El Internet que yo conocí por los años noventa nada tiene que ver con el actual imperio mediático de la globalización y los negocios.
Es evidente que la memoria no es una cámara fotográfica sino una fragua de mundos posibles. Para bien o para mal, una parte de lo que sigue es puramente imaginario, pero, según creo, el sentido de la totalidad mantiene fresca su vigencia.
Para empezar, la tecnología de entonces pertenecía al paleolítico inferior de las telecomunicaciones. Completar la conexión con el servidor (sólo había Telefónica) suponía un subidón de adrenalina. La configuración era superferolítica: un viaje en pos de lo desconocido, un montón de pasos y celadas que hacían del acceso a la red el privilegio de una secta iniciática. Se pagaba (caro) por el tiempo, lo que imponía una navegación reprimida y ni un segundo más. La velocidad de transmisión era mil veces inferior a la actual y las rudimentarias aplicaciones estaban a la altura de las circunstancias. No utilicé el primitivo Mosaic, aunque conocí su historia. El programa de navegación universal era el legendario Netscape, rápido y fiable, un auténtico BMW de la web. El primer Explorer de Microsoft fue el 3.0, su interfaz, simbiosis monopolista y buenas prestaciones anunciaban su futura hegemonía.
Eran tiempos de instruirse con los libros amarillos de Anaya. Los amontoné en mi biblioteca hasta que se quedaron tan ridículamente obsoletos que los amigos de mi hijo se mofaban y había que dar un sinfín de excusas por tener aquellos fósiles. A petición discreta de mi familia, no tuve más remedio que deshacerme de ellos.
Recuerdo mis primeros cursos de aprendizaje en grupo. Más que ciberadictos, éramos batidores de unas tierras vírgenes, alegres navegantes de la vida, pioneros de un mundo impensado. Rafa hacía el curso del antiguo pntic, según sus propias palabras, “para no parecer demasiado paleto”. Gloria sabía más que el tutor y nos ayudaba a resolver las cuestiones. Alberto se negó a seguir porque no entendía que para decir ¡hola! con el mail tuviéramos que estudiarnos dos tomos. Hilario me llamó a casa cerca de las doce de la noche cuando me disponía a escuchar en pijama El larguero. No conseguía entrar en la red a pesar de que hacía lo mismo que en el centro. Repasamos los detalles durante veinte minutos. Perdida toda esperanza, le pregunté, ¿Has enchufado el ordenador a la roseta del teléfono? ¿El teléfono, pues no había que lanzar el Netscape? Una excelente anticipación del Internet por telepatía... Dedicábamos seis horas diarias a charlar enloquecidos sobre la red. Hoy es una rutina silenciosa de la que no podemos prescindir, como la televisión o el móvil (un trasto al que detesto especialmente).
Et in Arcadia ego. Visto desde la inevitable actualidad, aquel Internet de ensueño era el lugar de la utopía: un territorio virgen, paraíso socialista, reino de la libertad, un mundo sin reglas, ácrata, veraz y solidario. Una mitología a la que me gusta volver en tiempos de cólera. No había publicidad en las páginas, ni ventanas emergentes, troyanos o pelmazos. Comenzaban a estar de moda las tarjeas de crédito en la red, pero muy pocos las usaban temerosos de lo arcano. Hoy Internet es un campo de minas. Si no quieres acabar tirando el portátil por la ventana, tienes que gastarte cien euros al año en seguridad informática.
Había diferentes protocolos y servicios. Cada uno asociado a un programa de libre distribución. Ignoro si todavía existen. Recuerdo, entre otros, los servidores ftp, donde podías bajar y subir cualquier clase de información. Nos interesaba casi todo, desde el espiritismo, la Primera Guerra Mundial y el parto sin dolor, hasta la cría de asnos en Mesopotamia.
Asimismo, los newsgroups o grupos de noticias y las listas de distribución. Estábamos suscritos a grupos especializados en códices miniados, lanzas merovingias o cine del Oeste.
El chat por canales temáticos: hinchas del atleti, ecologistas, lesbianas, amantes de las setas… Todos trataban de lo mismo: el sexo. Entraras en el canal que entraras, lo más divertido era travestirse de mujer; al punto, una nube de moscones te interrogaba, proponía, acosaba, desnudaba virtualmente… Era una experiencia angustiosa aunque imprescindible para conocer lo imbécil que resulta la horda de machos encelados.
También el telnet o conexión a una terminal de datos. Era un acontecimiento cósmico cuando lo lograbas. Entrabas en los catálogos de la Biblioteca Nacional para mirar (exclusivamente) la escueta ficha bibliográfica de La lozana andaluza y te parecía que habías descubierto los secretos de la Cábala.
Por fin, Netmeeting, el primer programa de videoconferencia. Oíamos en éxtasis la voz entrecortada de una compatriota que nos preguntaba desde Groenlandia qué tiempo hacía en Madrid. ¡Aquello sí que era una sana interacción! Luego vinieron los pederastas y los psicópatas profesionales.
La web, al unificar los servicios e integrarlos en las omnipresentes direcciones, páginas y sitios, los ha engullido para siempre.
Javier Echevarría publica en 1994 Telépolis. Un análisis penetrante del nuevo espacio cibernético, paralelo al real, compatible a veces, complementario en otras y en numerosas ocasiones en conflicto abierto.
Pero con el tiempo, aquel Internet de ensueño se vio sometido a la ley de bronce del modo de producción capitalista: el sistema mejora drásticamente las infraestructuras, las tecnologías y prestaciones, pero, como contrapartida, se apropia de todo. En 1999 Javier Echevarría publica Los señores del aire y ahora el núcleo de la reflexión es el dinero electrónico.
La sentencia de muerte de aquel paraíso perdido fue la eclosión y el ascenso irresistible de los portales punto com. Una inmensa burbuja financiera (nuevas hazañas de la banca y de la cristiandad) cuyo estallido final, tras cumplir la ley de hierro del capitalismo: todo lo que sube baja, conmovió los cimientos del “mundo civilizado”. El tiempo ha demostrado que aquella estafa fue un juego de niños comparada con la que se estaba preparando.
Lo único que nos queda de aquel Internet soñado, en el que todavía se hablaba en serio de una cultura democrática, son las llamadas “descargas gratuitas”. Los poderes económicos no han conseguido todavía regular este molesto grano en su trasero (¡el único mercado que les preocupa regular!). Estoy convencido (y espero) que no lo consigan nunca, pues no puede ser y además es imposible poner puertas a los horizontes azules de los mares.
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