2) La Catedral de Rouen a diferentes horas del día, por Claude Monet (colección Camondo). En cuanto a interiores de catedrales no conozco más que los –tan bellos- del gran pintor Helleu.

lunes, 10 de enero de 2011

John Everett Millais, Ofelia




Sur l'onde calme et noire où dorment les étoiles
La blanche Ophélia flotte comme un grand lys,
Flotte très lentement, couchée en ses longs voiles...
On entend dans les bois lointains des hallalis.
Rimbaud

Hace cinco años asistí en la Sala de Exposiciones de la Fundación La Caixa de Madrid a la exposición Prerrafaelitas: la visión de la naturaleza, organizada por la Tate Britain de Londres, en colaboración con la Fundación la Caixa y la Alte Nationalgalerie de Berlín. La muestra reunía unas 150 obras, entre las que había pinturas tan célebres como Ofelia (1851-52) de John Everett Millais, Nuestras costas inglesas (1852) de William Holman Hunt, y Los lindos corderitos (1851-59) de Ford Madox Brown.
Siempre me ha cautivado, como a cualquier seguidor de la pintura, la Ofelia de Millais. ¡Por fin pude contemplarla en todo su esplendor! Hasta tres veces insistí, tras disfrutar del resto de los cuadros, en la belleza atormentada de su rostro, perdida para siempre en el sueño del que nadie retorna. Mientras hojeaba una excelente monografía sobre los prerrafaelitas de la editorial Taschen, he vuelto a sentir la nostalgia de aquella tarde otoñal.

Todas las mujeres prerrafaelitas, me resultan fascinantes: la belleza perversa de Sidonia Von Bork, de Edward Coley Burne-Jones, la fatalidad seductora de Vivien de Frederick Sandys, la ambigua espiritualidad de Beata Beatrix de Dante Gabriel Rossetti, la desesperación sensual de Isabel de William Holman Hunt o el dolor sereno de la Medea de Evellyn de Morgan… pero mi preferida, a la que amo realmente es a Ofelia.
La composición de Millais recoge el suicidio de la heroína, trastornada por la demencia fingida de su prometido Hamlet y la pérdida por un error aciago de su padre, el dignatario danés Polonio (escena tomada del acto cuarto del drama de Shakespeare).

Entra la REINA (único testigo de la muerte de Ofelia).
¿Qué hay querida esposa?
REINA
Una persona le pisa los talones a (la muerte de la) otra; tan rápido se siguen… Laertes, tu hermana se ha ahogado.
LAERTES
¿Ahogado? ¿Dónde?
REINA
Sobre un arroyo, inclinado crece un sauce
que muestra su pálido verdor en el cristal.
Con sus ramas hizo ella coronas caprichosas
de ranúnculos, ortigas margaritas y orquídeas
a las que el llano pastor da un nombre grosero
y las jóvenes castas llaman “dedos de difunto”.
Estaba trepando para colgar las guirnaldas
en las ramas pendientes, cuando un pérfido mimbre
cedió y los aros de flores con ella
al río lloroso. Sus ropas se extendieron,
llevándola a flote como una sirena;
ella, mientras tanto, cantaba fragmentos
de viejas tonadas como ajena a su trance
o cual si fuera un ser nacido y dotado
para ese elemento. Pero sus vestidos,
cargados de agua, no tardaron mucho
en arrastrar a la pobre con sus melodías
a un fango de muerte.

El espectador contempla el cuadro (76,2 x 111,8 cm) como si estuviera en la orilla del arroyo por el que se desliza el cuerpo de la joven a favor de la mansa corriente. Por su postura, Ofelia todavía no ha muerto. Aparece fijada al lienzo en el instante mismo en que, con la ropa suelta, los cabellos hundidos, la mirada ausente, entona una melodía infantil.
Millais consigue captar el momento del tránsito en un marco verista y a la vez pleno  de resonancias poéticas. Su mano derecha, ambas levemente por encima del agua, sostiene los restos de una guirnalda floral. Tras breves instantes, la deriva del cuerpo en el arroyo hará que la perdamos de vista. Después, imaginamos a Ofelia desapareciendo lentamente bajo las aguas oscuras.
La composición de Millais es fiel a dos principios estéticos del prerrafaelismo: la recreación exacta de la naturaleza y el contenido simbólico de los detalles.
Por lo que respecta al primero, llama la atención la minuciosidad con la que el autor plasma los matices del entorno mediante la creación de una tupida trama de superficies vegetales y una paleta amplia de verdes (la distribución de las capas y la escala cromática sólo pueden apreciarse en el original). El resultado es un lugar frondoso, colorista, aunque opresivo y cargado de melancolía.
Uno de los aciertos de la composición es la tensión entre opuestos, lo natural y lo sobrenatural, que se manifiesta en la visión de un bello rincón de la naturaleza impregnado de un aura indefinible de misterio. Quizás lo más valioso del cuadro sea ese equilibrio sostenido entre realidad y misticismo.
En relación con el segundo principio, es conocida la imposibilidad de distinguir en la pintura inglesa entre prerrafaelitas y simbolistas. Cada una de las flores del cuadro de Millais expresa una metáfora: el sauce, el amor perdido; la ortiga, el sufrimiento; los pensamientos, el afecto no correspondido; las orquídeas, la feminidad; las ulmarias (hierbas perennes), el recuerdo; las margaritas, la inocencia; las amapolas, la muerte. Los expertos han descubierto, en este jardín fluvial, narcisos, coronas imperiales, lirios, adonis, dedos de muerto… llevados al lienzo no como meros matices iconográficos, sino como alusiones simbólicas al temperamento arrebatado de Hamlet y a los sentimientos infaustos de Ofelia.

