Telépolis

viernes, 8 de abril de 2011

La lente de diamante


La ciencia del siglo XIX tuvo dos versiones bien distintas: la positivista y la romántica. La primera, hecha a golpe de datos y ecuaciones, dio lugar a creaciones tan engreídas como la torre Eiffel, un engendro de metal y tornillos indigno del París de Balzac; la segunda, fértil en fuerzas vitales y mundos aparte, dio lugar a cuentos tan divertidos como La lente de diamante de Fitz-James O'Brian.

La narración nos sitúa desde las primeras líneas en medio del asunto: la vida del protagonista, Arthur, un americano de Nueva Inglaterra, está dominada desde su más tierna infancia por una pasión absorbente: las investigaciones microscópicas; hasta el punto de que es capaz de escamotear las gafas de su anciana tía para romperlas con ardor y construir una ineficaz pero curiosa lente.
A Arthur los seres de proporciones normales le producen un tedio insuperable. Desde el primer microscopio con un aumento de unos cincuenta diámetros que le regala un primo suyo, sólo el mundo de los seres minúsculos es capaz de estimular sus sentidos, educar su sensibilidad, excitar su imaginación, despertar su intelecto…

Donde ellos sólo veían una gota de lluvia descendiendo por el cristal de la ventana, yo contemplaba un universo de seres animados con todas las pasiones comunes a la vida física, su diminuta esfera convulsionada con luchas tan feroces y dilatadas como las de los hombres. En los puntos normales de moho, que mi madre como buena ama de casa que era eliminaba de sus frascos de mermelada, había para mí, bajo el nombre de moho, jardines encantados, llenos de cañadas y avenidas del follaje más denso y del verdor más asombroso, mientras que de esos bosques microscópicos colgaban frutas extrañas que centelleaban de verde, plata y oro.

Cuando llega el momento, el extraordinario joven decide irse a estudiar medicina a la “Academia de Nueva York”, más por complacer a sus padres que por inclinación al arte de Galeno. Una generosa herencia, precisamente de la bondadosa tía a la que dejaba sin gafas, le permite una cómoda independencia y una dedicación exclusiva al microcosmos que le atrapa, la pasión que le domina. Gasta su herencia en amueblar su apartamento experimental, adquirir los tratados de microscopía más prolijos, probar los artilugios ópticos más modernos...
Allí se recluye como un topo en su rincón y, para abismarse aun más en su labor, elude cualquier contacto con sus colegas, incluso con sus congéneres (en las antípodas de los actuales programas interdisciplinares de investigación, donde están implicados hasta los políticos del barrio).
Pero la cosa no para ahí; obviamente, no se trata de pergeñar un proyecto cosido sin hilos para cobrar la subvención, sino que un imparable afán de perfección le lleva a desear lo absoluto: un microscopio tan potente que sea capaz de captar, por expresarnos en términos filosóficos, lo que está más allá de los sentidos, es decir, la visión de las cosas en sí mismas.
Lo primero es verificar si el nouménico artefacto forma parte del cosmos, por lo que contacta, a través de una reconocida médium, con el espíritu del microscopista más grande que en el mundo ha sido, el profesor Leeuewenhoek, quien le comunica en una sesión memorable que no sólo es posible construir tal maravilla, sino que el afortunado mortal al que le está reservado tal privilegio no es otro que el propio Arthur. El problema estriba en que para fabricar el incomparable cristal (que hubiera soñado pulir el gran Spinoza en su rincón del barrio judío de Ámsterdam) es preciso tallar un diamante de innumerables quilates y someterlo a un (disparatado) proceso de adaptación que durante la comunicación sobrenatural el profesor Leeuewenhoek le detalla.

Yo: ¿Puede perfeccionarse el microscopio?
Espíritu. Sí.
Yo: ¿Estoy destinado a conseguir esta gran misión?
Espíritu: Lo está.
Yo: Deseo saber cómo proceder para conseguir tal fin. ¡Por el amor que siente usted por la ciencia, ayúdeme!
Espíritu: Un diamante de ciento cuarenta quilates, sometido a las corrientes electromagnéticas durante un largo período de tiempo, experimentará una redistribución de sus átomos inter-se, y de esa piedra usted formará la lente universal.
Yo: ¿Se producirán grandes descubrimientos con el uso de semejante lente?
Espíritu: Tan grandes que todos los conseguidos antes carecerían de importancia.

Por fin, Arthur se hace con la preciosa gema tras asesinar para conseguirla a un marchante judío (etapa del método científico poco recomendable), y, mediante un esfuerzo prometeico, semejante a la forja del anillo mágico por el nibelungo Alberich, concluye la máquina del bien y del mal que le permitirá vislumbrar en todo su esplendor el aleph. La primera mirada a través del ojo de Dios es sencillamente asombrosa.

En todos los rincones contemple hermosas formas inorgánicas de textura desconocida y coloreadas de las tonalidades más atractivas. Estas formas presentaban la apariencia de lo que podría llamarse, ante la falta de una definición más específica, nubes foliadas de la más elevada rareza; es decir, ondulaban y se rompían en formaciones vegetales, y estaban teñidas con esplendores que si se comparaban con el dorado de nuestros bosques otoñales era como la escoria al oro. A lo lejos, en la distancia ilimitada, se extendían largas avenidas de esos bosques gaseosos, levemente trasparentes, pintadas con tonalidades prismáticas de inimaginable brillo. Las ramas colgantes oscilaban a lo largo de los claros fluidos hasta que todo el paisaje pareció romperse en rangos medio trasparentes de estandartes de seda multicolor. De las coronas de este follaje mágico caían en burbujas lo que parecían ser frutas o flores, tocadas de mil colores, lustrosas y de increíble variedad. No se veían ni colinas ni lagos, ni ríos ni formas animadas o inanimadas, salvo la de esos bosques vastos que flotaban con serenidad en la luminosa quietud, con hojas y frutos y flores que centelleaban con fuegos desconocidos, imposibles de ser creados por la simple imaginación.

A lo lejos, sumido en el éxtasis del ojo mágico, vislumbra una figura humana deslizándose entre gráciles arpegios. Se trata de una esbelta y gentil joven, una ondina danzante de tal belleza que nuestro anhelante mirón está al borde de perder la poca razón que le queda. La admiración inefable se convierte al instante en amor eterno y, a partir de ese momento, solo existen para el aprendiz de brujo el arrobo y el dolor intolerable que siente al contemplar lo increíblemente cerca y lo infinitamente lejos que se encuentra la fuente de aguas cristalinas en que apagaría su sed.
La obsesión crece por instantes. No respira, no duerme, no se alimenta más que de ilusiones, vive sin vivir en él, no piensa en otra cosa que no sea el cántico espiritual entre el alma y la amada…
El lamentable final de la historia es fácil de adivinar. De pronto, la bella ondina languidece, enferma por momentos, se desvanece lentamente y ¡muerte de las muertes! por fin se extingue en el vacío de un paisaje tenebroso. La gota de agua con trementina, puesta bajo la lente del ojo que todo lo ve, se ha evaporado sin remedio (¡al fin ha triunfado lo positivo sobre los sueños!), y con ella el único destino que hacía la vida digna de ser vivida…
El desdichado joven pierde el sentido, maldice su obra, enloquece en su locura, destroza el microscopio diamantino y pasa el resto de sus días viviendo de la caridad, mientras narra una y otra vez con voraz obsesión su desamor ante gentes crueles que se burlan de su incierta aventura…

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