TRABAJO LIBRE
Cuando el pintor Fernando Zóbel, perteneciente a una adinerada familia filipina, volvía a Cuenca con las estaciones, lo hacía, según sus propias palabras, para trabajar, y era cierto.
Venía de alguna antológica sobre pintura abstracta en Nueva York, o del estreno de una ópera contemporánea en Londres (en ambas ciudades tenía domicilio propio) o de cualquier parte del mundo que hubiera movido su interés.
Se instalaba en su acogedor estudio conquense, llamaba a los amigos de siempre -más un par de advenedizos- para invitarlos a cenar en el Figón de Pedro. Tras una sabrosa pitanza regional, regada con un tinto Zagarrón de Mota del Cuervo, seguía una larga sobremesa, en la que el pintor desvelaba las líneas maestras de su nuevo proyecto.
Conticuere omnes intentique ora tenebant
(Callaron todos y atentos los rostros mantenían)
Su jornada laboral comenzaba cuando lo requerían los cuadros. Lo mismo estaba parado una semana que trabajaba diez horas al día. En primavera, al amanecer en la orilla de algún rincón encantado del Júcar. En verano, al terminar la jornada, en esa hora mágica en que la luz y la sombra se funden en un fugaz abrazo (amada en el amado transformada). En otoño, prefería las tardes soleadas que tiñen de amarillos las hoces y las riscas. En inverno, buscaba la musa en las calles, disfrazada con trajes de colores: panas negras, bufandas verdes y mejillas coloradas.
Un delicado cuadro, una nueva serie, unos dibujos a plumilla, un libro, una exposición… eran el resultado de sus renovadas y fecundas labores.
TRABAJO LIVIANO
Durante ocho cursos trabajé en un centro asociado de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia). Ocupé el cargo de tutor interino (el último eslabón de la escala alimentaria) e impartí clases de filosofía y psicología (de esta última sólo me sé el libro de la UNED).
Al final del primer trimestre, el coordinador de la asignatura de filosofía nos convocó en la sede central de la Facultad de Humanidades para realizar “una sesión de seguimiento y control”. Allí estaba yo a las cinco de la tarde. El conserje nos miró con extrañeza. ¿A quién esperan ustedes a estas horas?
Hasta las seis el jefe no apareció. Subimos en el ascensor a la segunda planta. Atravesamos un largo pasillo flanqueado por despachos acristalados con las consabidas mesas de oficina, cables y salvapantallas, anaqueles metálicos y percheros minimalistas: todos apagado, vacío. Lo único que allí daba sensación de actividad eran los teléfonos que sonaban diligentes sin que nadie los cogiera. La reunión simplemente sirvió para constatar que estábamos vivos. En media hora despachamos (no digo resolvimos) ciertas dudas: despedida cordial y hasta el próximo trimestre. Nunca más en los siete cursos siguientes asistí a otra reunión similar. En los ruegos y preguntas, uno de mis colegas, curioso por naturaleza, preguntó si por las tardes no había clases en la facultad. (Mirada suspicaz del jefe).
- ¡Claro que las hay! –dijo-, pero como no se trata de “períodos estrictamente presenciales”, los profesores citan a sus alumnos sólo si hay consultas pendientes o revisión de trabajos. “También” durante la época de exámenes, apostilló.
- ¿Los citan individualmente? Insistió mi colega.
- (Gesto de impaciencia). No, eso sería “excesivamente complejo”. Trabajamos con el grupo entero, aunque la atención sea siempre “rigurosa y personalizada”.
Ciertos murmullos irónicos y risas de profundis hicieron que el convocante nos ofreciera generoso las puertas del despacho. Al salir, el conserje nos despidió, entre solícito y tristón, como si partiéramos para siempre a los confines de Siberia.
TRABAJO PROFESIONAL
Hace tres años sufrí unos desagradable mareos cervicales (ignoro aun las causas ). Sucede que cuando te tumbas boca arriba, en un punto de la posición, la habitación empieza a girar vertiginosa (nunca mejor dicho). Para un pésimo enfermo como yo, que pide confesión a la menor, es una sensación atroz, agravada aun más por mis intentos reiterados de fijar, por amor al saber, la posición exacta del latigazo subitáneo .
El primer médico, un traumatólogo reconocido por su afán de originalidad y tendencia al bisturí, tras observar con aparente interés las radiografías, me dijo que tenía que operarme sí o sí (y, ¡ay! cuanto antes mejor) de una contractura disfuncional crónica (nada aporta el primer adjetivo, creo yo).