lunes, 3 de enero de 2011

Mnemósine 2. La memoria involuntaria


Sólo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y los demás no conocen. (Proust, El tiempo recobrado)

Este verano he terminado de leer por segunda vez los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Espero tener una tercera oportunidad. La serie completa constituye, además de una de las cimas de la literatura universal, una síntesis absoluta, imposible de reconstruir, de la totalidad de la experiencia interior y el ejemplo más logrado de la duración bergsoniana.
El estilo literario de Proust, un engarce de oraciones inagotables, fue comparado por Benjamin con un ancho Nilo cuya inundación generosa fecunda de verdad las tierras por donde fluye. Fue Proust quien llevó a cabo hasta sus últimas consecuencias el planteamiento filosófico de Bergson en torno a la intuición como forma de conocimiento.
En su Introducción a la Metafísica, el pensador matizó esta visión suprema del conocimiento que sólo la creación artística (en especial la literaria) es capaz de realizar. En esta obra compara los conceptos con vestidos confeccionados en serie que le vinieran anchos a los objetos mientras que las intuiciones se ajustarían a las cosas con la precisión de los modelos hechos a medida por diseñadores de alta costura.
En realidad, en la obra de Proust (como sugiere Adorno) están presentes las intuiciones exactas, la racionalidad francesa y el sentido común de la vida mundana. Lo que denominamos “el inequívoco ambiente proustiano”, la lucidez diamantina de su prosa, brota precisamente de la tensión y combinación de estos tres elementos.
Mientras que en Bergson no es posible el acceso directo de la conciencia a la memoria pura, pues la intuición sólo puede desvelar la memoria de la duración y sus constelaciones de sentido (en esto consiste precisamente En busca del tiempo perdido), en Proust, las revelaciones de la memoria pura pueden producirse en contadas situaciones a lo largo de una vida, pero son de crucial importancia para la reconstrucción de la experiencia interior. Es más, tales epifanías suponen el límite del saber humano, el único vestigio de un conocimiento absoluto y el hilo conductor de la memoria de la duración.
Proust denomina a esta actividad superior del espíritu memoria involuntaria. Sus manifestaciones son los únicos axiomas a partir de los cuales es posible abordar con éxito la exposición de la verdad (que siempre es un atributo del dinamismo, heterogeneidad y varianza de la vida). En esta recuperación de la vida (transfigurada en memoria renacida, ya que lo que entendemos por vivencias no es otra cosa que el tejido de la mente), transitamos desde los datos psicológicos a sus representaciones y de estas a la reconstrucción de la duración, cuya piedra angular es la memoria involuntaria: en la consumación de las etapas de este proceso se salva o se pierde lo que entendemos por sujeto.

¡No adviertes –escribía William Blake- que cada pájaro es un mundo de delicias que se pierde para tus cinco sentidos!
El único conocimiento metafísico posible consiste en captar la potencia creadora de los acontecimientos y otorgarles el sobresentido que prometen. Cuando decimos que la metafísica nos traslada a un mundo que está más allá de “lo físico o natural” no queremos abandonar lo impensable, sino resaltar la existencia de un mundo paralelo, una realidad aparte, un lugar de ofrecimientos generosos al que los filósofos han llamado el mundo de la vida.
El tiempo perdido, tal como lo entiende Proust, consiste en el olvido de las palabras exactas que nombran los seres, para perdernos en los acuerdos sociales por los que transcurre ese decir insustancial que cada día reiteramos. Por lo demás, el arte es para Proust el único camino para acceder a ambos tipos de memoria (de la duración y la involuntaria) que, como parece, se alimentan mutuamente.
Es preciso distinguir, por otra parte, entre memoria inconsciente y memoria involuntaria. La primera es un tipo especial de la memoria almacén. El contenido de sus recuerdos y su significado pueden ser evocados a partir de ciertas técnicas (por ejemplo, el psicoanálisis). La segunda es absolutamente azarosa y su presencia únicamente puede ser convocada por el arte, aunque, en el fondo, ningún mecanismo lo garantiza. La memoria involuntaria, una vez propiciada, se da o no se da por la existencia exclusiva de ciertas leyes que desconocemos (inalcanzables para la reflexión e incluso la intuición), previas al funcionamiento de cualquier facultad del espíritu.

Pero a veces, en el momento en que todo nos parece perdido, llega la señal que puede salvarnos; hemos llamado a todas las puertas que no dan a ningún sitio, y la única por la que podríamos entrar y que habríamos buscado en vano durante cien años, tropezamos con ella sin saberlo y se nos abre. (Proust, BTP)

Las impresiones misteriosas de la memoria involuntaria son las claves que nos abren las puertas de la duración. No son propiamente intuiciones estéticas (posteriores), ni mucho menos reflexiones conceptuales (todavía más lejanas), sino imposiciones azarosas, visiones aisladas que proceden de la memoria pura y preceden con su luz al éxtasis del tiempo recobrado. Sólo las podemos expresar con la máxima de Proust:

“Cógeme al paso si eres capaz de ello y procura resolver el enigma de felicidad que te propongo”.

El sabor de la madalena mojada en el té, la sensación de pisar dos losas desiguales, la vista de unos árboles en un recodo del camino, la prestancia de una servilleta almidonada, la frase de la sonata de Vinteuil, las volutas azules del mar mañanero, el sabor de una mejilla… cada una de estas impresiones despierta con su varita mágica un ámbito especial que espera en un rincón de la memoria su momento vivificante. Combray, el lado de Guermantes, el Bautisterio de Venecia, las muchachas de Balbec, los amores de Swann, el retorno a París y sus afanes, el amor de Albertina y los celos.