Decidí buscar otro médico que me dijera lo contrario, a saber, que actualmente existen ciertos fármacos que curan mientras lees en tu sillón favorito los Episodios nacionales de Pérez Galdós. Le pregunté a mi tío, reconocido internista, si todavía existía en Madrid algún traumatólogo de confianza que cumpliese el requisito. Una vez elegido, a los seis días me presenté en su consulta. Miró las mismas radiografías con gesto ceñudo (empecé a maldecir estar allí) y finalmente estableció doctrina: tome durante diez días esto, lo otro y lo de más allá (una pomada untuosa, un antiinflamatorio rompetripas y un relajante muscular de los que te dejan estupefacto y con mono al terminar el tratamiento).
Como, en el fondo, tenía mala conciencia de la elección, antes de tomarme el arsenal de potingues, opté por buscar una tercera opinión (algo que ahora está de moda), esta vez la de un brillante reumatólogo. Le largué mi triste historia, que ya me sabía con puntos y comas, aunque sin mencionar a sus colegas. Miró los sobados negativos y con una sonrisa primaveral me dijo: usted no tiene nada, excepto la cincuentena; olvídese de sus melindres y no se complique la vida (¡como si pudiera hacerlo!)…
Para hacer justicia a los tres excelentes galenos, debo añadir que soy un profesional de las farsas psicosomáticas: por ejemplo, nunca más he vuelto a padecer mareos cervicales y sí otro montón de casos clínicos sin el menor fundamento.
TRABAJO VOLUNTARIO
Los hechos que siguen me han sido contados de primera mano por dos buenas amigas de la profesión… docente, Sara y Carmela, socias y activas colaboradoras de la organización no gubernamental M.S.F.
Un sábado de crudo invierno (como no podía ser menos), señalado por la ONU como "El día internacional de los sin techo", se encaminaron solidarias a los pasos peatonales o subterráneos del Banco de España, ubicados en la madrileña calle de Alcalá. Serían las once de la noche y llevaban una bolsa con el logotipo de la ONG repleta de bocadillos de mortadela, termos de café y barras de chocolate. Allí pernocta habitualmente una abigarrada corte de los milagros, apostada entre cajas de cartón, colchonetas mordidas de goma espuma, sacos de dormir grasientos y mantas que han perdido su nombre por el camino.
La mayoría de los mendigos ya se habían zambullido en sus nidales. Escogieron a dos colegas sentados en el suelo que charlaban animosamente. Cuando los elegidos comprendieron que se dirigían a ellos y no a unos espectros flotantes, las miraron con esa curiosidad impenetrable del pícaro nocturno. Al principio, desconfiados del buen ver y el desparpajo, guardaron un silencio expectante.
- ¿No seréis de la ispesción? dijeron por fin.
- No, por supuesto, contestaron ambas.
- ¿Sois de los periódicos? dijo el barbado, mirando los papeles que le tapaban las botas.
- ¿Sois piscologos o algo de eso? se interesó el más joven, de rostro renegrido por nacimiento o condición.
- No, somos de… (Aquí las jóvenes les explicaron, quienes eran, de dónde venían y que cabía esperar de su presencia).
- Al cabo de un cuarto de hora de toma y daca pudieron convencerlos de que estaban allí para hacerles un favor; del resto: el día internacional, la ONG, la solidaridad, o parecían no entender o no querían saber nada (excepto de la bolsa).
Todo mejoró notablemente cuando se zamparon cada cual tres bocatas, se metieron un termo de café en el cuerpo (¿dormirían esa noche de hadas?) y una tableta del Nestlé con leche.
- ¿No te trajinas algo de coñá? Le pregunto el moreno a Sara como si la conociera de toda la vida (dos cartones vacíos de vino peleón completaban el cuadro).
- Las bolsas que nos dan no tienen alcohol, exclamó Carmela con la ingenuidad de una buena persona.
- Los sin techo se miraron tolerantes.
- ¿Vais a darnos algo de parné antes de marcharos?, inquirió el más viejo.
- Hemos venido a saludaros, cenar con vosotros, haceros compañía y traeros un poco del calor humano, le contestó Carmela, cometiendo cuatro errores de bulto.
Con ojos salaces las desnudaron lentamente. (Las cooperantes, estremecidas, se percataron al punto).
- Oigan, dijo el viejo, si quieren calentarnos un poco pueden acercarse y cogernos las manos, las tenemos bastante frías.
- Vengan no les vamos a hacer nada malo; dentro de las mantas se está muy bien, completó el otro, mientras se ponía en pie levantando un aroma inconfundible a varón recio y sin lavado.
Las salvó de una escena desagradable la boca del metro que se abre en el mismo paso de peatones. Cerca de la medianoche, un grupo de jóvenes salió entre jolgorios resonantes a la busca del baile y de la copa. Las cooperantes, acosadas, los llamaron con alivio, los saludaron con efusiones (un poco compulsivas, quizás) y, amparadas por el número, se pegaron a sus pasos…
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